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En la obra de François Marie Arouet Dictionaire Philosophique, que el propio autor francés rebautizó con el título de “La opinión como alfabeto”, Voltaire reconoce que una de las primeras ideas del ser humano desde el comienzo de los tiempos civilizados fue la de crear intermediarios entre él mismo y la divinidad, partiendo de la base de que el individuo creyó en los dioses antes de que existiese la filosofía. Si es difícil pensar sin imágenes, como decía Aristóteles, parece probable entonces que en la representación de esos intermediarios tuviera una gran importancia el simbolismo. La religiosidad –o sea la actividad generada por las creencias- se convierte así en un proceso creativo y recreativo (entre la realidad y el sentimiento) en el que las imágenes, o sea las apariencias, van formando un entramado que ayuda a construir la cultura, es decir que ayuda a comprender el cultivo y el desarrollo de nuestra propia personalidad. Y en ese cultivo, cuya cosecha tiene tanto que ver con la mentalidad, podemos hacer uso de enseres y símbolos inevitables –todos aquellos que constituyen el legado material de siglos de creencias- o también podemos hacer uso de cierta especie de sabiduría intangible que, a pesar de no tener forma física, nos alcanza y nos afecta sin remedio. Los signos sagrados han influido tanto en las costumbres y en la vida cotidiana de los siglos pasados que cualquier estudio antropológico o etnográfico termina, de una forma o de otra, usándolos o recurriendo a ellos.
No es casualidad que en los últimos días haya recibido dos libros que vienen a compendiar algunos de los aspectos que se van a abordar en este curso de verano. Uno de ellos, titulado Religiosidad popular en verso y debido al magisterio del catedrático de literatura leonés Maximiano Trapero –infatigable defensor de la transmisión oral-, reúne en sus casi 800 páginas y un CD, las miles de fórmulas con que la gente habla de la vida y de la muerte en el ámbito hispánico. Versos con los que expresa sus sentimientos o sus emociones. El recorrido exhaustivo por géneros como el romance, el teatro o la lírica, es ejemplar y aporta no sólo un riquísimo corpus sino los elementos imprescindibles para su análisis. El otro trabajo, titulado Expresiones de religiosidad popular, viene firmado por el poeta y profesor José Luis Puerto, profundo analista y experimentado investigador que nos introduce en un tiempo y un espacio sacralizados que nos atañen a todos, cualquiera que sea el medio en el que vivamos o hayamos vivido y cualquiera que sea la educación que hayamos recibido, tan fuerte ha sido y es la influencia de la religiosidad en la sociedad y en sus individuos.
La historia es elocuente en muchos aspectos y los primeros siglos del cristianismo pueden testificar el interés de la Iglesia por satisfacer esa necesidad a la que se refería Voltaire en su Diccionario, por medio de relatos, normas, exégesis y una hagiografía interminable que dio origen a un imaginario –y utilizo la palabra con el sentido de magma simbólico que le aplicaba Castoriadis- tan rico como sugestivo. Castoriadis decía, atreviéndose a contradecir a Aristóteles, que lo que la sociedad busca y necesita no es la sabiduría sino la creencia. Es decir, no los conocimientos científicos y pretendidamente reales sino la certeza personal de lo creíble.
Y es que en efecto, a partir del Martyrologium Hieronymianum, recopilación de vidas de santos realizada a finales del siglo VI y atribuida a San Jerónimo (aunque reunía biografías de santos y mártires de Oriente, Europa y Africa debidas a diferentes autores), la Iglesia promovió las vidas ejemplares de diferentes varones de virtud a quienes dedicó un día en particular del año tras la reforma del calendario por Gregorio XIII. Algunas cofradías habían nacido bajo el patrocinio y advocación de esos santos, populares y preferidos por sus cualidades (en su propia vida se habían dedicado al oficio del que luego vendrían a ser patronos, como San Andrés de los pescadores o San José de los carpinteros) o por ser considerados especiales abogados contra enfermedades o pandemias (recordemos los 14 santos protectores medievales algunos de los cuales todavía siguen teniendo su predicamento como San Cristóbal, San Blas o Santa Bárbara).
La Edad Media precisamente es la época en que gremios, cofradías y hermandades surgen y se desarrollan como un entramado ejemplar para la defensa y supervivencia de grupos de índole religiosa y civil. Asimismo es el período en el que el ser humano contempla el mundo como un pequeño cosmos donde cultura y vida son sinónimos. Leer y oír son términos equivalentes; existencia y aprendizaje fórmulas simultáneas. La transición de ese género de sociedad hacia el Renacimiento llevará consigo mutaciones importantes. La invención de la imprenta, la promulgación de leyes reguladoras de la vida en común, la preponderancia cada vez mayor del Estado como órgano supremo que reglamentará la actuación colectiva y limitará la individual, son circunstancias aparentemente innovadoras y trascendentales. Sin embargo el eje esencial que atraviesa y ordena todo, sigue inmutable; así, indumentaria, alimentación, arquitectura, trabajo y creencias forman una cadena cuyos fuertes eslabones se rompen sólo excepcionalmente y permanecen hasta bien entrado el siglo XIX, ese siglo inquieto de cambios radicales cuyo germen se irá gestando poco a poco desde la descomposición del Antiguo Régimen.
