Joaquín Díaz

EL LIBRO BLANCO DE UN MUSEO DE INSTRUMENTOS MUSICALES


EL LIBRO BLANCO DE UN MUSEO DE INSTRUMENTOS MUSICALES

Reflexiones acerca de la posible creación de un museo de instrumentos populares en Santiago de Compostela

30-11--0001



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Introducción
La expresión “libro blanco”, de reciente creación, parece querer demostrar al lector o al interesado, que el contenido de sus páginas está por hacer. Una de las características comunes a casi todos los trabajos que, en tiempos relativamente cercanos, han aparecido bajo este título tratando de estudiar y proponer soluciones a un tema, es que existe un encargo previo. Se supone, por tanto, una cierta desconfianza en la situación anterior o un deseo expreso de mejorarla, presumiblemente porque, por alguna razón, ha sufrido una desviación o una degeneración en el planteamiento o en los objetivos. También es característica común, o al menos existe una intención declarada de que ello sea así aunque no siempre se consiga, la ausencia de prejuicios; el libro blanco pretende desenvolverse en un terreno de independencia de criterios y trasparencia en el tratamiento de los temas, que le ha de convertir en una fuente eficaz y fresca para quien desee beber en esas cuestiones, por antiguas y enrevesadas que parezcan. Requisito imprescindible, eso sí, es que los datos usados para crear la estructura o el guión del trabajo, sean verídicos y cercanos a la fuente original, lo que permitirá manejar documentación de primera mano y elaborar sobre ella un análisis que conducirá a unas propuestas determinadas, todas ellas encaminadas a mejorar las circunstancias, invitando al mismo tiempo a la participación. Un libro blanco, por tanto, debe ser un documento abierto al futuro con aportaciones de diferentes sectores y un conocimiento cabal y respetuoso del pasado. Esa, al menos, es la intención con la que se ha elaborado este informe.

Un poco de historia
Las colecciones de instrumentos musicales aparecen como una necesidad del individuo por ordenar los objetos que le rodean o que le sirven para expresar y comunicar sentimientos, según un criterio o un método. Existe previamente, sin embargo, una relación entre el ser humano y las piezas concretas, que nos lleva inevitablemente , si queremos comprenderla y desentrañarla, al mundo de las creencias y de la educación. El individuo sueña, imagina, intuye, crea, y todo ello lo hace condicionado por algunas obsesiones, como la de encontrar explicación a su vida o la de reconocer la existencia de voces superiores -anteriores y posteriores a él- a las que trata de imitar o venerar. Esas voces le llegan de su propio entorno -la naturaleza, la relación con otras culturas más o menos desarrolladas que la suya-, de la emoción -algo casi indescriptible e irracional que parece tan genético como personal- y, por último, de la reflexión. En cualquiera de los casos, el ser humano inventa objetos con los que imita el sonido del exterior o intenta reproducir esa voz propia e interior que le susurra y le transmite estados de ánimo. Todo ésto, por supuesto, puede estar lejos de la intención principal o secundaria de cualquier coleccionista de instrumentos, pero jamás debe olvidarlo un estudioso o un experto en organología: los instrumentos musicales nacen de una necesidad íntima del individuo y se construyen para ser usados y mejorados por él. Ésto, teniendo en cuenta además que son objetos que le van a sobrevivir y que no siempre desvelarán, al ser estudiados por la arqueología, las razones de su construcción o de su uso. Es cierto que, superada la necesaria Edad Media -no tan oscura como pensaban los románticos- y a partir del Renacimiento la mirada se amplía, el interés se multiplica y las necesidades crecen, pero el Renacimiento –época reconocida como de comienzo del coleccionismo- es, sencillamente, una herencia bien administrada, que no surge de la nada ni aparece de repente en la historia de la civilización occidental.
Este año se cumple el quinto centenario de la muerte de la reina Isabel I, hija y hermana de reyes que apreciaron el arte de la música y gozaron personalmente practicándolo. Su afición al coleccionismo ha sido ya desentrañada en diferentes publicaciones, pero nos deja dos ideas claras: que el objeto es anterior y más significativo que la colección y que la afición es el resultado de una educación en la que la curiosidad es asignatura clave. Un vistazo rápido a los inventarios de su casa, realizados tras su fallecimiento, en los que aparecen instrumentos, nos desvelaría además algunas de las interpretaciones posteriores que se dieron a ese tipo de coleccionismo avant la lettre: no hay demasiada preocupación por reunir objetos salvo la que se deriva de agruparlos por actividades o la que lleva implícito el valor económico de los mismos, lo cual entronca todavía con el concepto medieval de colección-tesoro. Bocinas, pitos, tambores, se describen con una minuciosa referencia al oro, la plata o los esmaltes que contienen y, aunque hay diversas referencias a instrumentos musicales en la testamentaría o en los documentos referentes a la casa y descargos, están siempre unidas a los músicos que los tocan, de modo que, o bien se consideran herramientas de un oficio más que objetos aislados susceptibles de ser coleccionados o bien están ahí por su valor material. La afición de los reyes españoles a la música y al coleccionismo eventual de instrumentos para formar parte de capillas, sin embargo, fue emulada y sirvió de acicate para algunos nobles aunque no siempre se comprendiera en toda su extensión el sentido del interés que provocara aquella tendencia. Juan de Lucena en su Vida beata describe admirablemente el artificio de esa imitación basada en la costumbre: “Jugaba el Rey (Enrique IV), éramos todos tahures; estudia la reina, somos agora estudiantes” (1). El coleccionismo de instrumentos, en cualquier caso, era cosa de privilegiados y sujeta principalmente a su bolsa, a su gusto y, casi siempre en último término, a su afición por la música. Cierto que ese orden se va invirtiendo con el tiempo y llega al siglo XIX casi irreconocible. Romá Escalas recuerda en el prólogo al primer volumen del Catálogo de instrumentos musicales en Museos de titularidad estatal, obra de Cristina Bordas, que somos herederos tanto del pragmatismo utilitario como del rigor científico derivado de las ciencias modernas y de su incidencia en el coleccionismo y en la museología en el siglo XIX (2). En ese mismo prólogo podremos constatar también que la historia de las colecciones españolas de instrumentos musicales es tan antigua como mal apreciada por la Administración y por la propia sociedad española. La música sólo se veía como el ejercicio poco serio de una actividad artística ante la que siempre mostró recelo la burguesía floreciente en esa época, pese al provecho que obtuvo de ella para su solaz y diversión. La historia de los instrumentos de Francisco Asenjo Barbieri (3), de Felipe Pedrell o los reunidos por el Real Conservatorio de Madrid nos llevan siempre a la misma conclusión: falta de sensibilidad y escaso interés -ni siquiera el económico- por el coleccionismo.

