22-11-2014
Acaba de conmemorarse el centenario del nacimiento de una de las mentes más juiciosas del siglo XX español. A Don Julio Caro Baroja le debemos, además de un sentido agradecimiento por sus trabajos en favor de la antropología y la etnografía, un reconocimiento por su sensata sencillez. Muchos estudiosos, cuyo conocimiento procedía entre otras fuentes del trabajo de campo, describieron con admiración y sorpresa el instante en que pudieron percibir, por encima de las personas a las que estaban entrevistando o de las expresiones que estaban recogiendo, la elegancia de la sabiduría tradicional: ese aroma antiguo, ese exquisito trazo que nimbaba las formas y el contenido de aquello que se habían encargado de trabajar y pulir tantas generaciones.
Ese instante al que me refiero suele llegar en forma de rayo que descabalga y convierte a la persona, como dice el Nuevo Testamento que le sucedió a San Pablo camino de Damasco. Uno va distraído, absorto incluso en los propios pensamientos y una sensación desconocida se cruza como una exhalación obligándonos a reflexionar o, lo que es lo mismo, a doblar, retorcer o hacer añicos nuestra rígida concepción de las cosas. Menéndez Pidal descubre ese paraninfo en forma de lavandera cantora de romances y otros lo perciben como una curiosidad irrefrenable que les conduce casi obsesivamente a una tierra prometida o a un oasis maravilloso.
Algunos filólogos encuentran ese oasis en una refrescante y novedosa poiesis, inédita e inusual en los libros de texto. Ese arte de expresar lo más hondo de la vida humana por medio del lenguaje lo descubren precisamente en personajes que ni siquiera conocen los signos de ese lenguaje. Las anotaciones de campo de esos filólogos y dialectólogos, en las que, junto al nombre del informante aparece la palabra «analfabeto», manifiestan a las claras la admiración del recopilador hacia un individuo capaz de transmitir formas elevadísimas de expresión pero incapaz al mismo tiempo de trazar una vocal o una consonante. En ese descubrimiento de un mundo poético o artístico escrito o dibujado en el aire está, a mi juicio, el asombro y la fascinación de los recopiladores hacia el repertorio oral de tipo tradicional; ese «indefinible encanto que halaga y suspende el ánimo» —según describió alguien la poesía, y en particular la popular— le relaciona con su genoma cultural al tiempo que le abre la puerta de un palacio fantástico jamás descrito en los tratados teóricos ni explicado en los ámbitos académicos. La transformación que se va obrando poco a poco en el investigador se va vislumbrando diacrónicamente en su obra.
Es ese humanismo, más cercano a Sócrates que a Protágoras, el que le inclina a considerar la naturaleza humana como punto de partida de las ideas universales y como base esencial para legitimar la ciencia. Esta acotación, quede bien claro, no cuestiona la dedicación académica de los recopiladores sino que la enriquece al subrayar también su inclinación artística y desvelar la importancia que pudo tener en su vocabulario personal el acto creativo —acto de escasa índole científica— como motor del ser humano y de sus más altos sueños.
Recuerda Don Julio en sus Semblanzas ideales, al recoger precisamente sus impresiones acerca de Don Ramón Menéndez Pidal, que los griegos solían dirigir la educación de los jóvenes hacia el cultivo del carácter o de la personalidad, más que a la acumulación de noticias o de instrucción. Esa cultura "vivida" le parecía más eficaz y enriquecedora que el simple apilamiento de datos, aislados de su origen y de su razón de ser. Y termina su semblanza con las siguientes palabras: "Para Don Ramón, el archivo, con sus cartularios y códices era importante, también la edición rara, el texto inédito; pero acaso la más sabroso que encontró en sus búsquedas, lo encontró en el Puerto de Pajares tan querido y recordado siempre por él, en la Paramera de Ávila o en el pueblo pinariego de Soria o Burgos, allá por donde pasó el Cid Ruy Díaz o donde se creó su imagen legendaria".