Las cofradías sobrevivirán a todos esos cambios o se adaptarán a ellos gracias a sus normas internas y a la definición de sus fines, habitualmente de origen cristiano y de orientación benéfico-social.
Hasta la creación del Código de Derecho Canónico en la segunda década del siglo XX (1917), el ordenamiento jurídico que afectaba a la Iglesia Católica y a cualquier tipo de hermandad que se creara dentro de ella, se basaba en recopilaciones de decretos y cánones que comenzaron a fijarse por escrito en el siglo XII y que se recogieron finalmente en el Corpus Iuri Canonici. El obispo Hincmaro de Reims habló de determinadas fórmulas de asociación de fieles llamándolas “colectas”. En general, los documentos que se refieren a la creación de cofradías en la Edad Media advierten siempre de la necesidad de obtener el permiso de la autoridad (Obispo o provisor) bajo pena de una multa y de la obligación de dotarse de unos estatutos, leyes o constituciones que regulasen de forma interna dichas hermandades para evitar abusos o desviaciones. Uno de esos peligros, acerca del cual ya hablan los primeros sínodos, es el de la administración incorrecta de los bienes propios de las cofradías: “Otrosí mandamos –dice el sínodo de León de 1306 en su artículo 21- que los bienes de las confraderías et los que fuesen a servicio de Dios dados, non sean guardados nen distribuidos sin consciencia et sin mandado del obispo o del arcidiano”. Y poco después el sínodo de Oviedo de 1379 insiste en que ni el deán ni el cabildo ni los abades ni los conventos ni las cofradías que hubiesen arrendado posesiones debían hacerlo por más tiempo del estipulado “so pena descomunion”. Otro peligro podía ser la proliferación de hermandades sin el control eclesiástico: “Algunos –dice el sínodo de Coria en 1537- movidos con buen zelo, ordenan cofradías, las quales han crescido y crescen en tanto número que podrían traer daño y hacen en ellas estatutos que, por no ser bien mirados, se siguen dellos inconvenientes”. El sínodo obliga finalmente a que los estatutos sean examinados y aprobados por la autoridad eclesiástica.
La religiosidad popular, es decir el legítimo derecho del pueblo a manifestar su fervor o veneración por los santos o vírgenes y celebrarlo de forma ritual a través de procesiones, reuniones, etc., fue desde siempre respetada por la Iglesia salvo en los casos en que, de forma clara, alguna de esas manifestaciones atacase la fe o las costumbres. En general, si bien la jerarquía se respetaba y se acataban las decisiones tomadas por la cabeza visible de la cofradía (o sea el rector, el capellán o el párroco), los estatutos permitían una cierta democracia interna que regulaba las actuaciones y relaciones entre los hermanos y de éstos con la jerarquía. La Iglesia no sólo nunca estuvo en contra de que la gente honrase a los santos por los que tenía especial devoción, sino que hay numerosísimas referencias al establecimiento de octavas u ochavarios (fiestas celebradas una semana antes del día del santo, para preparar especialmente su fiesta) y al deseo de la jerarquía eclesiástica de que esas octavas tuviesen indulgencias que premiasen el fervor religioso. Además de la consecución de la redención de los pecados, las cofradías surgieron con finalidades concretas como la de encender las velas para los vivos y para los muertos, la de preparar determinadas representaciones dramáticas de los misterios marianos o simplemente para difundir y fomentar la piedad cristiana. A veces algunas cofradías traían como consecuencia la creación o difusión de otras pues sus intereses se engarzaban (léase por ejemplo la congregación del mes de las ánimas y la cofradía de la Virgen del Carmen cuyo escapulario ayudaba a sacar las almas del purgatorio). La devoción a la Virgen del Carmen y sus símbolos procede principalmente de la leyenda de su aparición en el siglo XII al general de los carmelitas Simón Stock, a quien prometió que cualquiera de sus devotos que muriese llevando el escapulario se libraría de las llamas. Aunque estudiosos de la hagiografía dan a la leyenda un origen bastante posterior, el relato –que incluía la historia de que los monjes del Monte Carmelo fueron convertidos al cristianismo por la propia Virgen en el año 40 d.C.- tuvo una difusión y aceptación tan extraordinarios, que casi todas las imágenes de la Virgen del Carmen se muestran sosteniendo al niño Jesús en sus brazos y ofreciendo ambos a las ánimas del purgatorio la posibilidad de salir de los tormentos gracias al escapulario usado como cuerda de salvación. El uso de litografías para decoración doméstica durante la segunda mitad del siglo XIX propagó la creencia, acrecentándose la devoción entre cofrades y fieles con el uso de novenas cuyos gozos transmitían el milagro:
A San Simón, general,
El escapulario disteis
Insignia que nos pusisteis
De hijos para señal.
Contra el incendio infernal
Es defensivo y consuelo:
Sed nuestro amparo amoroso
Madre de Dios del Carmelo.
