23-05-2015
Entre las imágenes alegóricas que el paseante puede observar en la fachada barroca de la Universidad de Valladolid, ocupa un lugar especial la dedicada a la Sabiduría. No podría ser de otro modo si tenemos en cuenta que el lema de la Institución es "Sapientia aedificavit sibi domum". La imagen de piedra, con una pluma y un libro, tiene bajo sus pies a la ignorancia, representada por un niño con los ojos vendados.
La frase lapidaria "La sabiduría se construyó una casa", tomada del libro de los Proverbios, se completaba con las palabras "y labró siete columnas", atribuyéndose el significado por los exégetas a la profecía de Salomón en la que se consideraba a la Virgen María como el edificio en que Cristo quiso construir su primera casa. El hecho de ser una frase salomónica y la circunstancia de que el rey Salomón fuese considerado por los cabalistas como uno de sus inspiradores, hizo que, muy a menudo, se tradujeran esos siete pilares o columnas como los siete sefirot del empíreo -es decir las siete acciones creadoras de la divinidad- que nos aproximaban a la tierra los siete gobernadores. Estas interpretaciones, pese a lo críptico de sus orígenes, no estaban distantes, sin embargo de los principios de la ciencia, es decir del uso de la mente y de la necesaria adquisición del conocimiento. En la Grecia clásica, por acudir a un ejemplo siempre radical y luminoso, la Sabiduría, que era una diosa, nacía de la frente de Zeus, dejando claro que la erudición y lo que representaba sólo podían salir de una cabeza divina, ya que en esa parte del cuerpo se albergaban las más nobles esencias y los más altos pensamientos.
La sabiduría no fue nunca una cuestión de género. Sin embargo, y aunque muchas mitologías reconocen la existencia legendaria de divinidades femeninas ligadas a la inteligencia y al conocimiento, la ausencia de la mujer en la Universidad española forma parte de la historia negra de nuestro país. Tanto las razones de esa injusta situación como las consecuencias que se derivaron de un hecho machista y estéril, han sido estudiadas y lamentadas profunda y largamente.
Sólo necesitaré recurrir a un ejemplo para denunciar los prejuicios que ni siquiera la razón o el análisis fueron capaces de moderar: cuando la escritora palentina Sofía Tartilán solicita un prólogo a Mesonero Romanos para su libro titulado "Costumbres populares" (estamos hablando de 1881), el madrileño le contesta con una carta prepotente e inadecuada que Tartilán, muy inteligentemente, utiliza para encabezar su obra, segura de que el tiempo, que todo lo cura, habría de servir no solo para valorar su esfuerzo y para encomiar su capacidad e inteligencia, sino para arrojar sobre el misógino setentón de Mesonero toda la vergüenza que su escrito le debía haber procurado si lo hubiese revisado con un mínimo sentido crítico. De muestra servirán simplemente unas líneas: "Siempre he creído -escribía Mesonero- que la índole especial del talento femenino se aviene más con la expresión de los afectos del corazón y con las galas de la poesía, que con aquellos asuntos que requieren una aptitud especial de observación y de estudio, un profundo juicio crítico, gran conocimiento del mundo, y variada y extensa instrucción". La actitud y los comentarios de Mesonero parecerían excepcionales para la actitud que hoy predica la sociedad -aunque no siempre la observe-, pero durante mucho tiempo fue moneda corriente y más aún entre "intelectuales" que podrían haber intentado al menos corregir tendencias o manifestarse contrarios a costumbres poco aceptables. Las palabras tantas veces repetidas de Ortega y Gasset en las que un pensador como él se adhería sin condiciones a un comentario casi tabernario son sintomáticas: "El hombre inteligente siente un poco de repugnancia por la mujer talentuda". Sin palabras...
Pero si hacemos excepción de una grande de España y miembro de honor de la Real Academia Española que fue María Isidra de Guzmán y de la Cerda, doctora por Alcalá en el siglo XVIII, la primera licenciada en medicina por la Universidad Central fue Martina Castells y Ballespí en 1881. El periodista que reseñaba en "La Ilustración Española y Americana" el evento, se preguntaba también qué es lo que había pasado en la sociedad española durante los siglos XVIII y XIX que había alejado a las mujeres del ámbito académico, y recordaba como excepciones contrarias precedentes de ese nefasto período los ilustres nombres de Beatriz Galindo -fundadora del hospital de la Latina-, de Francisca de Nebrija -hija de Antonio de Nebrija y catedrática de Retórica en Alcalá-, de María de Mendoza -bisnieta del Marqués de Santillana- y de tantas otras mujeres que hasta el siglo XVIII habían brillado en el mundo de la literatura y en otros campos del saber. En lo que respecta a la Universidad de Valladolid, parece que -según las investigaciones de Consuelo Flecha- la palentina María Luisa Domingo García fue la primera licenciada en Medicina, en el año 1886.
Hace poco tiempo, y con motivo de una exposición de retratos de universitarios ilustres del siglo XIX en los que se hacía patente la ausencia de mujeres, Milagros Alario, decana de la facultad de Filosofía y Letras, me recordaba la vida y avatares de Luisa Cuesta, tan tristes como injustos. Luisa, riosecana olvidada y profesora de la UVa, tuvo el mérito de luchar y mantener su criterio desde que finalizara sus estudios en Valladolid en 1918 con premio extraordinario en la sección de Historia hasta que, expedientada y depurada después de la guerra civil por su actitud progresista, se refugió definitivamente en el mundo de los libros que siempre había sido su ámbito natural y preferido. Pilar Egoscozábal y María Luisa Mediavilla, que recientemente reivindicaron en un artículo la memoria y actitud de Luisa Cuesta, recordaban cómo defendió, durante la contienda que tanto daño hizo al país, con una rectitud insólita en aquellas circunstancias en que tan frecuentes fueron la cobardía y el odio, a unos compañeros sacerdotes, lo que le causó graves problemas en el momento -como el de ser acusada de "defensora de curas"- y otros tantos más al finalizar la guerra y ser inculpada de haberse aprovechado de las bibliotecas de las órdenes religiosas cuando lo único que hizo fue salvarlas de la destrucción o del fuego. Su historia, enmarcada en una época que debería avergonzarnos por haber permitido que afloraran los peores sentimientos convirtiéndose en norma de conducta por encima de las leyes y del sentido común, su historia -repito- es un ejemplo de dignidad en unos años en que el "colorido político" tenía más importancia que el intelecto provocando revanchas y comportamientos malquistos. Sus trabajos sobre la imprenta en Burgos y en Salamanca todavía son utilizados por quienes intentan hacer una historia de la tipobibliografía en España, a pesar de que permanecieron incomprensiblemente inéditos tantos años.
Vuelvo a insistir: la sabiduría no es una cuestión de género, pero la violencia y el odio pueden serlo porque se alejan de la razón y del discernimiento para adentrarse en la jungla más intrincada y primitiva que devuelve al individuo a sus peores orígenes. Parece entonces que la evolución del ser humano hubiese seguido caminos diferentes según lo determinara el sexo haciendo caso omiso de la inteligencia. Y la inteligencia -no sé si sería necesario recordarlo aquí- es la capacidad de comprender y asimilar los conocimientos para elegirlos y hacerlos nuestros.