Antecedentes históricos del Museo Nacional
El día 2 de enero del año 2003, la Comisión Delegada del Gobierno para asuntos culturales, tras una reunión en el Palacio de la Moncloa, en Madrid, anunciaba un Plan Especial de Turismo Cultural para Galicia. Entre las medidas sectoriales, numerosas y diversas dada la grave crisis provocada por el hundimiento del petrolero Prestige, se decidía que el futuro Museo Nacional de Instrumentos Musicales tuviese su sede en Santiago de Compostela. Un mes más tarde, se presentaba ese mismo Plan en Santiago y, aunque el alcalde de la ciudad declaraba desconocer previamente la posibilidad del Museo, manifestaba la voluntad de colaborar en el nuevo proyecto cediendo los terrenos y aportando todo lo que fuese necesario para su puesta en marcha. La prensa local apostillaba con cierta ironía que poco más se podría hacer, dado que no existía ningún presupuesto ordinario ni extraordinario para dicho proyecto.
Sin embargo, no sólo el Concello estaba sorprendido. Algunos altos cargos del Ministerio de Cultura me fueron llamando sucesivamente para preguntarme si veía posible la creación de ese Museo Nacional de Instrumentos Musicales en Galicia y si querría formar parte de la Comisión que se organizase para estudiar su viabilidad. No había mucha prisa para contestar ya que el plazo duraba hasta la presentación “oficial” del proyecto, en diciembre de ese mismo año de 2003. Conversaciones posteriores con distintos técnicos del Ministerio me convencieron de tres cosas: el poco entusiasmo que había despertado la idea del Museo (no se celebró finalmente la anunciada presentación), la nula coordinación entre políticos y técnicos y, por último, por decir algo favorable, las posibilidades que se abrían para que de toda aquella maraña saliera en verdad algo positivo, es decir, la creación de un hipotético Museo Nacional de Instrumentos Musicales.
Como es bien sabido, los Museos Nacionales deben crearse por Real Decreto a propuesta del Ministerio de Cultura y por iniciativa del Departamento al que se supone que se adscribirá orgánicamente el Museo, según se puede leer en el Artículo 4º del Real Decreto de 1987 por el que se regula el nacimiento y funcionamiento posterior de los Museos estatales. Esta norma sustituía a la publicada el 29 de noviembre de 1901 que atendía al Reglamento General de Museos y que fue complementada con decretos, acuerdos de Consejos de Ministros y modificaciones a algunas partes de su articulado a partir del año 1971. En ambas normativas se condicionaba la creación a la “existencia de una singular relevancia” tanto en la colección estable que daría origen al Museo como en los objetivos del mismo.

A la vista de estas dos premisas cabría hacerse dos preguntas que no sé si estuvieron en la mente de quienes anunciaron el tema: 1.¿Es necesario un Museo Nacional de Instrumentos Musicales? 2. ¿Existe una colección importante que justifique su creación?
Para contestar a la primera pregunta habría que dejar de lado criterios de oportunidad, de conveniencia, de estrategia o de compensación, que podrían conducirnos a conclusiones equivocadas. Hay, sin embargo razones técnicas o científicas que avalarían una respuesta positiva aunque con matices importantes. Es innegable que, a partir del nacimiento de un Estado de las Autonomías, se ha suscitado un interés creciente por el patrimonio más cercano, por la cultura en su variante local, que se ha traducido en publicaciones, exposiciones e investigación cuyo único defecto tal vez sea el peligro de una visión exclusivista, estrecha o aislada que haga contemplar los hechos y las producciones del individuo bajo la única luz de influencias localistas o modismos culturales. Un Museo de ámbito ibérico, que tendría entre sus funciones la de la investigación (además de la conservación, catalogación, restauración y exhibición de fondos), podría dedicar su atención al estudio y publicación de trabajos científicos, tan necesarios hoy, que contemplen de forma conjunta la evolución histórica y geográfica de los instrumentos musicales sin olvidar que en épocas pasadas los límites políticos y lingüísticos estuvieron determinados por otros criterios e influencias. No se puede olvidar, sin embargo, que la misma creación de los museos nacionales vino condicionada por un modelo francés previo a la Restauración, que tenía bastante de revolucionario ilustrado y que tuvo que sufrir modificaciones para adaptarse a las necesidades y tendencias españolas del momento.
En la introducción al ya mencionado trabajo de catalogación de instrumentos musicales en los Museos de titularidad estatal, publicado por Cristina Bordas con el patrocinio del INAEM, Romá Escalas marcaba las pautas que debería seguir una correcta gestión cultural de un Museo, respetando las características históricas de los instrumentos pero aprovechando al máximo sus posibilidades: “Debemos considerar el instrumento musical como fuente primera de investigación histórica de la que obtener toda información sin restricciones” (4). Frente a criterios de coleccionismo y conservación que sirvieron en el pasado, un museo de nueva creación debería intentar integrar tendencias novedosas, líneas diferentes de investigación, acomodando adecuadamente las antiguas necesidades y actividades museísticas con el abanico de ofertas culturales que hoy, necesariamente, debe mostrar un museo bien gestionado.
Respecto a la segunda pregunta, si existe una colección que justifique la creación de un centro que la cobije, habría que responder también positivamente si bien matizando algunos extremos. Para crear un museo nuevo de ámbito superior al autonómico no habría necesidad de vaciar de instrumentos musicales los museos de titularidad estatal o las colecciones del Patrimonio Nacional (catalogadas ya por Cristina Bordas, como he dicho, en número superior a mil quinientas piezas), ni siquiera recurrir a los conventos y monasterios que poseen piezas históricas destacadas, bastaría con seleccionar algunas de las mejores muestras de todos ellos y añadirlas a la lista de piezas que constituirían un depósito previo y que podrían provenir de colecciones privadas. Con sólo mencionar cinco nombres y apellidos de coleccionistas españoles estaríamos hablando inmediatamente de más de doce mil instrumentos musicales (la mayor parte de ellos sin exponer en la actualidad) de los cuales la cuarta parte habría sido fabricada, construida o usada en España durante los cuatro últimos siglos. A todo esto habría que añadir que, sin excesiva dificultad, una persona aficionada al coleccionismo puede hoy día hacer una colección que ronde las quinientas piezas diferentes con el simple ejercicio de recorrer talleres de fabricantes, constructores y lutiers españoles que todavía están en activo desde La Coruña a Valencia o desde Barcelona a Huelva. Es más: no necesitaría ni siquiera realizar esos viajes puesto que por Internet podría obtener la mayor parte de los instrumentos con el único riesgo de no haber sido probados previamente. Estamos hablando además de piezas tan variadas que abarcarían la música étnica y rural, las reproducciones de instrumentos antiguos o las réplicas de modelos históricos.
Mucho más ardua sería la tarea de encontrar un órgano de gestión apropiado, que cubriera todas las necesidades y atendiera a las expectativas suscitadas antes y después del nacimiento de dicho museo. La legislación contempla -en el artículo 5 del ya mencionado Real Decreto- la posibilidad de que un Museo Nacional sea gestionado por una Comunidad Autónoma previo acuerdo de ambas administraciones, la estatal y la local. Independientemente de su adscripción o dependencia administrativa, que no necesariamente habría de ser estatal, la actividad de ese posible museo comprendería, entre otros, los siguientes aspectos que voy a enumerar, para exponer a continuación más ampliamente.