En cualquier caso la Iglesia mantuvo un equilibrio entre las advocaciones universales –propagadas por las grandes órdenes- y las devociones locales.
Debemos señalar que durante el período medieval –momento en que nacen las cofradías-, pero también durante los siglos siguientes, el significado religioso de algunos preceptos cofrades se entremezclaba de forma espontánea con algunas obligaciones sociales. De hecho, la asistencia a los hermanos que estaban enfermos o en la agonía o la conducción de sus restos mortales al cementerio o las misas dichas por ellos se manifestaban en ambos terrenos con igual naturalidad, siendo esos cometidos, en muchos aspectos, precursores de funciones que luego cubrieron compañías de seguros, tanatorios o la propia Seguridad Social. No se puede olvidar que muchas confraternidades surgen de la necesidad de atender peregrinos o de aliviar sus necesidades o enfermedades, de acoger en su seno a personas del mismo oficio –desde menestrales a universitarios- pero también del deseo de defender públicamente la fe hasta con las armas, en especial en aquellas cofradías militares que acabarían siendo órdenes. La religión y la sociedad se mezclaban así en estas pequeñas comunidades cuyo mejor calificativo parece que era el de hermandades o fratria, frente a otros menos apropiados como sociedad, consorcio, colegio o congregación.
Atender a los hermanos enfermos, enterrar a los muertos de la cofradía, honrar con actos diversos el culto a una imagen o a una advocación, salir en procesión alumbrando con velas la carrera, disciplinarse en público si bien con un capuz para ocultar la identidad, reunirse anualmente para la fiesta…a todas estas y otras actividades obligaba la pertenencia a una cofradía, y su dejación o falta de observancia se castigaba con multas que podían ser impuestas por la propia junta o por el Ordinario cuando el tema lo requería. En cualquier caso, las visitas de los Obispos eran un momento adecuado para la revisión de los libros y por tanto una ocasión para corregir los yerros. Los excesos en las colaciones o comidas, la exageración en los entierros con la contratación de plañideras y la prohibición expresa de que los cargos se heredasen de padres a hijos o de familiar en familiar son sólo algunas de las más frecuentes que se repiten año tras año, lo cual indica no sólo la insistencia de la Iglesia en que las cofradías se atuvieran a sus propios reglamentos, sino la contumacia en la conservación de algunas costumbres que costaba mucho desarraigar.
Las cofradías debían anotar en diferentes libros las entradas y fallecimiento de hermanos, los ingresos (por multas, limosnas, rentas, etc.) y gastos (cera, refrescos, misas, sermón, música), los bienes propios de la hermandad (tanto los que se hubiesen adquirido como los recibidos en donación) y debían regirse por las reglas o estatutos. Cuando un libro estaba terminado se guardaba en casa del mayordomo quien se encargaba de su custodia. En el caso de que se deteriorasen o quedasen anticuados unos estatutos, se caligrafiaban unos nuevos. Este es el caso, por ejemplo, del libro de la Cofradía del Salvador de Portillo, donde se indica que se mandaba hacer de nuevo “por haver en la dicha regla (la original era de 1412) cosas que aunque al principio parescieron sanctas y buenas, la variedad del tiempo las ha alterado y por las disonancias de los vocablos convenía enmendarse”. En el libro de ánimas de Rodilana, otro pueblo vallisoletano, se advierte a quien tuviera arrendada la posada, propia de la cofradía, de cómo debía llevar la administración y todo lo que estaba obligado a tener en habitaciones y cuadras para satisfacer a los clientes. Muchas cofradías de ánimas fueron propietarias de pozos de nieve cuya explotación producía unas rentas a la hermandad.
Libros
-De estatutos
San Isidoro en sus "Etimologías" ya llamaba estatuto al derecho dado a "una multitud de hombres unidos por vínculos de sociedad". Los estatutos eran, pues, la reglamentación propia de una institución, creada por ella y para ella, no tan amplia como la ley general, ni tan minuciosa que se limitara sólo a reglas prácticas para casos concretos. Sus disposiciones integraban un cuerpo legal suficientemente amplio y organizado que regulaba la vida interna o externa de una entidad colectiva o, al menos, algunas de sus principales funciones.
Los estatutos se conciben, por tanto, como disposiciones que no contravienen al Derecho común, sino que lo complementan y determinan, o bien regulan un tema que caiga fuera del ámbito de su actuación. Se consideran estatutos contra ius commune cuando contienen una norma incompatible con una ley o una costumbre general o particular.
¿Qué se consignaba en los libros de estatutos? Principalmente las obligaciones de los hermanos. Véanse, por ejemplo, los capítulos que contenía el libro de estatutos de la hermandad de Navalsaz (Rioja), en el siglo XV:
Libro de la cofradía y hermandad del señor Santiago de este lugar de Navalsaz…
Capítulos
1.Obligación de yr a la cofradía 2.Pena de el que saliere de la confradía 3.Obligacion de velar los enfermos 4.Obligacion de avissar a los hermanos después de muerto un hermano 5.Obligacion de obedecer a el alcalde 6.Descompuestos 7.Que ninguno se vaya hasta que digan las vísperas 8.Soldada de mayordomos 9.Misa el día de Santa Ana 10.Entra de cofrades 11.Moderacion de cera e aceite 12.De lutos 13.No ai obligación de acompañar los hermanos que no se entierren en Santiago 14.Que no haya reservación de penas 15.Obligacion de vísperas 16. Nombramiento de alcalde 17. Rezos por los difuntos 18. Misa de difuntos 19. Quienes an de ser maiordomos.