Don Julio creía que era muy positivo para el ser humano cultivar la conciencia del recuerdo. Entre las memorias juveniles desgranadas por él en las páginas de Los Baroja, sugerente recorrido autobiográfico, destaca, por su valor para relacionar vida y literatura pero también por la ternura de su acento, el que dedica a Martina, muchacha «dulce, muy modosa, bastante bonita», que sabía «una cantidad considerable de canciones del país»: «El recuerdo de las tardes de otoño, cuando se desgranaban las alubias en la cocina y las chicas cantaban canciones viejas...ha quedado grabado en mí de modo indeleble». La confesión, tan espontánea como frecuente en algunos grandes sabios, es el resultado de una reacción lógica y elemental: recurrir a lo más íntimo y fundamental de la memoria cuando el aprendizaje, la razón y el análisis no dan más de sí o dejan de interesar por artificiales. El mismo Don Julio escribe, hablando de su tío Pío, que no recuerda a nadie que al fin de sus días tuviese más vivas «sus impresiones de la niñez, de una niñez turbulenta, popularísima y metida en un siglo XIX oscuro y romántico en el sentido más amplio, menos literario, de la palabra». En el raro trabajo titulado Pliegos de cordel, en el que precisamente se abre el libro con el articulito «La literatura de cordel» de Pio Baroja, Don Julio se remonta a sus años jóvenes y evoca la figura de su abuela materna cantando la historia de «La Atala» o «El Curro marinero», papeles impresos en el establecimiento barcelonés de El Abanico.
Tal vez el hecho que más ha influido en la consideración de la tradición como fenómeno cultural o herramienta para cultivar lo propio, es el cambio producido en la comunicación y aprendizaje de los conocimientos antiguos, que pasan de formar parte de esa »cultura vivida» —es decir, incorporada e integrada en la propia existencia gracias entre otras cosas a la memoria— a ser «cultura aprendida» —esto es, vinculada a un tipo de aprendizaje o instrucción, desde luego menos natural aunque, como es evidente, mejor eso que nada. Los conocimientos nos atraen por su contenido incógnito y siempre será preferible conocer parte de un misterio o participar de su seducción, aunque no lo comprendamos cabalmente, que ignorarlo por completo aun en sus formulaciones más elementales. Y es que ese misterio, casi siempre encierra arcanos fónicos y gestuales que son la clave para explicar la función de la memoria y la transmisión del pensamiento y el lenguaje.
Por cierto, uno de los primeros lexicógrafos que se atreve a describir la palabra arcano es el jesuíta Pedro de Salas quien en su calepino titulado "Compendium latino-hispanum", escribe que el arcano es un secreto «quasi in arca pectoris abditum» es decir casi encerrado en el sagrario del corazón. Paul Zumthor interpreta esa definición como una necesidad del ser humano de guardar en un lugar cercano y recoleto sus mejores pensamientos y ayudarse de ellos para emprender algo sublime o difícil de alcanzar. Esa predilección y cuidado por el conocimiento poético, ese amor a la sabiduría, incluye —como todo aquello que supone esfuerzo y mejora— un sentido iniciático. La alquimia fue designada por sus adeptos medievales con el nombre de philosophia. Escribe Zumthor: "La alquimia, como la poesía sólo transmite secretos: rodea de un ritual el cumplimiento de su tarea: el rito pone en acción aquello de lo que ella habla. De ahí la permanencia de las imágenes fundamentales y de las estructuras metafóricas del lenguaje alquímico siguiente que penetra en el Occidente cristiano en el siglo XII. Algunos de estos elementos han sido anotados por escrito, pero el conjunto conserva su coherencia gracias a la transmisión oral.
¿A qué se refiere Zumthor al decir coherencia? ¿Tal vez al esquema plural sobre el que se basa la comunicación oral de los conocimientos? ¿A la connivencia del rito y la realidad? ¿Acaso a la cohesión entre el sentimiento, la idea, el sonido y la palabra, elementos que componen la poesía? Indudablemente la oralidad es, por encima de todo, un sistema de comunicación, es decir un conjunto de principios que, relacionados entre sí, contribuyen a la mejor consecución de un fin propuesto que es la transmisión de conocimientos. Y de entre esos principios, gesto, sonido y memoria forman un eje esencial, coherente, para la comprensión de los conocimientos transmitidos, así como para su asimilación y cuidadosa guarda.