01-11-2014
A quienes hayan seguido esta Partitura a lo largo de los últimos años no les sorprenderá que vuelva a escribir sobre mi abuelo Joaquín. Aprendí muchas cosas de él, y tal vez a la observación de su comportamiento y reacciones deba algunas de las virtudes y defectos que puedan caracterizarme ahora. En alguna ocasión expliqué su curiosa costumbre de abrir de cuando en cuando el reloj de pared que adornaba el comedor de su casa para limpiarlo de las horas perdidas que, según él, quedaban amontonadas junto al polvo, inertes e improductivas, en los rincones de la caja.
La paciencia y buen carácter que yo percibí en su proceder, sin embargo, no tenían nada que ver con el humor endemoniado que le achacaban los que le conocieron de mozo cuando, por menos de nada, tiraba escaleras abajo a algún pretendiente de mi abuela que quisiera aproximarse demasiado o entablar con ella algún tipo de relación aunque sólo fuese verbal. El tiempo -acaso esas horas perdidas que iba restando de su vida- suavizó poco a poco su temperamento hasta el extremo de convertir a una persona violenta en un dulce predicador. Incluso en eso creo que me parezco, al menos en lo de la vejez sosegada y benevolente, si bien debo confesar que en mi juventud fui un pacifista activo que luchó con todas las armas a su alcance -paradojas de la vida- contra la violencia generalizada. Eran los años de la guerra de Vietnam -hubiese dado lo mismo si hubiese sido otra, porque todas eran y son inútilmente parecidas-, pero a mí me tocó aquella, en apariencia tan lejana y sin embargo de consecuencias tan próximas y fatales para nuestra generación. También he protestado alguna vez por la violencia gratuita de los dibujos animados que tuvimos que soportar, supuestamente infantiles, que trataban de inyectarnos por los ojos la ira o la brutalidad acostumbrándonos así a lo que luego ratificarían los telediarios hasta el extremo de no permitirnos distinguir la realidad de la ficción. Reconozco que todas esas circunstancias, y otras que me ahorro por mor de la brevedad exigida en este suplemento que tan generosamente acoge mis reflexiones, nos convirtieron más a menudo de lo que probablemente deseábamos en súbditos de Marte. Nos manifestábamos contra la injusticia y contra la falta de libertad, si bien es cierto que variaban las formas y yo prefería unirme a los que imitaban la revolución romana de los plebeyos -aquella forma de protesta que estudié en mi breve paso por las aulas de la Facultad de Derecho- que llevó a la plebe a marcharse de la ciudad de Roma para obligar a los patricios a aprobar una ley que les permitiese equipararse en derechos. En vez de enfrentarse con los tribunos y cónsules a mamporros eligieron el camino de la huelga pacífica, retirándose a las afueras de la urbe y dejando que los nobles se cocieran en la salsa de su propia basura, sin servicios y sin servidores, hasta que no pudieron más y cedieron.
Nosotros, es decir quienes defendíamos esa forma de protesta silenciosa y pasiva, hemos ido perdiendo fuste y entidad para ser avasallados y sustituidos por unos manifestantes activos que con pancartas, gritos, pitos, bocinas y consignas llenan las calles y plazas de lo que antaño se llamó "ciuitas" o sea el lugar donde los individuos pretendían echar las raíces. Los grandes temas o los altos principios han sido relevados por las circunstancias más cotidianas y elementales, de modo que hoy una persona puede encontrarse cuando menos se lo espere con una manifestación reivindicativa, sea por la calle o por el pasillo de su casa, pues desde el niño hasta el anciano tienen derecho a expresar su opinión y todos podemos ser sujeto y objeto de protesta. Suele suceder, sin embargo, que los asuntos elementales a que antes me refería y que motivan esa misma protesta terminan siendo la excusa para sacar afuera las frustraciones, odios, enemistades, antipatías, resentimientos e inquinas que se pueda imaginar que albergan el corazón y las entrañas humanas en grado superlativo. Las últimas décadas, pero en particular las últimos años, han desatado a los demonios que todos llevamos dentro y que nunca duermen, como nos decían en los sermones de antaño. Los errores económicos y políticos han envenenado la convivencia, han desviado nuestra atención de las cosas verdaderamente importantes de la vida hasta puntos inimaginables hace poco y todo eso ha sido montado y urdido por una mano negra con la precisión del armero que, en vez de hacer balas de plomo, se dedica a fabricar dum-dum para hacer más daño sin necesidad de implicarse él, que al final no es el autor del disparo.
El calentamiento del planeta se está produciendo, sí, pero más por el enardecimiento de los espíritus y por el caldeamiento progresivo e ininterrumpido de los cuerpos y las mentes, que por el aumento de temperatura de la atmósfera. La temperatura no nos viene de fuera: para calentarnos ya nos bastamos y sobramos nosotros. El problema es que la termorregulación, es decir la capacidad que antaño teníamos para producir calor y eliminarlo, se ha desestabilizado, dejándonos a cambio una termogénesis hormonal difícil de controlar. El tráfico, las malas noticias (que son casi todas), el trabajo (que suele ser excesivo y mal remunerado salvo en los casos cada vez más frecuentes que encienden el ánimo y avivan la hoguera), la incompetencia o la ineptitud o la impericia de los otros (no nos gusta mucho reconocer la nuestra, claro), la envidia funesta, el rencor antiguo, las fronteras mentales y físicas, los miedos incontrolados, etc., etc., nos arrojan a un fuego que no llega a ser eterno sólo porque nos cabrearía también que durase tanto. El calentamiento global significa que el quemador del aerostato que somos y que pretendemos dirigir está acabando con todo el aire supuestamente más ligero y nos está abocando a convertirnos en un globo cautivo de nuestras propias pasiones con escasas posibilidades de elevarse y aun de sostenernos en la troposfera. Los problemas diarios y nuestra progresiva incapacidad para asimilarlos (inútil pretensión de negar la realidad) se están convirtiendo en el ozono malo, que hace buenas las vidas de nuestros antepasados, hasta ahora ridiculizadas y denostadas por el progreso y por la ambición de bien-estar a cualquier precio. No en vano la palabra "cabreo" se usaba en la Edad Media para medir los resultados de una actitud apremiante y abusiva. Actitud que se perpetúa hoy en las exigencias excesivas e injustas con que la sociedad -señora feudal e inexorable- nos grava y nos abruma.