Como se ha podido comprobar, el protocolo y el comportamiento eran muy importantes entre los hermanos y rigen casi todas las normas estatutarias de las cofradías. Se consignaba en los estatutos o reglas que los hermanos habían de amarse, quererse, honrarse y guardar la ley de Dios. En cabildo se encarecía el mantenimiento del orden, debiendo, quien quisiera hablar, ponerse de pie, descubrirse y tomar la vara en sus manos para expresarse con palabras “honestas y comedidas”. Cualquier otro aspecto del comportamiento tanto en las juntas como en las procesiones, se solía contemplar en las reglas. Véase como se expresa el Libro de acuerdos de 1901 de la Cofradía de la Virgen del Castillo, en Cisneros:
“1º. Ningún hermano será usado a ponerse en los Bancos de delante del Sr. Abaz en el banco de la izquierda, y en el banco de la derecha los mayordomos y tras los Mayordomos los Procuradores y detrás de los Procuradores los más ancianos de esta Congregación.
2º Todo hermano que no llegue a su debido tiempo en casa del señor Abad antes de salir la insignia será castigado con diez céntimos y si diera lugar a estar la insignia en la iglesia será castigado en veinte y cinco céntimos y si este tal hermano no acude a esta devoción obligatoria será castigado en cuatro reales por primera vez y por segunda vez lo que esta congregación disponga, esto es no teniendo causa legitima que le pueda interrumpir estos actos. También todos los hermanos de esta congregación llevaran las formalidades debidas ante la insignia por las calles o en los actos en que se encuentre la insignia como no será permitido ir hablando ni ir con blusas descubiertas como también nos obligamos a ir en todos estos actos a llevar todos sombreros y si esto no se hiciera así seremos castigados en diez céntimos como también se prohíbe blasfemar delante de la insignia con la misma multa estipulada cada vez que blasfeme”.
-De cuentas
El administrador debía consignar en un libro todas aquellas cargas o ingresos que se hacían sobre el dinero de la cofradía y debía tener ese libro a disposición del Ordinario o de la junta, para la rendición de cuentas anual.
-De bienes o inventario
En general las cofradías tenían por costumbre aceptar o poseer bienes que estuviesen adecuados a su fines y tales bienes debían consignarse en un libro de modo que estuviesen inventariados y se conociese su origen y finalidad.
Cargos
-Director
El director de la Cofradía o moderador era quien tenía en ella mayor poder sobre el régimen ordinario de la asociación. La dirigía y estaba al cuidado de la disciplina interna conforme a las normas de derecho y los estatutos. Si un privilegio no dispusiera otra cosa, el director, rector o abad de la cofradía era el Ordinario del lugar.
-Capellán
El capellán se encargaba de todo lo relacionado con el fin primordial de la cofradía: el culto y la atención espiritual de los cofrades según lo establecieran los estatutos. De las funciones propias de su cargo se desprende que necesariamente tenía que ser sacerdote. El capellán podía ser nombrado delegado del Obispo. Si así sucedía se ampliaban sus facultades otorgándole presidir, sin derecho a voto, las juntas de las cofradías, confirmar los oficiales y ministros elegidos si eran dignos e idóneos; y en caso de que hubiese lugar, rechazar y remover a los ineptos, que también se daban casos.
-Párroco
El párroco podía tener distinta relación con la cofradía según fuese delegado del Ordinario, director, capellán o simplemente párroco: si el párroco fuese delegado del Ordinario, tenía derecho a presidir con voz y sin voto las juntas o reuniones que la cofradía celebrase, confirmar en sus cargos a los elegidos por la asociación e incluso aprobar las cuentas, si éstas no se sometían directamente a la aprobación del Ordinario.
Siendo el párroco solamente director o capellán de la asociación, le correspondía lo indicado antes, pero si no ostentaba ninguno de esos dos cargos el principio que regía en las relaciones entre la parroquia y las cofradías era el de una estricta autonomía y separación entre ambas.
-Mayordomo
Tenía a su cargo presidir la junta si no estuviese el Director y “servir” la fiesta (es decir encargarse de la preparación, del refresco o colación, etc.) durante el año que durase su mandato. También se le llamaba “preboste” o “prioste”.