1.Gestión
2.Investigación
3.Recuperación
4.Relaciones

Gestión
Es evidente que los intereses y criterios con que nacen hoy los nuevos Museos añaden retos a la museología tradicional, que en España nació, en muchos casos, como consecuencia de la Desamortización, es decir, como resultado de un acto de enajenación contrario al espíritu de respeto por lo artístico, que tuvo que compensarse forzadamente, como siempre, con la creación de las Comisiones Provinciales de Monumentos en 1844 y la iniciativa de los primeros Museos en los que las Diputaciones provinciales reunieron, al estilo de los príncipes renacentistas, todo el arte procedente de iglesias, conventos y monasterios desamortizados. De cualquier manera, a los afanes diversos -personales, artísticos, recopiladores, históricos o científicos- de los dos siglos pasados se incorpora en estos momentos la necesidad de una información exhaustiva que facilite el acceso a la documentación con una tecnología avanzada. Por poner un ejemplo: de los casi treinta mil visitantes que tiene anualmente nuestro pequeño Museo, situado en un pueblo de ciento cincuenta habitantes llamado Urueña, sabemos que hay un tanto por ciento, que se aproxima al quince, que lo visita por el mero hecho de contener una colección de instrumentos. En cambio, de los ciento veinte mil visitantes que tiene nuestra página web, podemos deducir (ya que un servicio de estadísticas nos ofrece la posibilidad de conocer las palabras de consulta más frecuentes) que los términos “instrumentos” y “musicales” son los más utilizados para acceder al contenido de la página. Podemos saber además el número de minutos y segundos que una persona o institución está visitando la página y en qué contenido se detiene o incluso por qué lugar exacto sale de ella. Conocemos también qué contenidos se descarga y a qué país van. Cruzando datos de esa estadística con las consultas personales recibidas diariamente, que hacen un total anual de unas tres mil, podemos conocer las tendencias sociales y los intereses de investigadores particulares o de colectivos determinados hacia nuestro Museo y la documentación que contiene. No soy precisamente un partidario convencido de las estadísticas, pero reconozco que un tipo de dato no solicitado, de carácter espontáneo como éste que nos encontramos, puede ayudarnos a diseñar estrategias y actividades con poco margen de error, así como a incidir más y mejor en la documentación que ofrecemos a través de los buscadores de nuestra web. Esto en lo que se refiere a documentación, que es uno de los aspectos preferentes que debe contemplar un Museo moderno. La colección no debe estar ya aislada sino perfectamente contextualizada y las piezas acompañadas del mayor número de datos cuya accesibilidad sea sencilla. Por otro lado, a la hora de adquirir nuevas piezas, como sugiere la comisión que elaboró el trabajo Standards in the Museum care of Musical instruments (5), la compra del objeto debe efectuarse no sólo por su apariencia o valor sino por su carácter, por su construcción, por sus materiales, por su historia, por su contexto, por su condición o por su sonido. Esto quiere decir que los datos de referencia que acompañarán a cada uno de los objetos deberían contemplar, por supuesto su carácter artístico y musical, pero también sus características mecánicas o físicas, la evolución orgánica de los materiales de que está construido, la historia y proceso por el que ha llegado hasta el museo, sin olvidar anotar quién lo hizo y de quién aprendió esa persona a construirlo, así como los distintos usos, rituales o sociales, que tuvo en otras épocas. Toda esa información también se podía reunir en el pasado pero lo que la hace ahora más valiosa es, como digo, que sea tan fácilmente accesible a través de puntos informáticos situados en la propia sala de exposiciones o a través de un buscador de consultas en la red.
No quisiera avanzar más en este desideratum sin plantear antes algunas cuestiones cuyo perfecto ajuste condiciona totalmente el funcionamiento de un museo como institución. Me referiré al tema de la titularidad y la gestión, en primer lugar.
En los últimos tiempos, y sobre todo desde el campo de las ciencias sociales (aunque también va apareciendo poco a poco jurisprudencia sobre ésto), se viene insistiendo en las cuatro funciones que debe desempeñar el patrimonio artístico y cultural: servir para el estudio y aprovechamiento por parte de cualquier miembro de la sociedad; preservar del olvido o del deterioro el bagaje histórico y cultural; servir de acicate para la creatividad y, finalmente, constituir una base sobre la que el individuo se integre en la sociedad que le identifica. Algunas voces se han alzado desde el campo del derecho para recordar que la administración pública sólo es la titular de los bienes patrimoniales pero que la propiedad es de todos y de cada uno de los individuos que han ayudado a conservarlos y los disfrutan. De este modo, cabría hacer una distinción entre el objeto y el bien que se obtiene de ese objeto, existiendo en consecuencia un dominio directo que atañe a la pieza y otro indirecto o funcional que atañe a la utilidad que se puede extraer de ella. “El reto del moderno derecho del patrimonio histórico, artístico y cultural, está en aclarar y fijar esta interferencia entre el disfrute colectivo y la pertenencia económica individual. Es una consecuencia de la evolución teórica del derecho de la propiedad y cuya solución depende de las diferentes concepciones socioeconómicas”, nos recuerda José Fernández Arenas en su Introducción a la conservación del patrimonio y técnicas artísticas (6). El titular del Museo tiene la obligación de gestionar adecuadamente ese bien útil para cumplir con los fines de la propia institución que, como nos recuerda el ICOM en su Asamblea de 1974, debe ser permanente y abierta al público, al servicio de la sociedad y de su desarrollo, sin fines lucrativos y dedicada a adquirir, conservar, investigar, comunicar y exhibir los testimonios materiales y artísticos del individuo y su entorno, para que sean motivo de estudio, educación o deleite. La Ley del Patrimonio Histórico- Artístico español va más allá recordando que las colecciones pueden añadir al valor material y artístico, el histórico, el científico, el técnico o el de cualquier otra naturaleza cultural.
Aclarados los términos en que son susceptibles de entenderse actualmente las palabras “titularidad” y “propiedad” convendría añadir que la gestión de ese posible Museo Nacional de Instrumentos Musicales -ya lo he insinuado al comienzo- puede corresponder al propio Estado o a alguna Comunidad Autónoma, previo convenio entre ambas administraciones.
Pero no conviene que nos engañemos a este respecto: la lentitud e inercia, que son dos cualidades que distinguen habitualmente a las administraciones locales, autonómicas y estatales en España, suelen ser una rémora en la gestión de un Museo. No es que el sistema administrativo tenga en sí mismo defectos o carencias especiales, sino que a veces recalan en él personas que abominan de la creatividad siempre que suponga un riesgo y estiman que cualquier movimiento es contrario a la seguridad y equilibrio que, según ellos, deben mantener las instituciones públicas. Es muy difícil encontrar en nuestro país ese sentido de servicio altruista al común, esa disposición filantrópica, que debería mover al ciudadano a contribuir con su trabajo temporal al perfecto funcionamiento de la sociedad en la que vive. Para colmo, las nuevas generaciones, lejos de aceptar el reto de la inseguridad como una consecuencia de la aventura de vivir, prefieren la comodidad de un puesto en la administración antes que arriesgarse como jóvenes en el ejercicio de una valentía y una intrepidez que se les debía suponer por la edad.
En cualquier caso, y además, el peligro de una sola administración encargada, entre otros muchos deberes, de una institución como un museo, se traduce -por fortuna, no en todos los casos- en anquilosamiento, en inactividad forzada o en el albur de encontrar un político o un funcionario con la sensibilidad adecuada, lo cual no siempre se da. Algunas fórmulas jurídicas como la Fundación, por ejemplo, permitirían a la administración controlar el uso correcto de las colecciones, a la par que podrían aliviarla de cargas económicas excesivas y dar al mismo tiempo un protagonismo a otros sectores de la sociedad que solicitan insistentemente una presencia en la vida social, cultural y económica del país. Una Fundación es una institución con personalidad jurídica propia, con un sentido dinámico, con una legislación que se está construyendo y modificando positivamente en estos momentos y con unas posibilidades de actuación muy superiores a las de la propia Administración. Si este modelo de institución no ha alcanzado en nuestro país el nivel y prestigio que en otros lugares del mundo se le reconoce es, probablemente, por el recelo injustificado de la misma Administración que controla y cuida de que su normativa no sea excesivamente libre o de plural interpretación. Tampoco para el poder político fue durante mucho tiempo una figura simpática y se prefería huir del peligro de incurrir en ella y sus posibles consecuencias. Sin embargo sus ventajas para gestionar una institución como la que se pretendería crear serían evidentes por las razones siguientes:
1. Aglutinaría en el proyecto a instituciones públicas y privadas, coleccionistas particulares y otros sectores de la sociedad, creando un cuerpo fundador mucho más amplio y diverso que el formado sólo por una o dos administraciones. La Fundación, por ejemplo, estaría encabezada por un Patronato, formado por (estoy hablando en términos de hipótesis) el Presidente del Gobierno, el Presidente de la o las Comunidades autónomas implicadas por el emplazamiento físico de la sede o sedes, el Presidente de una institución financiera, el Rector o Rectores de las Universidades cuyo distrito coincidiera con las sedes mencionadas, el Presidente de la Real Academia de Bellas Artes más antigua de España y el Presidente de una necesaria y aún inexistente Asociación de Coleccionistas de Instrumentos Musicales de España. El Patronato se reuniría dos veces al año, o más si alguna situación lo hiciera necesario, y aprobaría en un caso los presupuestos, sancionando la justificación de las cuentas en el otro. Un Consejo Ejecutivo, formado por los cargos inmediatamente inferiores en la jerarquía a los ya nombrados más un representante de los Conservatorios, otro de los artesanos y otro del tercer sector, tendría a su cuidado la propuesta de actividades (previa consulta con un Consejo Asesor, formado por personalidades de reconocido prestigio y con los técnicos correspondientes que elaborarían el listado), la preparación de los presupuestos, la relación con los directores del Museo y del Instituto Universitario del que luego hablaré que estaría adscrito a la Fundación, y, finalmente, el mandato de velar por el cumplimiento de los objetivos relacionados en los Estatutos de la Fundación.
