18-04-1988
Un amigo leonés -lo cual quiere decir, traducido al lenguaje peninsular, un amigo irreductible en su cultura- soporta estupefacto la decisión de su hijo de ser rockero. De nada le valen súplicas, sobornos, árboles genealógicos exhumados a destiempo, alusiones a la herencia y no sé cuántos más recursos y amenazas. Tal vez el chico haya dejado de ser leonés en la forma, pero en el carácter -algo que a lo mejor no valora suficientemente mi amigo- sigue tan indómito como lo fueron sus antepasados y, definitivamente, se dedicará al rock.
Del estudio y atenta observación de la Historia deduzco que, con periodicidad cíclica, se hacen necesarias invasiones que acaben con culturas decrépitas e inyecten sangre nueva y belicosa en las venas, paradójicamente esclerosadas por el refinamiento, de las viejas civilizaciones. Estas invasiones respondieron, hasta hoy, a un modelo -seguramente diseñado por antiguos estrategas- que llevaba implícitos determinados e invariables requisitos: preparación del plan, desplazamiento del ejército e impedimenta hasta los límites de la tierra a conquistar, irrupción violenta, aniquilación de la resistencia activa, imposición forzosa de nuevas normativas acordes con la idiosincrasia y tradición jurídica de los vencedores, etc, etc. Para qué continuar; por activa y por pasiva conocemos el proceso y sus resultados.
Nuestros días, sin embargo, nos han traído una novedosa y sofisticada forma de invasión. Su procedencia está clara pero no así sus tácticas; sin una actividad bélica, sin violencia, sin aparente barbarie, ha entrado en nuestras vidas atacando dos puntos neurálgicos y vitales: nuestras ansiedades y nuestra curiosidad. En vez de agredir con bombardas que arrojen toscos bolaños hostiga hasta la seducción con fantásticos productos que hacen desaparecer el ansia y la incertidumbre; ataca con maravillosos artículos que calman la sed, mitigan la impaciencia o nos hacen sentirnos solitarios soberanos de mundos imaginarios enlazados por cables o por ondas, que penetran sin atropello hasta el reducto más íntimo del hogar y del alma. La victoria es patente y el método admirable pues se ha producido sin derramar una gota de sangre (al menos en estos lares y en estas circunstancias). Se ha conquistado nuestra voluntad y se ha reducido cualquier tipo de discrepancia pues todos estábamos convencidos de antemano de la necesidad de ser invadidos; seguros de la oportunidad de cambiar nuestros viejos hábitos por útiles y beneficiosos géneros con deslumbradores resultados; necesitados de una nueva lengua -mediata y secundaria pero imprescindible- que nos permitiera comunicarnos sin decir nada profundo ni problemático ni controvertible; persuadidos, en fin, de que no hay nada tan sagrado en esta vida que no se pueda estampar en el pectoral de una camiseta, ni ningún himno o marcha con ritmo tan obstinado que no pueda pasar, con leves retoques, a formar parte de esa otra "marcha" que es la que, hoy por hoy, verdaderamente crea adeptos.
Ya está el caballo de Ulises dentro de Troya; sólo nos queda por saber quién viene dentro.