06-12-2014
La lengua, la literatura y la poesía son, en cualquier época, un recurso mágico para penetrar en la particular casa del espíritu y conquistar a sus habitantes por medio de la palabra. Los primeros conocimientos que adquirimos nos llegan de los labios y del corazón de la madre, y por eso se denomina lengua materna al idioma del sentimiento, ese que va adornado con las expresiones que cuidadosamente guardamos después en «el arca del pecho», allí donde la memoria es la joya principal. Muchos literatos y educadores defendieron a lo largo de la historia el uso de la lengua materna en el ámbito familiar, reducto en el que se aprendían oraciones y cuentos al ritmo lento de las horas domésticas. Grandes compositores encontraron la mejor inspiración en el balanceo intuido de sus infancias, cuando la madre embarcaba su frágil cuna en las aguas del Leteo. Las sílabas duplicadas para dar más fuerza a la expresión iban adentrándose poco a poco en el subconsciente y acomodándose en él para siempre: na-na, ma-ma, pa-pa... Después venían los juegos en la cocina o en el patio que se acompañaban de cancioncillas y retahílas que se repetían una y mil veces hasta convertirse en algo tan natural como la respiración.
Habría que decir además que, dentro de esa cultura transmitida por tradición, aparecían muy pronto una serie de gestos, muecas, actitudes, posturas, acerca de las cuales hay poca literatura, pero cuya importancia y antigüedad eran innegables pese a que el transcurso del tiempo los hubiera convertido en actos miméticos o carentes de sentido.
Ese lenguaje, tan efectivo como el oral, ha evolucionado y sigue haciéndolo en nuestros días al igual que todo el resto de expresiones populares que componen el patrimonio cultural. El dedo índice sobre los labios para solicitar silencio; el mismo dedo, perpendicular a la sien mientras la muñeca gira ciento ochenta grados para indicar locura; la mano abierta con el dedo pulgar junto a la punta de la nariz y todos los demás en movimiento para hacer burla; la mano derecha levantada a la altura de la cara (antes se hacía sólo con dos dedos) para jurar o prometer... Todas estas expresiones mímicas y muchas más en las que podríamos reparar, reflejan la abundancia de recursos y la frecuencia con que todavía se utilizan los mismos en la vida normal.
Un juego tan sencillo como el de la rayuela, por ejemplo, que aún practican muchos niños y niñas por todo el mundo, nos serviría para comprobar el contenido simbólico de un acto lúdico y su representación por medio de gestos: los niños deben ir avanzando en su recorrido –un recorrido que se ha marcado previamente y que se asemeja a una cuadrícula escaqueada–, recorrido que realizan sobre una sola pierna y procurando que el tejo que van golpeando con el pie alcance nítidamente el centro del cuadro inmediato a aquél en el que están. Los tres primeros cuadros se deben recorrer, pues, sin que el tejo quede nunca en las líneas de separación. El cuarto escaque permite descansar y luego hay otros cuatro espacios triangulares formando un cuadro mayor, que se deben recorrer en el sentido contrario al que llevan las agujas del reloj para quedar, finalmente, de frente a todo el camino recorrido. Cuando tal cosa sucede, el niño o la niña, de espaldas para que la acción tenga más dificultad, tiran el tejo con el que han jugado hacia los últimos cuadros que representan el infierno y el cielo, con la intención de que caiga en el segundo. Si el tejo se pasa o se queda en el infierno, se ha perdido el juego.
No hace falta cavilar demasiado para adivinar en este pasatiempo una imitación de la propia vida según el sentido de la cultura cristiana: el cuadro primero representa la infancia, el segundo la mocedad, el tercero la madurez y el cuarto el descanso de la vejez, es decir, las edades del hombre; las cuatro «campanas» o triángulos que vienen a continuación, que se recorren en sentido contrario a las agujas del reloj (es decir, en contra del tiempo vital, por así decirlo) obligan al jugador a enfrentarse con su propio recorrido, es decir con su propia existencia, concluida la cual, si tiene habilidad y precisión, puede obtener la recompensa del cielo –es decir, ganar el juego– no sin antes haber hecho el último movimiento certero para colocar su tejo (su alma) en el lugar deseado. Todo el entretenimiento es, del principio al fin, un remedo o imitación de la vida y hasta el hecho de echar a suertes con alguna retahíla específica para saber quién saldrá o jugará en primer lugar, es un acto imprescindible y ritual que evidencia la intervención del azar en la ventura que a cada uno le espera.
En éste, como en otros juegos, se requiere del jugador una actitud atenta; la distracción, desatención u omisión de cualquiera de los pasos intermedios, le desconcentrarían y le acarrearían adversidad. Es cierto que la suerte y el destino son parejos y en cierto modo dependen del azar, pero la experiencia siempre ha demostrado que estrategia y habilidad convierten al juego (o a la vida) en un hecho mejorable. El jugador ha recibido las normas de otros que le precedieron y a quienes trata de imitar en los movimientos fundamentales, pero intuye también que puede crear o modificar sus propias tácticas –esas que le sugieren precisamente sus aptitudes y su situación en el juego y en el campo– para conseguir un mejor resultado.
Llegamos, por tanto, a la conclusión de que el juego posee un lenguaje específico -sea oral, sea gestual- de cuya ejecución se puede traducir el propio contenido simbólico y que ha servido para mantener, en mayor o menor medida, la esencia desde sus orígenes hasta hoy. El hecho de que haya pasado de ser un acto ritual o una ceremonia a tener una finalidad competitiva, no ha acabado con los principios básicos del juego que, esencialmente, se centrarían en cuatro conceptos o categorías: causa, método, tiempo y lugar.
Por eso se hace necesario incluir la enseñanza de algunos juegos tradicionales en la educación primaria y secundaria. No sólo por mantener el patrimonio sino por ir acostumbrando a quienes vendrán después de nosotros a que determinadas reglas, que deben hacer más sencilla la convivencia entre personas, ya se pueden aprender desde la infancia en muchos juegos. Además, se podría hablar de características definitorias del juego que no son antiguallas sino valores conocidos y reconocidos por la sociedad de comienzos del siglo XXI, por tanto absolutamente integrables en su repertorio de categorías apreciables: el juego es un elemento mágico, es una actividad preparatoria o de adiestramiento, es un ámbito ideal para el desarrollo del ingenio humano y, definitivamente, una extraordinaria forma de entretenimiento. Que el juego es un elemento mágico parece quedar demostrado –de nuevo recurriendo al lenguaje- al observar simplemente la cantidad de veces que la palabra mago se escribe hoy día en los diarios deportivos: la magia no es sólo habilidad o ejercicio sorprendente de maravillosos efectos, sino la posibilidad de seducir por simpatía, y una persona que es capaz de levantar el entusiasmo del público con un espléndido tiro o con una jugada genial está, con pleno derecho, dentro de la categoría de lo mágico.