2. Esos objetivos deberían, por razones de eficacia y universalidad, salirse de los márgenes marcados para el funcionamiento de un museo; es decir, si hablamos de investigación, por ejemplo, el plantel científico no podría quedar reducido al ámbito aparente de actuación condicionado por la colección acogida en el museo, que en este caso sería el ámbito musical. Un departamento de física o un instituto de filología, por poner dos casos, tendrían capital importancia en orden al estudio de la acústica o la afinación y de la elaboración de un tesauro, materias ambas tan interesantes como poco trabajadas. La investigación tendría así una mayor amplitud de criterios y contribuiría a crear campos más abiertos y plurales que incidirían en el intercambio de ideas y soluciones científicas. En cualquier caso, los objetivos principales del museo como institución se mantendrían, y se complementarían y coordinarían con esos otros de carácter académico.
3. La presencia de diferentes sectores y organizaciones culturales en el Patronato de la Fundación y en sus Consejos Ejecutivo y Asesor, posibilitaría que la sociedad entrara en el Museo con todos sus intereses y preocupaciones, evitando miedos y recelos muy enraizados en el público por la actuación a veces equivocada de quienes, detentando su gestión con un sentido más corporativista que de servicio público, consideran al visitante un intruso o un molesto inconveniente. La diferencia numérica tan notoria entre los asistentes a las exposiciones temporales y los visitantes de los museos no sólo se debe a la existencia de campañas publicitarias o al interés monográfico de los temas expuestos, sino al estilo renovado de aquéllas que conecta mejor con una sociedad joven, poco proclive a la aceptación de algunas estructuras elitistas del pasado. La conveniencia de que estén presentes en la Comisión Ejecutiva representantes de Conservatorios, de organizaciones sin ánimo de lucro o de artesanos es evidente y proviene, asimismo, tanto de la necesidad de implicar a sectores directamente interesados para evitar indefiniciones o desviaciones de los objetivos hacia conveniencias demasiado generales o inadecuadamente mercantiles, como de la conveniencia de que el individuo, el ciudadano, no abandone sus deberes y derechos cayendo en la tentación de delegar demasiado las atribuciones que se derivan de esa condición.
4. Una Fundación velaría con mayor interés y eficacia que cualquier otra institución por la creación de un patrimonio propio que estaría integrado por colecciones de instrumentos o piezas adquiridos a partir de su puesta en marcha, por documentación variada, por objetos relacionados con la construcción de aquellos mismos instrumentos (talleres de lutiers desaparecidos, por ejemplo), material cuya aparición en el mercado del anticuariado pilla siempre desprevenida a la Administración que, aun teniendo a veces derecho a intervenir, rara vez lo hace, perdiéndose oportunidades únicas para adquirir, conservar o retener esos bienes históricos y artísticos.
5. Una Fundación mejoraría el sentido de un Museo o Archivo Nacional como contenedor de la diversidad cultural y serviría de cámara de seguridad de todos los archivos copiando o digitalizando los documentos originales para el uso de investigadores y ajena a veleidades de la política o el destino.
Vistas algunas de las razones que harían aconsejable la elección de una figura jurídica como la Fundación en vez de una titularidad exclusivamente estatal, sería deseable además que en la redacción de los estatutos por los que se habría de regir, participasen ya o fuesen consultados los organismos que luego compondrán los órganos de gestión de la Fundación. El proceso a seguir podría ser como sigue:
1. Creación de una Asociación de Coleccionistas, entidad que se encargaría de realizar ante notario la escritura de constitución de la Fundación y solicitaría del Protectorado de Fundaciones del Ministerio de Cultura la inscripción de la Fundación de Instrumentos Musicales, con los estatutos incluidos, la aceptación de los patronos y la dotación inicial.
2. Reunión inicial del Patronato para aceptar sus miembros, para acordar la sede o sedes de la Fundación, para nombrar director del Museo, para encargar el plan museográfico y para aprobar los primeros presupuestos con el acuerdo de las instituciones que previamente habrían acordado con sus administraciones un compromiso de gasto. Se trataría, como se ve, de una Fundación cultural privada en la que una persona jurídica, que es la Asociación, solicita de otras, jurídico privadas y jurídico públicas, un acto de voluntad convergente en una única y clara dirección. La primera función del Director sería coordinar las obras tendentes a la adecuación de un edificio o la construcción de nueva planta para la sede principal.
3. Creación de un Instituto Interuniversitario, propuesto por la Fundación al Consejo de Universidades, con los fines y alcance que más adelante se verán. Dicho Instituto, que desarrollará su actividad en la propia sede de la Fundación, estará constituido en sus comienzos por unos miembros natos designados por el Consejo de Universidades y se dedicará al fomento de la investigación en todos los campos relacionados con el objeto de la Fundación pero especialmente en aquellos que se consideren disciplinas académicas o enseñanzas universitarias regladas.
4. Convocatoria de plazas para la plantilla del Museo y del Instituto Interuniversitario según las normas que adopte el Patronato y que presumiblemente serán las que rigen la función pública excepto en aquellos casos en que se justifique otra actuación. Dichas plazas se distribuirán de acuerdo a las siguientes áreas y servicios:
-Personal directivo: Dirección, administración, subdirección.
-Personal técnico: Conservación y mantenimiento, documentación (biblioteca, fonoteca, archivos de datos), programación informática, programación didáctica, taller experimental (acústica, física, diseño)
-Personal administrativo.
-Personal contratado (por una empresa de servicios para seguridad, limpieza, azafatas, guías y celadores).
La elección del Director es algo tan fundamental que excede cualquier consideración que pueda hacer en esta breve ponencia. A las tres características que deben hacer de un museo una institución ejemplar y útil (disponer de buenas piezas, tener buen criterio para seleccionarlas y buen gusto para exponerlas), habría que añadir una cuarta condición que sería contar con alguien capaz de idear y desarrollar esas funciones. Nada menos...Un director debe marcar las directrices de actuación, establecer las normas expositivas, crear nuevos espacios para la comunicación eligiendo los lenguajes adecuados, etc...
Andreas Huyssen, para quien el individuo de hoy suple el ancestral temor al olvido con un reverencial respeto al pasado, descubría en un curioso trabajo la coincidencia temporal que vincula el interés actual hacia los museos con el aumento de las cadenas de televisión y de su programación. Al hablar de que el individuo moderno busca en el museo un contacto con objetos reales frente a la irrealidad que contempla en la pantalla, observaba que, sin embargo, en los antiguos museos la exhibición de aquellos objetos perseguía precisamente lo contrario, es decir, sacarlos de “su realidad” para ofrecer de ellos otra lectura (7). La aparente antinomia no es tal si consideramos que el museo y sus objetos sirven en cualquiera de los casos de factor de equilibrio al individuo. Tampoco podemos olvidar que tanto la realidad como la idea aceptarían el complemento de un contexto, absolutamente necesario en un museo donde el director decide la importancia que han de tener las primeras y el segundo. Una concepción moderna del museo permitirá a su director elegir unos objetos en vez de otros, otorgándoles con esa simple acción un valor que no siempre se ajustará a los criterios del pasado. De hecho, el director de un museo de instrumentos musicales de nueva extracción se podría plantear si un museo virtual cumple mejor los objetivos de información que un museo tradicional, o sea de objetos reales. Recientemente el boletín del ICOM señalaba varias categorías para los museos virtuales concibiéndolos como simple catálogo, como base de datos, como página con diferentes entradas de acuerdo a la edad, antecedentes y conocimientos del internauta para reforzar el sentido didáctico de los contenidos y por último como lugar de acogida de enlaces y datos de diferentes webs. Afortunadamente no hay, de momento, excesivos recelos entre los defensores de los museos virtuales y los de edificio físico y objetos reales. Apenas hay competencia entre los dos y además se complementan en muchos aspectos, hasta el extremo de poder convivir cada uno de ellos en el espacio del otro.
La importancia de la colección como centro del museo comparte así protagonismo con el individuo y con los procesos informáticos de comunicación (concebidos como lenguaje) que le pueden llevar a crear documentos digitales de alto valor informativo y cultural. Hay normativa sobre el tema: el Diario Oficial de las Comunidades europeas en su número del 6 de julio de 2002 publicaba una resolución del Consejo, con fecha 25 de junio del mismo año, en la que esta institución, al observar que muchos valores culturales en formato digital constituían la memoria del futuro y podían estar en peligro, proponía la creación de mecanismos entre los estados para el intercambio de experiencias, el apoyo a las redes para hacerlas compatibles y, por último, el apoyo a los organismos de conservación como los museos para recoger el contenido digital y hacerlo accesible.

