11-04-2015
En el siglo XVIII comienzan a proliferar en España las vistas ópticas, grabados panorámicos de ciudades -generalmente al aguafuerte- que se imprimían para ser introducidos en una caja y contemplados a través de una lente. El aparato usado para ese menester, llamado poliorama, no sólo permitía ampliarlos sino contemplarlos con tres tipos de luminosidad que obedecían a la apertura en la parte posterior de esa misma caja de una tapa que podía adoptar tres posiciones. Con la ayuda de algún tipo de luminaria podía darse a la vista de un paisaje o de una ciudad un aspecto vespertino o nocturno en el que una puesta de sol o unas ventanas iluminadas desde la parte posterior del grabado, creaban una ilusión. A estos polioramas, que a veces competían en éxito con las sombras chinescas o con las fantasmagorías, pronto vinieron a juntarse unas preciosas estampas que, ya fuesen extranjeras o españolas, iniciaban a quienes quisieran jugar con ellas en el ámbito de las escenografías y de los decorados. En algunas de esas estampas impresas en España venía el atractivo título "Para montarlo y desmontarlo instantáneamente", y bajo esas palabras y tan atractiva promesa un fondo teatral ocupando la mitad del papel y representando una casa, un templo o cualquier tipo de "escena" cuyo aspecto mejoraba con 4 o 5 bastidores que ocupaban la otra mitad de la estampa y que servían para dar profundidad o sugerir un fondo, delante del cual actuarían, convenientemente recortados y adheridos a una tira de cartón para permitir su movilidad, los personajes de la obra que se iba a representar.
Porque se trataba precisamente de eso: de representar un texto, habitualmente impreso en forma de pliego o pliegos, más o menos extenso, que solía tomar a su cargo el que tuviese más dotes de director para llevar a cabo una escenificación que convenciese o simplemente divirtiese a los vecinos y familiares. Las obras que se imprimieron y representaron se pueden contar por miles. Por miles y miles también los niños que se asomaron a la ventana del arte dramático y del gusto a través de esas pequeñas embocaduras cuya abertura daba paso a la fantasía y a la estética domésticas. Y al referirnos a esa clase de cultura doméstica sería difícil discernir qué ha sido más importante en España, si el gusto por poner en escena un tipo de teatro fantástico, en el que la imaginación y la magia se apoderaran de la vista y de la voluntad de unos espectadores absortos, o el intencionado interés por mostrar la realidad -una cierta realidad reconocible- reflejada en un teatrillo de dimensiones ridículas. En ambos casos, sin embargo, estamos hablando de aprendizaje y diversión: aprendizaje porque esos pequeños escenarios, -generalmente montados sin dificultad en la sala de una casa particular donde sombras, fantasmagorías y personajes se movían a sus anchas por fondos y decorados escoltados o limitados por bambalinas y bastidores-, ayudaban a niños y adultos a entretener las horas de ocio mientras los preparaban para un mundo "mayor" o de tamaño real al que vendrían a incorporarse cuando el tiempo, la edad, la ocasión o las posibilidades económicas lo permitieran.
Antes de la proliferación de esos teatros domésticos, sin embargo, hubo otros inventos que llenaron de ilusión y fantasía las casas de las ciudades europeas. La linterna mágica, por ejemplo, inventada al parecer por Christiaan Huygens en los años 70 del siglo XVII (ya había sido descrita en el siglo XV por el italiano Giovanni de Fontana) y perfeccionada por el jesuita alemán Athanasius Kircher, el danés Erasmo Bartholin -descubridor de la polarización de la luz- y el italiano Alessandro di Cagliostro, consistía en una cámara oscura desde cuyo interior se iluminaban unos cristales pintados cuyo contenido se proyectaba a través de una óptica sobre una pantalla. Al otro lado de esa pantalla, el público podía contemplar lo que el cristal mostrase. Las primeras lámparas de aceite o las simples velas, usadas como iluminación para la proyección fueron poco a poco sustituidas por la lámpara incandescente o el arco voltaico para mejorar el invento.
La máquina óptica o zograscopio, otro invento que se hizo muy popular, tenía una doble lente convexa encastrada en un marco de madera que se colocaba frente al espectador y que se apoyaba generalmente sobre una mesa. Gracias a un espejo situado en ángulo agudo con respecto a dicha lente, el espectador podía contemplar la vista que estaba sobre la mesa con una sensación de profundidad. Las letras del grabado se leían invertidas, de modo que los editores solían imprimir las letras de la parte superior de la estampación al revés para que pudiesen leerse al derecho.
El Tutilimundi, Titirimundi o Mundonuevo era una caja óptica dentro de la cual podían contemplarse paisajes, batallas o cualquier tipo de sucesos atractivos captados por la mano de un artista. Esas vistas eran comentadas y acompañadas por música de autómatas o interpretada en directo, lo que aumentaba el interés de los "televidentes". Todos estos inventos, en el fondo, eran un precedente de los teatrillos y de la televisión actual (no olvidemos que televisión significa "ver de lejos").
Siempre se denominó en español "sombras chinescas" a un entretenimiento procedente del juego antiquísimo que se hacía con las manos ante una luz para que se proyectasen sombras sobre una superficie lisa y preferentemente blanca. A pesar de ser un juego tan antiguo, uno de los primeros en usar expresamente la denominación es un tal Guignollet (nombre probablemente tomado de la palabra francesa Guignol, que era la denominación de un títere de guante), quien en los años 70 del siglo XIX publicó una obra titulada "Le Theatre des Ombres Chinoises" donde explicaba cómo hacer y recortar los muñecos con los que se habían de representar las obras ofrecidas en el mismo libro.
El teatro animado con títeres y representado dentro de un retablo o caja es también muy antiguo en España. Quienes dirigían la actuación de los títeres y manejaban éstos por medio de varillas, hilos o usando el muñeco como guante, solían hacerlo en cualquier lugar en que pudieran montar el cajón y ante cualquier público que quisiera atender la representación. Por la sencillez del montaje y los pocos elementos necesarios para hacer la obra podía también realizarse dentro de una casa o en un patio de vecindad.
En suma, los niños podían, gracias a las estampas recortables y al uso de técnicas muy antiguas, crear sus propios teatrillos y "actuar" en ellos sobre fondos y decorados cuyos bastidores permitían entrar y salir a personajes de comedia o a actores de moda cuyas imágenes también se difundían para recortar. Los establecimientos litográficos competían para imprimir estampas que permitieran a los más pequeños imaginar o copiar representaciones. En España publicaron esas estampas principalmente las imprentas de Paluzie, Bosch y Hernando; en Francia, tras el éxito de las vistas de la rue Saint Jacques de Paris, las estampas publicadas por Pellerin, de Epinal; o en Alemania las imprentas de Neuruppin... De todas ellas salieron miles de estampaciones que alimentaron durante generaciones el imaginario de nuestros abuelos antes de que la televisión nos regalara la escasa ilusión de poder interaccionar con un mando.