05-12-2015
Cada vez se recuerda menos porque nuestros tiempos han suprimido por decreto que los niños se traumaticen o se disgusten, pero no están tan lejos aquellas navidades en que se nos amenazaba con la idea de que los Reyes Magos sólo nos traerían carbón si éramos malos. A mí me preocupaba en la infancia la posibilidad de que los blancos guantes de Melchor se mancharan, porque acostumbrado como estaba a ver a los carboneros trajinar como negras cogujadas cargando los sacos hasta el sótano de casa, me parecía que tenía que ser Baltasar el rey destinado a repartir ese tipo de castigos psicológicos. Asociar lo negro con lo malo debe ser tan antiguo como el negar que nuestros antepasados vinieron de África o que tuvieron un primo que salía en la etiqueta del anís del mono. Los antropólogos, que siempre encuentran explicación para todo lo que nos sucede en la vida, dirían que el límite entre el bien y el mal debe estar lo suficientemente nítido como para no dejarnos dudas: pisar raya o caer fuera del espacio dedicado al juego nos sacaría de la sociedad y perjudicaría nuestra formación.
Pensar que alguna vez pudimos ser negros introduciría en nuestros cerebros una especie de neumoconiosis que alteraría la percepción de la historia y nos descolocaría gravemente. Y sin embargo ¿quién podría decir que está libre de contaminación, y menos hoy que nuestras ciudades están condenadas a mancharse con esa oscura niebla fabricada por el hombre? La mistificación de las historias, la inoculación de prejuicios y el inficionamiento de las costumbres son tan antiguos como la misma vida. El siglo pasado, ese período de tiempo tan inútil como nuestro, transcurrió entre guerras y mentiras dividiendo a la humanidad en dos grandes grupos, los que vivían en desproporcionadas y populosas urbes donde el pasado no podía existir y los que habitaban en el pasado muy a su pesar. El siglo XX sirvió para mezclar todo eso y para fundirlo en un crisol que transformó en escoria cualquier pureza que hubiera podido salir alguna vez de nuestra mente. Todavía el siglo XXI nos regala con imágenes en las que agentes de seguridad vigilan fronteras y pretenden que algunos seres humanos de color distinto al suyo, al menos aparentemente, no las traspasen.
Hasta quienes presumen de no estar contaminados por antiguos prejuicios se ven abocados a aceptar que la solución que defienden es una antigua enfermedad, una pulsión irrefrenable, una especie de destino que comienza y acaba en poner límites a la otredad.
Cuando el rey Herodes escucha que otros reyes pretenden usurpar sus funciones despierta de sí mismo y empieza a levantar fronteras acuciado por una especie de sanguinario instinto. Si bien los estudios históricos demuestran que Herodes murió cuatro años antes del nacimiento de Cristo, la crueldad que los cronistas de la época le atribuyen, contribuyó enormemente a crear una serie de leyendas sobre los crímenes que cometió. Así, se le hace culpable de la profanación de las tumbas de David y Absalón; del asesinato de su cuñado Aristóbulo (en quien el pueblo de Jerusalén tenía puestas sus esperanzas como gobernante, por su juventud y porte); de la ejecución de Hircano (abuelo de su esposa y legítimo heredero del trono); de la condena a muerte de Mariamne, su propia mujer, a quien, ciego de celos, acusa infundadamente de adulterio; del martirio de los maestros; del atentado contra los nobles; de la muerte de sus hijos Alejandro y Aristóbulo (habidos en el matrimonio con Mariamne y por tanto herederos del trono con más derecho que Antípatro a quien había tenido con la Idumea Doris); y, por último, y lo más célebre, de la degollación de los inocentes. Parece que, ya en la época, corría un chiste, que algunos ponían en boca de Augusto, refiriéndose al hecho de que Herodes no comía cerdo y sin embargo mataba a sus propios descendientes; ante tal atrocidad, comentaba el César: “Desde luego es preferible ser su cochino que su hijo”.
El evangelio Armenio refiere cómo Herodes, preocupado por la noticia traída por los Magos de que había nacido un nuevo rey, mandó a dieciocho ciliarcas de sus tropas a que recorriesen todo el territorio sometido a su dominio y les dio la consigna siguiente “No tengáis piedad alguna de los niños pequeños; doquiera halléis niños menores de dos años, pasadlos a cuchillo”. Algunos exégetas sostienen que el pasaje de la degollación no es histórico (ya que Herodes, como hemos visto, habría muerto cuatro años antes del nacimiento de Cristo), ni tampoco original. Probablemente procediera de tres episodios bíblicos precedentes: El del Faraón cuando manda matar a todos los varones hebreos recién nacidos, de los cuales sólo se salva Moisés; el de la matanza de Joab entre los edomitas de la que escapa Adad; y por último la venganza de Atalía que milagrosamente evita Joás. Lo cierto es que la tradición, siguiendo al evangelio Armenio, habla de trece mil criaturas ejecutadas; otras leyendas reseñan la cifra de 14.060...
La Biblia en verso. Todo está escrito y lo que no está impreso está hablado en cualquier tertulia de la televisión. El granadino José María Carulla se molestó en escribir el libro sagrado (al menos algunos de sus más populares pasajes) en coplas y aunque algunas le quedaran discretas, en la mayoría le pudo la evidencia más prosaica:
"Nació Nuestro Señor en un pesebre:
donde menos se espera salta la liebre"...
Acaso esa "evidencia" sólo la vemos en los demás y nos cuesta mucho reconocerla en nuestro propio comportamiento. En el vecino vemos todos los defectos, que para eso está, para criticarle y para convertirle en chivo expiatorio de nuestros propios errores. Pero ¿en qué cabeza cabe que vayamos a confesar que hemos sido malos? ¿Qué niño es tan tonto como para caer en la trampa de declararse culpable? ¿Qué delincuente no es capaz de proclamar a los cuatro vientos su inocencia? Todos ponemos los calcetines o los zapatos a la ventana o en la chimenea porque estamos seguros de que algo de lo que traiga San Nicolás, Santa Claus, el Niño Jesús, los Reyes Magos o la Befana será para nosotros.
Este año, sin embargo, preveo unanimidad en el reparto general. El cambio climático, la guerra, el terrorismo, los nervios, los malos modos, las envidias, las "malas prácticas", las mentiras, la delincuencia de guante blanco (y no el de Melchor, precisamente), la pirámide de Ponzi, el precio del petróleo, el fracking demencial, la insolidaridad, el materialismo, el odio, la política mal practicada, la religión mal entendida; en suma, la tontería generalizada, nos lleva de cabeza a una solución ecuánime, armónica y equilibrada: carbón para todos.