Investigación
Sería imprescindible, en este sentido, la creación de un Instituto Interuniversitario de Organología que dedicase su atención al fomento de la investigación en el campo diverso y complejo de la interpretación musical, de la construcción de instrumentos y de la conservación de los mismos. Las disciplinas relacionadas con el tema son tantas que deberían implicarse varias universidades y distintos departamentos. Las pretensiones de ese Instituto en orden al perfeccionamiento de la investigación podrían ser:
-La realización de convenios y acuerdos con entidades públicas y privadas para la realización de trabajos de Organología acerca de la colección del Museo, acerca de la construcción de instrumentos de nueva factura y acerca de la interpretación instrumental, tanto la histórica como la creativa.
-El desarrollo de programas de investigación y el fomento de tesis doctorales o de proyectos de fin de carrera.
-El establecimiento de contactos con la comunidad científica internacional.
-La formación permanente del profesorado a través de programas de tercer ciclo, de conferencias y debates sobre temas monográficos, de congresos y seminarios para especialistas, de cursos de posgrado y de publicaciones científicas.
La necesaria relación entre Museo e Instituto debe facilitar la investigación, mejorar y ampliar el campo de trabajo y evitar el aislamiento de los investigadores en el foco de su interés para fomentar el intercambio de ideas y el contraste de pareceres. Dos ejemplos bastarán para deducir lo que se debe y no se debe hacer en este terreno. El primero tiene que ver con el estudio de los aerófonos antiguos y apareció relatado por Roberto Velázquez Cabrera en el Instituto Virtual de Investigación “Tlapitzcalzin”. Roberto, autor de una metodología para el análisis de Aerófonos Antiguos, narraba en su artículo las dificultades puestas por la administración mexicana al estudio de los restos procedentes de cualquier excavación. Los arqueólogos no querían saber nada de los musicólogos, ni de los etnólogos, ni de los especialistas en tecnología. La Coordinadora Nacional de Asuntos Jurídicos, por ejemplo, denegó el permiso para consultar y estudiar unas flautas porque dicho trabajo correspondía al arqueólogo responsable. Las súplicas elevadas al Instituto Nacional de Antropología e Historia, al Museo del Templo Mayor e incluso al Presidente de México para que viesen la posibilidad de cambiar su dictamen, fueron inútiles.
El otro ejemplo es un proyecto de fin de carrera realizado por Roberto Miguel Nieto sobre las propiedades vibro-acústicas del violín. Con la colaboración del Cidaut, una empresa que trabaja principalmente para el desarrollo de la alta tecnología en el mundo del automóvil, y del lutier Alberto Incertis, y bajo la supervisión de profesores del departamento de ingeniería mecánica e ingeniería de materiales de la Universidad de Valladolid se propuso demostrar que los violines de alta calidad tienen propiedades especiales vibro-acústicas, siguiendo la teoría estudiada por Erik Jansson, del Real Instituto de Tecnología de Estocolmo, sobre 25 violines. El modelo de cooperación contribuyó a que el proyecto fuese un éxito pese a los muchos problemas físicos que plantea un violín, como la interacción del arco y de la cuerda, la transmisión a través del puente de la fuerza generada por la cuerda a la caja de resonancia, la vibración de la propia caja y la radiación del sonido. Todos los experimentos realizados sobre ocho violines se convirtieron en gráficos que demostraron finalmente las conclusiones del estudio, que queda como un ejemplo de colaboración entre empresa pública y privada con unos interesantes resultados científicos.
Pero además de los objetivos mencionados, el Instituto tendría una aplicación práctica de primera magnitud. Sería muy difícil que el Museo pudiese contar en plantilla con un arqueólogo, con un etnógrafo, con un musicólogo, con un físico, con un químico, con un filólogo y con un historiador, además de los ya citados en la propuesta de organización interna de la institución. El Instituto serviría para que sus miembros fuesen consultados tanto en las cuestiones puntuales que puede suscitar el museo en su quehacer cotidiano como en aquellos proyectos científicos de mayor envergadura para los que se necesitan equipos multidisciplinares (a los que también podrían incorporarse becarios o estudiantes en prácticas), más una coordinación y una dirección especializadas. De este modo, el Instituto tendría vida propia con su vinculación a la vida académica de varias universidades y al mismo tiempo mantendría una relación estrecha y operativa con el museo, del que obtendría no sólo un espléndido campo práctico de trabajo sino la posibilidad de integrar a distintos miembros de la comunidad científica que están especializados en diferentes materias en un proyecto común con todos los beneficios intelectuales y humanos que eso puede suponer.
La Ley Orgánica de Universidades, de diciembre de 2001, contemplaba la posibilidad de crear Institutos Interuniversitarios en el artículo 10, previa redacción de unos estatutos, y ser adscritos a cualquier universidad pública a propuesta del Consejo Social y con un informe positivo del Consejo de Gobierno. Me imagino que si esa ley se deroga o se altera, la nueva normativa contemplará de forma similar esta fórmula tan positiva y útil de investigación y desarrollo de proyectos. De este modo volvería a tener pleno sentido la palabra “museo” tal y como se utilizó por primera vez en Alejandría en el siglo III antes de Cristo bajo Tolomeo I: un espacio para que científicos, filósofos y poetas departieran y colaboraran a la sombra de la importante biblioteca.