El uso de la palabra “alcalde” en las cofradías procede, seguramente, de la creación de las primeras hermandades y cofradías en el siglo XII, encaminadas a contrarrestar el poder de los señores feudales y aun del rey, de ahí el recelo que despertaron en su origen. En el Ordenamiento de las Cortes de Valladolid de 1258 se dice lo que deben y no deben ser o hacer las cofradías:
“que non hagan confraderias, nin juras malas nin ningunos malos ayuntamientos que sean a danno de la tierra e a mingua del sennorio del rey, sinon para dar a comer a pobres, o para luminaria, o para soterrar muertos, o para confuerços, e que se coman en casa del muerto, e non para otros ayuntamientos malos, e que non hayan hy alcaldes ningunos para judgar en las confraderias, sinon los que fueren puestos del rey en las villa o por el fuero…”
En cualquier caso, se le llamase alcalde o mayordomo, ostentaba la representación de la hermandad en los actos públicos con la vara. La vara, por tanto, era un símbolo de poder en un ámbito en el que, si bien se respetaba la voluntad de todos, había una jerarquía establecida. Cuando se elegía mayordomo (o mayordomos, pues a veces se designaban dos) –habitualmente para el período de un año- se le entregaba la vara, que utilizaría siempre que las circunstancias o el protocolo lo aconsejaran y de la que sólo se desprendería cuando dejase intervenir en junta a otros cofrades, quienes la detentarían mientras estuviesen en uso de la palabra. Muchas cofradías estipulaban que la entrada de nuevos hermanos estuviese ligada al juramento hecho sobre los estatutos de respetarlos y defenderlos y al beso simbólico depositado en la vara sostenida por el mayordomo. Habitualmente éste llevaba el atributo a las juntas y cumplía con su deber de usarlo como señal de autoridad si los cofrades se enzarzaban en discusiones inútiles, recordando esta actitud –según algunos antropólogos- la leyenda de Mercurio separando con su caduceo a dos serpientes. En cualquier caso, la vara solía constar de dos partes: un varal de madera y una pieza coronándolo, habitualmente de plata, con una representación de la advocación o devoción de la cofradía.
-Administrador
La administración corría a cargo de una persona de la propia cofradía a la que se elegía por mayoría de votos entre los socios. Tenía encomendadas las funciones de velar por la economía de la cofradía y consignar en el libro de cuentas los gastos e ingresos. Su labor estaba bajo la vigilancia del Ordinario pero no bajo su autoridad.
Precisamente desde la Edad Media fue práctica común que las cofradías encargaran estampas o grabados para el fomento de la devoción a determinadas imágenes o advocaciones pero también para subvenir a las necesidades de la hermandad. Algunos de esos grabados, incluso, se usaban, recortados, para introducirlos en relicarios y detentes. Muchas de las reproducciones de imágenes que se vendían en España –en especial aquellas que eran populares en toda la geografía española (la Virgen del Carmen o la del Pilar, por ejemplo)- se imprimían en ocasiones fuera de nuestro país (a veces en dos idiomas), dejándose para los artistas locales aquellas devociones particulares que se veneraban en iglesias, monasterios o ermitas más pequeños. En Valladolid, por ejemplo, hubo, hasta el siglo XVIII, decenas de hermandades dedicadas a santos (Isidro, Martín, Miguel, Antón, Crispín y Crispiniano, Eloy, Severo, José, Pedro Regalado, Andrés, Lucas, Cosme y Damián, etc.), Vírgenes (Misericordia, Piedad, Angustias, Pilar, Refugio, Carmen), advocaciones penitenciales (Jesús, de la Cruz, de la Pasión, de la Quinta Angustia) o sacramentales. No todas tenían medios suficientes para realizar con dignidad sus fiestas, de modo que era muy frecuente que algunas pidieran limosna por las calles o recurrieran a pedir prestados al municipio algunos signos externos que contribuyeran a mejorar o embellecer la procesión correspondiente. Otras se servían de sus propiedades, que arrendaban, o tenían rebaños, u organizaban funciones teatrales a beneficio de la cofradía. En el siglo XX todavía había 30 (hacia 1930), entre cofradías, archicofradías, hermandades, congregaciones y órdenes terceras que seguían con la antiquísima costumbre de vender grabados o relicarios.
Y es que desde los primeros tiempos del cristianismo se atribuyó gran importancia al hecho de venerar los restos de los cuerpos de aquellas personas que vivieron con Cristo o que le imitaron. La creencia se basaba en un principio de simpatía ya que lo que hubiera tocado o estado en contacto con un cuerpo santo guardaba sus cualidades. Al producirse los primeros martirios entre los cristianos se añadió a la costumbre anterior la de conservar y respetar los restos de aquellos cuerpos que habían sido testigos de una fe y habían recibido la muerte por defender sus ideas. Sus ropas, los objetos que habían tocado y, por supuesto, sus reliquias se convertían así en fuente de inspiración para la exégesis y en ejemplo para el pueblo. Para contener esos restos se erigieron capillas, ermitas o iglesias y se colocaron los restos debajo del altar mayor. Sin embargo, debido al interés que suscitaban en nuevas comunidades, se comenzó a dividir en partes esas reliquias y a fragmentarse los vestigios, de modo que se crearon relicarios para contener cada parte de los restos. La costumbre generó abusos que fueron advertidos y enmendados por el Concilio de Trento al dejar en manos de los obispos o del Papa el uso de los sagrados restos y confiando en su criterio para desterrar la superstición o las “ganancias sórdidas”. Cuando no existían restos, los relicarios podían contener las imágenes o grabados que representasen al santo cuya veneración proponían y trataban de extender las cofradías.
