31-05-2014
Cuando la gente de la Tierra de Campos habla de sus plazas más importantes se suele referir a ellas con el término "corro". La etimología de la palabra es tan larga como su recorrido, así que no haré más que repetir lo que diferentes estudiosos de la lengua han escrito: que corro va unido al sentido de círculo y que ese círculo -de piedras, de carros o simplemente virtual- terminó albergando al ser humano que entró en él para expresar sus creencias de una forma o de otra.
Gonzalo Fernández de Oviedo, en su "Historia General de las Indias" describe los Areítos, especie de corro cantado con el que los indios de la isla entonaban unas largas narraciones. Al pretender explicar a sus lectores españoles el tipo de danza descrito, concluía: "Esta manera de baile se parece algo a los cantares y danzas de los labradores cuando, en algunas partes de España, en verano, con los panderos, hombres y mujeres se solazan". La imagen que usa el historiador para describir lo que está viendo debía de ser familiar para los españoles del siglo XVI como seguramente lo fue para nuestros antepasados en la Edad Media y lo es todavía en muchas zonas de la península ibérica.
Esa danza coral no hace sino continuar una tradición antiquísima que, por sabida, se suele mencionar pocas veces. No cabe duda alguna, sin embargo, acerca de la costumbre de cantar largos romances cuyos versos iba entonando una persona del corro, a la que respondía el resto de los danzantes, moviéndose todos de forma lenta y acompasada. Esta costumbre española es la prolongación de una vetustísima tradición europea que ha llegado intacta a nuestros días en danzas todavía practicadas en algunas islas nórdicas. Curt Sachs describe una ronda de las islas Feroe en la que los participantes se daban la mano y formaban un círculo perfecto para coreografiar baladas.
El doble sentido de la palabra "balada" -es decir, tema bailable y relato épico-, nos hace retroceder a una época en que acaso la escasez de instrumentistas o lo inadecuado de su intervención les excluía de este tipo de corros colectivos en los que la palabra y el movimiento se combinaban perfectamente para recordar y exaltar las gestas de los antepasados.
Respecto a la melodía que acompañaba los giros, cabe pensar que los textos heroicos y las canciones religiosas tuvieron en común una base melódica muy simple y muy pegadiza, que sería rápidamente aprendida y repetida por todos para servir de cauce al mensaje del texto.
Rodrigo Caro, en sus "Días geniales o lúdicros" parece relacionar la antigüedad de estas formas musicales y coreográficas con un sentido religioso: "El uso de los corros, aunque hoy no ha quedado sino en las aldeas y gente de la media plebe, fue antiguamente justo empleo de las señoras e hijas de príncipes para cantarle alabanzas al Señor, como lo hizo María, hermana del gran sacerdote Aarón, siendo ella la que guiaba el corro después de aquella gran maravilla de hundir Dios a los egipcios en el mar".
La costumbre de festejar a héroes y dioses se mantuvo en los primeros siglos del cristianismo aunque cambiando pronto de destinatario. San Agustín describe ya una celebración de la Anunciación en la que canto y danza se mezclaban, y muchos autores posteriores hasta el siglo XVIII se entretienen en describir corros grandes y devotos que, al son de melodías lentas, bailaban himnos como aquel titulado "Todo el mundo en general", con letra de Miguel Cid y música atribuida a Fray Bernardo de Toro, dedicado a la Inmaculada Concepción.
Se recurre, siempre que se habla de danzas circulares, a una cita de Jovellanos en la que el ilustrado describe una reunión a la que asistió donde "los hombres danzaban al son de un romance de ocho sílabas, cantado por algunos de los mozos que más se señalaban en la comarca por su clara voz y por su buena memoria. Y a cada copla o cuarteto del romance respondía todo el corro con una especie de estrambote de sólo dos versos o media copla". Algo más explícito es Benito Pérez en su obra "Romancero de Riego" publicado en Londres en 1842, cuando escribe: "No será fuera del caso hacer saber que en Asturias hay, de tiempos muy remotos, una danza en corro que es su más general y casi única diversión, en la cual, apartados los sexos, al campo raso en la plaza y llevando de cabecera dos o tres cantando fastos, noticias históricas o amoríos y satirejas del pueblo, el coro o resto repite una invocación piadosa al tenor del verso, a cuyo tono y compás, se va andando en círculo con un movimiento elegante, pausado y quieto". Pérez termina asegurando haber visto en Candás en 1819 una danza prima con más de quinientos mozos rodeando a otro corro de mozas "cantando el triste romance de la muerte de Porlier".
Respecto a la coreografía, hay una descripción de Juan Menéndez Pidal en su "Colección de los viejos romances que se cantan por los asturianos en la Danza Prima" en los siguientes términos: "Muévese la danza de izquierda a derecha con andar quieto y reposado, adelantando primero los danzadores un paso con el pie derecho y retrocediendo dos".
La significación de los círculos en este tipo de danzas ya fue mencionada e interpretada por Platón en las "Leyes" cuando consagraba el primer anillo a las Musas, colocando en él a niños y niñas, el segundo a Apolo a quien cantaban peanes un corro de muchachas y muchachos y el tercero a Baco a quien cantaba ditirambos un grupo de varones entre los treinta y los sesenta años.
Ramón Menéndez Pidal escribió que los dos corros independientes de hombres y mujeres "obedecían a una corrección eclesiástica de las costumbres inspirada en un celo que Jovellanos mismo tachaba de indiscreto. Cuando cesó la presión eclesiástica, la danza se bailó y se baila en un solo corro, asidos de las manos hombres y mujeres alternativamente, o en un corro de hombres que encierra en su interior otro de mujeres". Curt Sachs también apuntaba que la separación de sexos podía obedecer a una forma práctica de hacer anillos no demasiado grandes, que se ritualizó. Sachs recordaba que en 1497, después de un sermón encendido y célebre del predicador Savonarola, la multitud se puso a danzar en tres círculos ante la iglesia de San Marcos en Florencia. Dentro del primer círculo estaban los monjes y los niños, en el segundo los jóvenes, sacerdotes y laicos, y en el exterior los ancianos, burgueses y clérigos.
En cualquier caso, podría decirse que desde los tiempos más remotos se utilizó en España el verso épico en metro de romance para acompañar las danzas que se hacían en corro. Esos versos eran cantados por una o varias personas a quienes contestaba el grupo, compuesto por una serie de danzantes haciendo un círculo, que realizaban un modelo coreográfico fijo compuesto por varios pasos que solían repetir una y otra vez hasta que se acababa el texto. El sentido casi místico que tuvo en tiempos pretéritos este tipo de coreografía que se ejecutaba en forma circular y en un lugar público y abierto, que bien pudo ser la plaza pública, vino a ser sustituido con el tiempo por otras interpretaciones mucho más simples o, en ocasiones, más interesadas, desapareciendo también la costumbre de dividir por edades o por sexos a los participantes y conservándose solo el sentido de integrarse en un movimiento vital y colectivo.