Recuperación
Si he elegido la palabra recuperación ha sido de forma intencionada. Entre sus significados está el de restaurar o volver a poner en servicio algo. Al hablar de mantenimiento o de restauración parece que siempre nos estamos refiriendo a un objeto físico sobre el que tratamos de aplicar un cuidado por medio de productos adecuados. Todo esto es muy cierto y algo absolutamente necesario en un museo en el que las piezas, construidas con materiales diferentes que requieren un tratamiento diverso, tienen propiedades orgánicas no coincidentes. Sin embargo recuperar es también retomar lo que antes se tenía y en ese sentido me interesa mencionar en este documento algunos aspectos menos tangibles, pero importantes para un museo de instrumentos, que hasta hoy han tenido poca cabida en él. Podemos extasiarnos ante una pieza de la época de los Reyes Católicos, pero nos deja indiferentes lo que nos pueda contar un constructor de gaitas que está aplicando unas técnicas que han sobrevivido cinco siglos de boca en boca..
Nuestros tiempos no son precisamente fáciles para la cultura tradicional. Italo Calvino decía que el gesto más instintivo del individuo contemporáneo es el de arrojar algo a la basura. Se lleva la cultura de usar y tirar, de lo violento, de lo desmedido. En los rincones de la vieja casa, sin embargo, aún se pueden encontrar, si arrimamos la luz adecuadamente, restos del espíritu que animó durante siglos el conocimiento, antes de que la industria o la tecnología ensoberbecieran al ser humano hasta extremos ridículos. Es probable que la poesía o el canto popular, en sus formas más sencillas, no estén de moda. Se lleva lo étnico, lo extranjero, lo ruidoso...Pero recurrir a los sentimientos, a lo esencial, a la vida, siempre tendrá sentido y nos situará frente a los demás con el bagaje de la tradición, que es el equipaje de la veneración por el patrimonio, por la belleza y por la ternura. Que no es poco.
Se hace cada día más necesaria una reflexión seria y profunda sobre la cultura inmaterial, sus agentes -que son nuestros antepasados- y sus beneficiarios, que somos nosotros mismos. Creo que uno de los peligros inherentes a un mundo tan variable y veloz como el nuestro es la imposibilidad de ejercitar esa introspección. Reflexionar significa plegarse, doblarse sobre uno mismo, y contemplarse a la luz de lo que nos rodea. Los medios de que la sociedad dispone para el intercambio de ideas y para la comunicación de conocimientos, sin embargo, nos invitan a lo contrario: a contemplar y no pensar, a ser espectadores pasivos de casi todo. Mirarnos desde fuera, desde luego, tiene el inconveniente de objetivizar todo aquello que difícilmente es comprensible salvo cuando uno mismo lo posee y cree en sus virtudes. Ese desdoblamiento es un peligroso ejercicio que nos hace sentirnos incómodos, ridículos a veces, al observarnos practicando algo que sorprende o repugna a la razón. Si uno se para a pensar porqué va a una procesión tiene muchas posibilidades de acabar no yendo. Más de una vez se ha dicho que el gran pecado de los primeros antropólogos era llevar espejos, regalos envenenados en los que las tribus primitivas objeto de estudio sólo veían su aspecto externo, grotesco y absurdo, que acababa con su fe y sus creencias seculares. Una danza, una expresión, una forma de construir un instrumento pueden parecer inadecuadas, extravagantes e incluso cómicas para quien desconoce su sentido. Por el contrario, para quien represente el esfuerzo colectivo e histórico, la forma más depurada de identidad o de fusión con la tierra o la naturaleza, el respeto a la propia esencia, todas aquellas formas de expresión serán la última oportunidad de conocer y venerar el largo camino que la humanidad ha tenido que recorrer hasta aquí.
La reflexión sobre lo propio, el hallazgo de lo patrimonial en nuestra forma de ser y en nuestra educación, representa el reto más glorioso al que puede enfrentarse el individuo de hoy: descubrir lo esencial del pasado e incorporarlo sin traumas al futuro. Redescubrir el sentido verdadero y cardinal de los objetos cotidianos o del lenguaje comunicador pueden servirnos para colocar al ser humano en el lugar que le corresponde, que es el de inventor y usufructuario de la realidad. En una época en que parece más sensato aniquilar el patrimonio que defenderlo o en que parece más progresista patinar por las superficies heladas de una cultura de ocasión que detenerse a conocer de qué aguas están compuestos esos hielos, la cultura tradicional es una bendición y una fuente de sabiduría permanente.
De un tiempo a esta parte, afortunadamente, parece que algunos conocimientos que han llegado a nuestros días gracias a la transmisión verbal, material o gestual, comienzan a ser considerados por archivos y museos como inventariables. Esto supone, afortunadamente, una oportunidad espléndida para revisar conceptos o teorías acerca de dichos conocimientos y su forma de comunicarlos, ya que las circunstancias en que se había producido hasta ahora la entrega y valoración de toda esa sabiduría complementaria e intangible, han variado considerablemente durante el último siglo. Se impone, pues, un planteamiento riguroso de la cuestión que tendría que comenzar por un análisis de la naturaleza de aquello que se quiere estudiar.
Podría decirse que los conocimientos a que me estoy refiriendo son expresiones verbales, materiales y gestuales, complementarias de una cultura patrimonial almacenada por el individuo a lo largo de períodos de tiempo dilatados; esa complementariedad viene dada por la posibilidad de que tales expresiones le ayuden a comprender mejor o contextualizar aquellos conocimientos.
En conclusión, llamaríamos cultura a la forma de cultivar la propia identidad; calificaríamos de patrimonial a la cualidad y procedencia de lo que se trasmite, denominaríamos tradicional al modo en que se entrega y recibe ese conocimiento y, por último, sería verbal, material o gestual el sistema seguido para transmitirlo. Pues bien, precisamente ese sistema es el armazón intelectivo sobre el que se basa el patrimonio que ahora se ha comenzado a denominar inmaterial. El concepto de inmaterial contendría los siguientes elementos esenciales:
1.Percepción sensible de las impresiones puntuales y diversas (Es decir, un individuo recibe, a lo largo de su vida pero ya desde la infancia, sensaciones múltiples que van conformando su personalidad, van determinando sus preferencias o gustos y van encauzando su vocación. Sobre las impresiones que han determinado su predilección, un niño almacena con más interés y deleite nuevas y sucesivas sensaciones que crean en él la necesidad de alimentar y cuidar tal inclinación).
2.Educación o instrucción interna: cultivo de la memoria, relación de conceptos e imágenes, representación conceptual, facilidad para convertir esas representaciones en algo artístico, etc. (La necesidad de alimentar la inclinación le lleva casi inconscientemente a practicar intelectual o manualmente sobre determinados recursos que le ayuden a mejorarla y dar a todo eso un sentido artístico).
3.Educación o instrucción externa: capacidad vocal, gestual, rítmica y melódica, plástica, etc. (O sea, no sería posible la transmisión adecuada de aquella vocación o del mensaje que contiene, si no se tuvieran las cualidades para comunicar; así, el individuo adquiere desde la infancia, y generalmente por imitación y mejoramiento de las propias cualidades, los trucos y recursos con los que mejor transmitir, entregar o comunicar su repertorio o sus conocimientos).
4.Elaboración intelectual y estética sobre estructuras determinadas. Uso de recursos fijados por el sentido común y la experiencia. (Esto es, la educación o la instrucción en determinadas formas literarias, poéticas, musicales, gestuales o artísticas –todas ellas constitutivas de un bagaje identitario- ayudarán a que cada individuo sea capaz de manifestarse personalmente a través de moldes comunes que le son familiares y cercanos).