-Muñidor
También se le denominaba llamador o andador y se encargaba de avisar o llamar a los hermanos o socios de una cofradía a los acontecimientos relacionados con la misma (fiestas, defunciones, reuniones, etc.). El nombre de muñidor derivaba del término latino “monitor”, que significaba amonestador o avisador. A veces se encargaba también de las cuestaciones o peticiones de limosna andando de una puerta a otra, de lo que derivó la última denominación.
-Socio
Los hermanos que entraban a formar parte de una cofradía se obligaban a cumplir los estatutos de la misma y se vinculaban a ella contractualmente, con deberes, cuyo incumplimiento llevaba aparejadas determinadas sanciones aunque nunca obligaran bajo pecado, y derechos, como el de participar con hábito e insignias en actos públicos. Dicen algunos estudiosos que la costumbre de que el pendón o estandarte, es decir la insignia, precediera y significara a las cofradías pudo provenir de los tiempos del emperador Constantino y de su célebre lábaro. En cualquier caso, si bien no se conoce ningún pendón anterior al siglo VIII, las insignias parecen tener una connotación militar. Cuando un cofrade moría se le acompañaba al campo santo (hasta el siglo XIX se enterraba en los templos e incluso en panteones propios de las cofradías) y durante el recorrido iban delante del féretro la Cruz (porque mientras vivió estuvo alistado bajo esa bandera) y los pendones e insignias de la cofradía (para que participase el difunto de los perdones e indulgencias que se concedían a las hermandades y congregaciones). El pendón tenía un astil donde iba una tela que acababa en dos puntas. El estandarte o guión tenía dos varales en ángulo recto y del horizontal pendía la enseña. La Iglesia recomendaba que estos símbolos tuviesen en sus bordados algún signo religioso y que estuviesen aprobados y bendecidos por la autoridad eclesiástica.
La cofradía solía reunirse en junta en lo que se llamaba cabildo. La palabra “cabildo”, procedente del término latino “capitulum” tiene una larga historia. Del significado literal (cabeza pequeña) con que se designaba el comienzo de las partes en que se dividía un libro, pasó a designar el adorno que presidía ese comienzo. Posteriormente se amplió el significado a la lectura de ese capítulo por parte de un grupo de monjes, completándose finalmente el sentido al abarcar cualquier tipo de reunión, incluso las civiles, en que participaran determinados individuos con unos fines comunes. En el caso de las cofradías, la junta de gobierno era el órgano supremo cuya reunión o constitución sólo podría ser prohibida por el Obispo con causa legítima. Para las elecciones se recurría siempre a lo consignado en los estatutos donde se especificaba quiénes podían ejercitar el derecho a voto, qué cargos eran objeto de elección o cuántos años de antigüedad se exigían para votar o ser votado.
Al final de las juntas se servía una colación a los cofrades, habitualmente adecuada a las posibilidades de la hermandad, aunque solía consistir en productos como frutas, o frutos secos, y vino.
La Iglesia siempre quiso dejar claro que cualquier liturgia que tuviera lugar fuera de la administración ordinaria, debería tener un control y atenerse a las normas de ésta. Los pagos o pitanzas por las fiestas votivas que organizasen las cofradías y que encargasen a curas beneficiados -o capellanes que los sustituyesen- deberían repartirse entre éstos de forma equitativa para que no fuesen dichas pitanzas motivo de escándalo o queja. Es frecuente también la advertencia en las visitas del Obispo contra representaciones “mundanas” que podían organizar o contratar las cofradías para celebrar el Corpus, la fiesta más importante del año en la que la sociedad civil y el mundo de las creencias se unían.
Tipología
-La Cofradía podría definirse como una Hermandad erigida canónicamente que, además de los fines de beneficencia, piedad o caridad, se constituía para el incremento del culto público. Aunque pudiera tener un origen seglar, la Cofradía estaba sometida a la jerarquía eclesiástica.
-Las Terceras Ordenes seculares eran asociaciones de fieles cuyos socios, aun viviendo como seglares, seguían la dirección del superior de alguna orden religiosa conforme al espíritu de la misma, esforzándose en adquirir la perfección cristiana sin necesidad de profesar, según las reglas para ellos aprobadas por la Sede Apostólica.
-La Pía unión era una unión de fieles que, erigida en persona jurídica canónica, ni de hecho ni de derecho estaba instituida y ordenada a modo de cuerpo orgánico y se creaba para fines benéficos, de caridad o de piedad. Similar era la Hermandad, que en realidad era una pía unión erigida por la autoridad competente y constituida también ad modum corporis organici.
