31-01-2015
Uno de los defectos que caracterizan la personalidad del ser humano y que le diferencian de otras especies, es el egoísmo. Invocando perentorias necesidades, el individuo fue capturando y domesticando animales a lo largo de la historia para su propio provecho. En unos casos porque extraía de ellos beneficios directos o indirectos: de la vaca sacaba leche y asimismo le servía para arar, por ejemplo; de las palomas tomaba los pichones y usaba la palomina como abono; los cerdos le ayudaban a reciclar las sobras de alimentos y además le ofrecían el máximo de aprovechamiento... En otros casos porque le defendían de especies más molestas (el caso de perros y gatos que impedían que lobos o ratones invadieran el territorio “humano” o sus aledaños).
También a veces por la admiración que despertaba su canto: recordemos los cuentos sobre el canto mágico de ruiseñores y otras especies a los que algún desaprensivo trataba de encerrar en una jaula para que cantasen sólo para él. O los altares del Corpus del interior de las catedrales en que se colocaban las aves para cantar al Santísimo y que fueron con el tiempo sustituidas por flautas de agua que tocaban los niños de la Doctrina...
Es curioso asimismo el deseo humano de que esos animales, más o menos sometidos, pertenecieran al grupo familiar para lo que incluso se los bendecía y se los llevaba a la iglesia, asignándolos desde tiempos remotos patronazgos de lujo como los de San Antón o San Francisco, quienes, según relatos legendarios, convivieron con algunos animales o los trataron como a personas. La iconografía hagiográfica nos muestra a muchos santos acompañados por diferentes animales (los evangelistas, San Jerónimo, San Roque, etc. sin olvidar que el símbolo de la propia Trinidad es una paloma o que la Virgen vence y pisa la cabeza a la serpiente, la tentadora de nuestros primeros padres). Los evangelios apócrifos, ya desde los primeros siglos del cristianismo, colocaron al asno y al buey alentando y protegiendo a Jesús según la profecía que en la Biblia había dejado Isaías (1,3), lo cual podría considerarse como una preparación para el reconocimiento de la propia Iglesia hacia el papel de los animales en la vida cotidiana. La tradición se heredaba del mundo judío, pueblo de pastores, en el que aquellos animales, además de compañía, vestido y alimento, prestaban su propia vida para el sacrificio y la expiación como sustitutos de la vida humana cuando el hombre pecaba o cometía una falta y quería redimirla (recuérdese el caso del chivo expiatorio o del novillo del Levítico).
Muchos de los pronósticos meteorológicos recogidos en los libros o almanaques de los siglos XV y XVI, venían condicionados por la actividad o actitud de determinados animales: si las hormigas se arremolinaban o si las ranas saltaban de determinada forma o si las aves hacían esto o aquello, significaba que iba a llover o hacer bonanza, etc., etc. Eso en el caso de un simple pronóstico del tiempo. Si hablásemos de conjeturas o predicciones que afectaban a la vida del ser humano o a su futuro ya estábamos en terrenos más espinosos: la buena o mala suerte, los juegos de adivinación —tan peligrosos para el alma del cristiano como prohibidos por la religión— dependieron con mucha frecuencia de la relación entre los propios hechiceros y determinados animales como el cuervo, el gato negro o el macho cabrío. Algunos relatos narraban la costumbre de las brujas de transformarse en felinos para desplazarse más rápidamente en sus correrías nocturnas. Otras canciones, en cambio, recordaban la sencilla forma de pastores y labradores de interrogar al cuco para conocer a través de su canto cuántos años faltaban para la boda o para el entierro de uno mismo.
La imaginación, cuanto más desatada mejor, solía marcar los amplios límites en los que desarrollaban su actividad seres fantásticos, casi siempre peligrosos para el individuo. Y no hablamos de seres monstruosos nacidos del propio hombre y en los que la naturaleza había dejado su sello de imperfección, como los Monstres et prodiges de Ambroise Paré, ni tampoco de dragones mitológicos procedentes de historias legendarias. Los animales fantásticos estaban entre la realidad y la ficción pero tenían un poco de ambas. La fiera Cuprecia, por ejemplo, aparecía en los grabados difundidos por los ciegos en los pliegos de cordel como una especie de leona con alas de dragón y cara y pechos de mujer. Su descripción, tras ser hallada en Melilla, en el Rio de la Plata —según rezaba un papel de los que llevaban los ciegos—, era más o menos ésta:
Tiene boca de León / los cuernos de toro bravo
pelo como una mujer / y las alas de pescado,
las uñas como puñales / las orejas de carnero
y en el rabo una cruceta / que causa terror y miedo…
Otro tanto, aunque no conozco pliego que traiga su retrato (el papel que conservo está reimpreso en la imprenta Barroso, de Benavente), sucedía con la Fiera Membrana, procedente del África:
...Y dicen que su origen / fueron tierras africanas
que otros tiempos atrás / hubo otra semejanza.
Sólo de aquellos países / puede ser originaria…
La fiera, llegada —no se sabe cómo— a Alemania y aparecida en una cueva, es prácticamente invulnerable:
…Y de las observaciones / dicen no pueden matarla
tiene una concha tan fuerte / que retroceden las balas.
Finalmente, un batallón de húsares le da la muerte, destacándose en la empresa el comandante:
La cruz laureada de hierro / al punto le fue otorgada
al valiente comandante / que este batallón mandaba.
Otros seres fantásticos, las sirenas, aparecidos en épocas en que la conquista del mar y el conocimiento de la navegación eran imprescindibles para conservar la propia vida, distraían con su canto seductor —mitad humano mitad de ave— la atención de los marineros para arrojarlos a las profundidades abisales; más tarde la iconografía las representó como mujeres pez.
Un juego papirofléctico en el que se dobla y desdobla un folio para ir mostrando sucesivamente un corazón, una vihuela, una sirena, una mujer y una cruz (con fines morales, naturalmente) incluye un curioso dibujo en el que el ser misterioso, siempre símbolo de la fantasía y de la tentación, se transforma en una dama:
Si eres curioso lector / abrirás este papel
y verás un corazón / que te podrá entretener.
Al corazón afligido / la música le consuela
ábrelo, que está partido / y verás una vihuela.
Esta música leal / consuela cualquiera pena
abre pronto la guitarra / y verás una sirena.
La sirena de la mar / ha formado sin querer
con aspecto singular / el cuerpo de una mujer.
Esta mujer es devota / y tiene por devoción
de darnos a conocer / dónde murió el Redentor.
El catálogo de monstruos femeninos, si es que de eso se tratara, se podría completar con el cuento de la joven que adquiere por el día figura de loba y por la noche se despoja de su disfraz hasta que es desencantada por un valiente mozo que tira a la hoguera el pellejo lobuno antes de que pueda ser recuperado por su propietaria. Similar caso, aunque más inclinado a un tipo de mujer asilvestrada, es el de la Serrana de la Vera que, precisamente por estar más cerca de lo humano que de lo animal, se saldría un poco de la temática.
En fin, que el interés actual hacia las mascotas, incluso por las virtuales que se adaptan mejor a la pasividad e inhibición en la aceptación de cualquier responsabilidad de quienes componemos la sociedad del siglo XXI, no es una novedad y simplemente abunda en una tendencia del ser humano a dominar y controlar todo lo que le rodea, si es que se deja.