El proceso de creación y repetición de lo creado, por tanto, pasaría de la inicial observación y percepción de algo, a la interiorización y conversión de ese algo en imagen intelectiva sobre la que se crearían unas fórmulas cuya memorización permitiría después usar cada vez que fuesen necesarias. La aceptación posterior de esas fórmulas por parte del colectivo social cercano al individuo que las crea, convertiría dichas fórmulas en un recurso normalizado cuya transmisión avalaría la funcionalidad de su uso. Aunque todos los pasos son necesarios en ese proceso, es evidente que el individuo y su capacidad para imaginar y crear constituyen el elemento más determinante. La necesidad de transmitir lo experimentado constituiría el segundo paso, al que sucedería finalmente la aplicación y repetición de esa experiencia. Es esa repetición y aplicación la que convertiría lo subjetivo en objetivo sin llegar a ser tangible. La materialización de lo subjetivo, es decir su puesta en escena, vendría a significar el último paso de un largo y complicado proceso que ahora se quiere reducir injustamente a un solo acto por ser precisamente lo más inventariable y por tanto sujeto a jurisprudencia. Creo que la UNESCO, que trata desde hace años de llamar la atención sobre esa sabiduría intangible que representa el esfuerzo y la identidad de millones de seres, no debería caer en la tentación de querer sacrificar la complejidad en aras de la normalización o de querer dar más importancia a la repetición frente a la capacidad creativa que es el motor espiritual del individuo. La declaración de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad de eventos concretos, más cercanos a una representación final que al proceso intelectivo que lleva al individuo a conservar y transmitir por vía oral determinados conocimientos, sería el primer paso equivocado en un camino todavía por hacer.
Hoy día ya parece consolidada la tendencia a hacer uso de la cultura inmaterial tradicionalizada para complementar el estudio de la historia, para ayudarse en los trabajos de sociología o antropología o para sustentar teorías lingüísticas o filológicas. Se ha encontrado, al hacer uso de las conversaciones grabadas directamente de la boca de los especialistas y almacenadas en diferentes soportes más o menos duraderos, la posibilidad de convertir ese material, aparentemente inerte, en fuente de estudio y comparación, de ahí la importancia que se da actualmente a la recuperación de grabaciones históricas. Por desgracia son escasos los documentos audiovisuales acerca de solistas que nos permitan contemplar la evolución en la interpretación de un instrumento concreto en los últimos cien años, pero más raros aún son los documentos en cualquier tipo de soporte en los que aparezcan lutiers o constructores de instrumentos trabajando en su taller, comunicando datos o conversando sobre temas de su especialidad. Quién pudiera tener películas de los Ramírez o Santos Hernández, de Basilio Carril, de Ramón Adrián o de tantos otros que se me ocurre que pudieron ser grabados por la época en la que vivieron...
En nuestro Archivo, por ejemplo, como me imagino que en cualquier otro que contenga grabaciones históricas de audio y video de instrumentistas populares, hay tres épocas claramente diferenciadas con tres tendencias diversas que hacen variar las posibilidades de estudio del material que contienen al haber sido recogido con diferentes criterios y con distinta intención. La primera, correspondiente a la década de los años treinta del siglo pasado, estaría representada por las grabaciones de instrumentos musicales que realizó Kurt Schindler. Hacia 1928 llega a España por primera vez este berlinés afincado en los Estados Unidos. Aunque su intención previa fuera la de huir del exceso de trabajo, poco a poco fue tomando el pulso a la vida rural de nuestro país, permaneciendo en él durante tres años (del 28 al treinta y uno) y posteriormente (1932-33) otro más. Aunque ya se habían grabado antes por distintos métodos canciones e instrumentos populares -sobre todo con fines comerciales-, es Schindler quien primero fija un considerable número de documentos sonoros (más de cuatrocientos) con fines académicos, gracias a un gramófono transportable de la Fairchild Aerial Company. Federico de Onís, amigo y acompañante del músico berlinés en sus andanzas por Soria, prologaría después todo este trabajo cuando fuese publicado póstumamente por el Hispanic Institute de New York (1941) bajo el título Folk Music and Poetry of Spain and Portugal.
En Schindler observamos la tremenda admiración por la obra popular, cuyo resultado es tan pulido y que él califica con una elevadísima nota. Aunque se preocupa de anotar los lugares en que graba sus discos e incluso el nombre de las personas que los interpretan, se manifiesta en él aquella tendencia que caracterizó el nacionalismo musical en que lo importante eran las obras y lo identificable de las mismas pero no tanto el mérito o la identidad de quienes las creaban.
La segunda época estaría representada por las grabaciones efectuadas en los años cuarenta y cincuenta. Muchos investigadores han descrito con admiración y sorpresa el instante en que percibieron, por encima de las personas a las que estaban entrevistando o de las expresiones que estaban recogiendo, la elegancia de la sabiduría tradicional; ese aroma antiguo, ese exquisito trazo que nimba las formas y el contenido de aquello que se han encargado de trabajar y pulir tantas generaciones. Ese instante al que me refiero suele llegar en forma de rayo que descabalga y convierte a la persona, como dicen que le sucedió a San Pablo camino de Damasco. El investigador va distraído, absorto incluso en los propios pensamientos, y una sensación desconocida se cruza como una exhalación obligándole a reflexionar o, lo que es lo mismo, a doblar, retorcer o hacer añicos su rígida concepción de las cosas. Ese arte de expresar lo más hondo de la vida humana por medio del lenguaje musical o los gestos, lo descubren los recopiladores de la época precisamente en personajes que ni siquiera conocen los signos de ese mismo lenguaje. Las anotaciones de campo, en las que, junto al nombre del informante aparece la palabra “analfabeto”, manifiestan a las claras la admiración de los estudiosos hacia un individuo capaz de transmitir formas elevadísimas de expresión o técnicas artísticas muy aprovechables, pero incapaz al mismo tiempo de trazar una vocal o una consonante, o de explicar teóricamente por qué utiliza una madera u otra para hacer un instrumento musical. En ese descubrimiento de un mundo poético o artístico escrito o dibujado en el aire está, a mi juicio, el asombro y la fascinación de tales recopiladores hacia el repertorio oral, gestual y tecnológico de tipo tradicional. Ese indefinible encanto les relaciona con su genoma cultural al tiempo que les abre la puerta de un palacio fantástico jamás descrito en los tratados teóricos ni explicado en los medios académicos. Admiración abierta y sincera hacia unos personajes en los que reconocen a los sacerdotes de la vida y de un tipo especial de conocimiento. En esas recopilaciones se valora ya muy altamente esa sabiduría no escrita, y no sólo porque ayuda a estudiar mejor las palabras y las cosas sujetándolas a un método o a una normativa, sino porque se averigua muy pronto quién es el verdadero responsable del objeto de esa investigación y se descubren al conocerle las claves o las pautas de su actuación. Tal actuación, además, está más cerca del investigador humanista que del científico. Es ese humanismo el que le inclina a considerar la naturaleza humana como punto de partida de las ideas universales y como base esencial para legitimar la ciencia. Esta acotación, quede bien claro, no cuestiona la dedicación académica de esos investigadores sino que la enriquece al subrayar también su inclinación artística y desvelar la importancia que pudo tener en el vocabulario personal el acto creativo –acto de escasa índole científica- como motor del ser humano y de sus más altos sueños.
Los artífices de esa creación, los alarifes ante cuyo trabajo había que descubrirse porque ofrecía una y otra vez un perfecto armazón, se mostraban al investigador además con nombres y apellidos; seres humanos en quienes el analfabetismo, lejos de ser una rémora vergonzante era tan sólo un viaje superfluo, un periplo no realizado. Esas personas subyugaron a aquellos recopiladores por su naturalidad, claro está, pero también por su facilidad para crear cestos originales con los mimbres que todos tenemos al alcance de la mano. Probablemente con aquellas grabaciones se quiso sacar a todos esos personajes del anonimato y presentarlos ante los estudiosos, convencidos de que en ellos residía el secreto de la tradición.
Frente a la admiración distante de Schindler, la admiración cercana de estos otros colectores del tipo Alan Lomax o Manuel García Matos. Aún quedaba, sin embargo, hacer hablar a los personajes en cuestión.
Y esa es la época que comienza a mediados de los años sesenta del siglo pasado. Las grabaciones que conservamos a partir de ese momento permiten a las personas entrevistadas opinar acerca de lo que se les pregunta y entretejer las joyas conservadas en forma de expresiones más o menos fijas, con datos acerca de su creación, su aprendizaje, su memorización, su interpretación y su puesta en escena. No fue sencillo convencer a quienes hacían trabajo de campo en las últimas décadas del siglo XX de la necesidad de realizar grabaciones integrales en audio y video de las conversaciones. La excusa para no hacerlo era, en ocasiones, una pretendida economía (el excesivo precio de las cintas); en otras, el poco tiempo de que se disponía para estar en el lugar de la grabación, y en otras, abierta y finalmente, el escaso interés por lo que pudiesen decir quienes construían con extraordinaria facilidad una pieza cuya tradición podía tener cuatrocientos años de antigüedad, como si ese “producto” estuviese aislado de su vida o de su identidad. Lo oportuno de esas conversaciones, sin embargo, se ha ido comprobando después, a la hora de estudiar las características de los creadores y artesanos y la tremenda incidencia de su carácter y de su preparación en el resultado final de la transmisión.
Un archivo audiovisual es imprescindible en un museo de instrumentos aunque requiera hoy muchos más requisitos que hace unos años. Hay que contar con que, además de los registros que llegan al archivo por diferentes conductos (donaciones, depósitos, trabajo de campo del propio equipo, grabaciones históricas, etc.), hay que garantizar el uso adecuado de esos materiales, para lo cual el archivo debe establecer unos formularios en los que se clarifique bien el derecho de los encuestados, el trabajo del encuestador y la responsabilidad del propio archivo en la custodia y posterior utilización de los fondos. Todos estos aspectos están siendo estudiados por la UNESCO para proponerlos en forma de normativa a los gobiernos que estén decididos a proteger y preocuparse por el patrimonio inmaterial. Me inquieta, sin embargo, vuelvo a repetir, que la propia definición propuesta por aquella institución de ese patrimonio intangible no incluya la palabra “mentalidad”, que sería la que mejor definiría las estructuras del intelecto sobre las que el individuo basa la creación de las expresiones de estilo tradicional. Esa mentalidad sería el soporte imprescindible y primario para la creación y a ella se incorporarían posteriormente las formas de expresión y, finalmente, la puesta en escena o materialización de esas formas.
Recuperación, por tanto, no sólo de los productos generados por la capacidad creativa del ser humano, sino de toda esa sabiduría inmaterial que rodea las creaciones, imprescindible para la comprensión de las piezas y para una valoración objetiva de su importancia.