Muchas cofradías surgieron en la Edad Media al amparo de la estructura de un grupo profesional o gremio que quisiera ponerse bajo la advocación de un santo al que, o bien se le adjudicaba un patronazgo o ya lo tenía por tradición. Cuando una hermandad lo solicitaba y se consideraba que lo merecía, por su antigüedad o por reunir a varias congregaciones que tuviesen el mismo fin, se convertía en archicofradía. Algunas archicofradías incluso nacieron de la fusión con otras en la reorganización que se dio en el siglo XVIII a fin de acabar con los gastos desmesurados e innecesarios de una infinidad de pequeñas cofradías. La Novísima Recopilación de Leyes de España, de 1806, vino a eliminar todas aquellas hermandades que no se hubiesen erigido con permiso de la autoridad eclesiástica o con autorización real. Muchas de esas pequeñas hermandades se refugiaron en otras mayores como las del Santísimo (sacramentales) o las de la Vera Cruz. Podía además darse el caso, de que algunas personas fuesen cofrades de diferentes congregaciones con lo que, o bien se multiplicaban sus obligaciones y los gastos consiguientes o bien se dejaban de cumplir, derivándose de ello un deterioro en el orden interno. La desamortizaciones de Mendizábal y Madoz vinieron a agravar la crisis de las cofradías que dependían o habían salido de algunas órdenes, al verse éstas obligadas a dejar sus conventos y misiones, pero también por la venta de bienes de hermandades y obras pías que conllevaron.
En cuanto a los gremios, podría decirse que, aun siendo corporaciones técnicas, tuvieron una base religiosa pues perseguían, además del agrupamiento de personas según su oficio, una ayuda a quienes lo necesitasen –fuesen los propios oficiales o sus familiares- por medio de la limosna o del socorro. La costumbre era muy antigua y está suficientemente acreditada teniendo en cuenta la solidez del culto a los muertos tanto en los pueblos germánicos como en Grecia y Roma. Frente a la nobleza y sus privilegios, la mayor parte de los gremios buscaba una protección y una representatividad. No parece extraño, por tanto, que la costumbre de “dar caridad” se haya mantenido hasta tiempos recientes entre los hermanos y familiares de un cofrade difunto, de cuyos posibles abusos advertían también anualmente las visitas del Obispo, recordando que la escasa herencia que dejara una persona recién fallecida se podía dilapidar en banquetes y agasajos dados a quien venía a mostrarle el último afecto. En cualquier caso, y sobre todo en la Edad Media, el respeto a la muerte se demostraba amparando corporativamente a la familia (creando dotes para huérfanas y doncellas), dejando de trabajar uno o varios días para honrar al hermano y haciéndole un postrer homenaje en el que se incluía túmulo, paño mortuorio de terciopelo y abundantes cirios. No es extraño que quien estuviese desasistido de todo esto sintiera un desamparo vital o un vacío difícil de cubrir.
Por todo lo anteriormente dicho, las cofradías, según los fines perseguidos, se podían clasificar en tres categorías: asistenciales, indulgenciales y penitenciales. Los cofrades, particularmente los de estas últimas hermandades, solían denominarse “de luz” o “de penitencia” según la forma en que se comprometieran a asistir a las procesiones, si portando hachones de cera para alumbrar las imágenes o como penitentes azotándose la espalda. Según las advocaciones podrían denominarse cofradías sacramentales (o de Minerva), pasionales (como las de la Vera cruz o las de la Sangre de Cristo) marianas (dedicadas a la Virgen), de ánimas, santorales, etc.
La denominación de Minerva procedía de una archicofradía que se fundó en Roma en el siglo XVI para mantener la función religiosa con procesión y exposición del Santísimo que se llevaba a cabo en la iglesia de Santa María sopra Minerva, edificada al parecer sobre las ruinas de un templo dedicado a la diosa romana. Muchas de las cofradías españolas que nacieron con la idea de venerar al Santísimo Sacramento tomaron por extensión este nombre.
Las cofradías de la Vera Cruz o cruz verdadera se extendieron gracias a la difusión que de ellas hicieron los franciscanos, a quienes se encomendó la custodia de los santos lugares y la enseñanza de su significado. La iconografía de San Francisco mostraba muchas veces la imagen del santo sobre la que se habían impreso las llagas de Cristo, por eso algunos grabados representaban una cruz desnuda con dos brazos cruzados clavados en ella, uno desnudo de Cristo y otro cubierto por la manga de un hábito, de San Francisco.
Una de las manifestaciones públicas más importantes de las cofradías era la procesión. La consideración de dicha procesión como una expresión externa de fervor religioso de las hermandades, avala la idea de que tal manifestación es el resultado de la pervivencia de antiguas costumbres sostenidas por una fe y un gusto artístico que esas mismas cofradías hicieron llegar hasta nuestros días de forma tradicional. En orden al mantenimiento y respeto de ese patrimonio los libros de cofradías solían fijar por escrito una normativa que recogiera los diversos aspectos artísticos y rituales de la procesión.