Relaciones
A estas alturas del siglo XXI nadie duda de que el museo es un magnífico marco para el encuentro entre la cultura y el público. Cierto que la actitud predominante de la sociedad suele ser pasiva y que es difícil a veces atraer a los visitantes pero los instrumentos musicales (me remito simplemente a las estadísticas) tienen, tanto en calidad de objetos como en su conjunto, un aprecio especial del público y una rentabilidad social y cultural elevadísima. La curiosidad que despiertan se debe a muchas razones: son piezas vivas por sus materiales, con la posibilidad de crear música en muchos casos, con el atractivo de su belleza o valor y con su calidad de mediadores entre el arte y el individuo. Un museo de instrumentos musicales, por tanto, tendría unas funciones claras promocionales, didácticas, científicas y sociales. Su relación con la sociedad no debe acabarse en la simple visita, sino que ha de aprovechar esa atracción ya mencionada para organizar música en sus salas con alguno de los instrumentos expuestos, talleres pedagógicos y conciertos, tanto monográficos como de conjuntos de piezas. Su relación con otras instituciones españolas y extranjeras le permitirá establecer convenios con empresas, con universidades públicas y privadas y con administraciones o fundaciones de igual o similar dedicación para la realización de exposiciones temporales, firma de convenios, acuerdos de publicaciones o ayudas a la investigación. Disciplinas jóvenes como la museografía, dedicada a las cuestiones técnicas (arquitectura del edificio, señalización, equipamiento, temas expositivos), y la museología, que abarcaría asuntos históricos y sociales, deben ser el marco científico perfecto para que la institución pueda ordenar, sistematizar, difundir y enfatizar la colección o colecciones que contiene y jamás un fin en sí mismas. Desde mediados del siglo XVIII está claro que el museo adquiere ese carácter público que no significa que sirva para acoger al público sino que el público es su principal propietario y destinatario de sus tareas. En ese sentido, la sociedad viene reclamando su papel en los museos, sea cual sea su titularidad, a través de las Asociaciones de amigos de los museos, entidades con personalidad jurídica que, en los últimos tiempos, han sacado de apuros a muchas instituciones cuya estructura o dependencia orgánica no les permitía programar actividades (conciertos, exposiciones temporales, etc.) por no estar contempladas en su escaso o rígido presupuesto, así como servir de intermediarios, respetando su carácter no lucrativo, en el desarrollo de las actividades mercantiles de espacios demandados actualmente en un museo como la tienda o la cafetería, por ejemplo.

Conclusiones
La reflexión final es que el museo de instrumentos musicales puede ser un órgano perfecto para recoger, conservar, estudiar y difundir piezas de diverso origen -históricas, étnicas, experimentales- y documentos de cualquier tipo relacionados con ellas, a través de los cuales se pueda conocer mejor la historia de la música y la sociedad en un país, con todas las derivaciones que se quieran extraer de ese binomio. Para ello, debe ser una institución moderna cuyas estructuras respondan a las necesidades de la sociedad contemporánea, conservando las mejores cualidades del pasado y acogiendo iniciativas de carácter creativo y renovador.
Sus áreas o secciones internas perseguirán el mejor resultado artístico, científico y social, potenciando aquellos aspectos que permitan un óptimo funcionamiento interno y que contribuyan a reforzar la imagen externa de la institución. Bien entendido que esa organización y administración interna jamás pueden pesar tanto en su estructura que oculten o minimicen las relaciones del museo con sus últimos destinatarios que son los visitantes, tanto los que van a disfrutar simplemente de los recorridos propuestos, como los investigadores ocasionales o los seminarios permanentes que necesitarán hacer uso de espacios especiales como biblioteca, archivos audiovisuales, almacenes y depósitos, etc. Debe quedar claro en la exposición y documentación complementaria el papel del individuo como creador, inventor, constructor e intérprete de unas piezas que son “instrumentos”, es decir medios, para poder comunicar sentimientos y mensajes humanos. A lo largo de la historia han existido muchos modelos de instrumentos condicionados por la tecnología, la educación, el sentido estético o la funcionalidad que sus creadores e intérpretes han querido darles, pero cualquier clasificación que se utilice actualmente (fuente de sonido, funcionalidad, materiales, historia) debe ser lo suficientemente equilibrada y flexible para permitir comprender que han existido muchas formas de usar los instrumentos musicales y por tanto la historia de cada uno de ellos, independientemente de su tipología, va unida a la de los seres humanos que los diseñaron, fabricaron y extrajeron música de su materia.




Notas
(1) Juan de Lucena: Vida beata. Tomo XXIX de la colección de Bibliófilos españoles. Madrid, 1902
(2) Cristina Bordas: Instrumentos musicales en Colecciones Españolas. Vol I. Madrid, 1999, p.15. Romá Escalas escribe el prólogo al Catálogo.
(3) Cristina Bordas: “La colección de instrumentos de Barbieri: una aportación a la historia de la organología en España”. Madrid, Revista de Musicología. Vol XIV-1991-números 1-2, pp.105-111.
(4) Cristina Bordas: Instrumentos musicales en Colecciones Españolas. Vol I. Madrid, 1999, p.20.
(5) Standards in the Museum care of Musical Instruments. London, Museums and Galleries Commision, 1995.
(6) José Fernández Arenas: Introducción a la conservación del patrimonio y técnicas artísticas. Barcelona, Ariel, 1996, pp.117-118
(7) Andreas Huyssen: “Escapar de la amnesia: el museo como medio de masas”. El paseante, Madrid, 1995 pp.56-79.