En el terreno musical, por ejemplo, podemos hallar datos en esos libros sobre intérpretes, instrumentos y repertorio, fundamentalmente. Históricamente se repitieron, hasta el siglo XIX en que se incorporaron las bandas, dos fórmulas básicas: la del intérprete solista y la de la capilla musical. En el primer caso, todo dependía de si era un muñidor –es decir, un avisador que pedía claro y paso a la gente agolpada en las estrechas calles- o de si era un especialista –es decir, un músico y frecuentemente un tamboritero (esto es, ejecutante de flauta y tamboril al mismo tiempo)-. La capilla musical estaba compuesta, según las épocas, de más o menos instrumentos pero casi siempre fijos los violines, las chirimías, los oboes y los fagotes o bajones, grupo que a veces se completaba con sacabuches y trompetas. El siglo XIX y el auge espectacular de la música militar incorporó las bandas a las procesiones y con ellas instrumentos que nunca habían estado antes presentes en la música religiosa o pararreligiosa.
En lo que se refiere al repertorio podía ser también de diverso origen y tipología. En el caso del muñidor (si es que tocaba una trompeta o clarín), lógicamente, su repertorio consistía sólo en dos o tres notas combinadas en intervalos ascendentes y descendentes que llamaban la atención de la gente para que se apartara y respetara el discurso de la procesión. Los tamboriteros recurrían a temas que la propia tradición legaba de unas generaciones a otras y que se interpretaban en los templos en distintas ocasiones (ofertorios, incarnatus, misereres, toques de entierro, etc.). Los pequeños conjuntos se nutrían de partituras de los maestros de capilla a quienes sus contratos obligaban a componer al año varias piezas entre las cuales estaban, indefectiblemente, los aires correspondientes al ciclo de Navidad, a la Semana Santa o a la fiesta del Corpus. Por último, las bandas aportaron un repertorio característico en el que abundan las composiciones especiales para el caso, pero también otras que no lo son o parecen inapropiadas por haber sido compuestas para una finalidad diferente.
En cuanto a los instrumentos, además de los ya mencionados, vendría a propósito hablar de los crepitacula lignea o maderas golpeadas, reliquia de los leños sacros con los que antiguamente se daban los toques para las horas en conventos y monasterios (antes de que la campana de torre impusiera su sonido) o en aquellos lugares de Bizancio o Grecia en que podía estar prohibido el uso del instrumento de bronce. Habitualmente había tres tipos de crepitacula: Las tablillas (llamadas de San Lázaro por haber sido utilizadas por los afectados de lepra que pedían limosna al salir del Hospital dedicado al Santo), las carracas o maderas dotadas de una rueda dentada y una o varias lengüetas, y por último las matracas o tablas con mazos, tomadas para el rito cristiano de la propia tradición hebrea que las usaba en tiempo de Purim para machacar el recuerdo de Amán, el ministro del rey Asuero.
Termino y resumo: las cofradías y hermandades fueron durante muchos siglos (y en algunos casos continúan siendo) organizaciones sociales entre cuyos fines estaba, por supuesto y principalmente, la preservación y exaltación de un culto -al Santísimo, a la Virgen, a los santos, etc-. En ocasiones tenían un carácter gremial (artesanos, labradores, zapateros...) y a veces venían a representar a todo un colectivo social encarnado por sexos (las de Santa Águeda o Hijas de María a las mujeres y las del Santísimo a los hombres, por ejemplo). Según los diferentes estatutos, sus miembros se comprometían a una serie de obligaciones entre las que estaba -y sigue estando- la asistencia a los hermanos en la agonía y en el entierro; en otras épocas esta asistencia no sólo era física o moral sino económica y muchas veces llegaba al extremo de tener que ir lejos a recoger el cuerpo del hermano difunto si es que había fallecido en una población distante. Algunos de estos menesteres los cubren en la actualidad compañías aseguradoras pero han quedado otros, más emotivos y específicos si se quiere, que aún continúan vivos y se pueden ver en muchos pueblos, como el acto de tocar la esquila avisando a los cofrades de la muerte de un hermano y al hecho simbólico conocido desde hace muchos siglos como "dar caridad".
La muerte de un hermano obligaba al muñidor o monitor a acudir con la esquila a la puerta de cada cofrade (de noche o al alba, según la hora a la que hubiese fallecido el miembro de la sociedad) y dar allí tres badajadas de aviso. Tras ello recogía la pendoneta o el estandarte de la cofradía y lo colocaba a la puerta de la casa del difunto como un último testimonio de su pertenencia a la hermandad.
La caridad consistía en obsequiar a los asistentes al entierro con una colación que, a veces -y según las circunstancias-, podía llegar a ser un verdadero ágape. Ya he mencionado los avisos de los obispos en sus visitas advirtiendo de que no se gastase en esas reuniones más de lo necesario, pues de un acto caritativo como el de ofrecer alimento y bebida a los parientes y deudos del finado llegados de otros pueblos, se podía pasar al abuso de darse un banquete a costa de la cofradía. Esto movió a muchas hermandades a regular el gasto máximo al que se debía llegar en este tipo de actos, evitando así males mayores.
Hace pocos días recordaba en León en un homenaje tributado a Concha Casado –con quien estuve presente casualmente en un entierro en una pequeña aldea de los Ancares- que la familia del difunto nos obsequió con una pequeña cantidad de dinero pues, al no tener confianza con nosotros, no podían invitarnos a la "caridad" que nos hubiese correspondido.