22-03-2014
Quienes se sientan a comer frente a la televisión –cualquiera que sea la cadena que elijan como compañía– someten a su organismo a un estrés suplementario que proviene tanto de la ansiedad que se acumula por los problemas diarios (bien distinta del hambre natural), como de la contemplación forzosa de los programas y publicidad que suelen «regalar» los medios a sus usuarios de esas horas: niños hambrientos o destrozados por la guerra y anuncios de procesos dietéticos, casi todos adelgazantes, que disuaden al televidente de obtener cualquier atisbo de placer en la degustación. Lasciate ogni speranza voi che vedete...
La sensación no es nueva, sin embargo, ni exclusiva de las clases populares que nos alimentamos al mismo tiempo de ondas hertzianas y productos de la huerta o del mercado. Estoy seguro de que los grandes señores, reyes y papas que dejaron este mundo prematuramente, envenenados por manos arteras y ponzoñosas, siempre tendrían a su lado un Pepito Grillo que encima podría acompañar los últimos estertores con un inoportuno «te lo advertí». Hasta los que se fueron de este valle de lágrimas de forma «natural» padecerían las advertencias de algún físico o boticario a su servicio que cumpliría con el tan honroso como inútil deber de aconsejar a su señor acerca de lo que podía sentarle bien o mal.
Las Crónicas de los Reyes de Castilla están plagadas de ejemplos en los que el protagonismo de las «yerbas» es significativo. Que Dios me perdone, pero la época de la últimamente tan televisiva Reina Isabel, es como para sospechar de todo y de todos. Su hermano, por ejemplo, denominado «el Inocente» por el poeta Jorge Manrique que alabó la excelencia de su Corte arevalense, se ve obligado a dejar la Villa por el temor a una peste que se declara en ella, y viene a morir poco después en Cardeñosa por unas hierbas con que le adoban una trucha. Mosén Diego de Valera, que escribe el «Memorial de diversas hazañas», no duda en reseñar que los muchos niños que fallecieron casi al mismo tiempo que su señor natural en tierras de Segovia y Ávila se iban de este mundo confesando su alegría por poder reunirse en el otro con su rey que tendría poco más de catorce añitos en el momento del óbito.
Diego Enríquez del Castillo, en su «Crónica del rey Don Enrique IV» no menciona directamente las hierbas venenosas y prefiere achacar a más altos misterios y profundos secretos la causa de la muerte del Maestre de Calatrava, Pedro Girón, cuando va a toda prisa a casarse con Isabel: «E así, como el Maestre de Calatrava viniese con aquel propósito de casar con la hermana del Rey, e no queriendo Dios lo concertado, e no dando lugar a tan gran falsedad, súpitamente le tomó en el camino el mal de la muerte, en tal manera que dentro de diez días murió...» A buen entendedor...
Sin embargo tenemos ejemplos abundantes de que no todas las hierbas eran dañinas. El doctor Andrés Laguna, médico del papa Julio III, dedicó un enorme esfuerzo a comentar adecuadamente la obra clásica de medicina y venenos escrita en el siglo I por Dioscórides. En el prólogo de su traducción, Laguna confiesa las cuestas que tuvo que subir y bajar, los barrancos y despeñaderos por los que tuvo que transitar hasta hallar las especies comentadas y aun los desvelos que le costó solicitar de lejanos países las que no encontraba, con el consiguiente gasto y preocupación. Laguna era gotoso, al igual que el pontífice al que servía, y se tomaba tan en serio su profesión y sus dolencias que llegó a escribir: «Mirad en qué peligros están nuestras vidas, pendientes del albedrío de algunos idiotas, que en lugar de remedio confortativo os dan muy eficaz ponzoña»...
Más difícil lo tenía el doctor Luis de Ávila, médico del emperador Carlos, quien dedicó un trabajo a Francisco de los Cobos, secretario del rey, para que éste tuviese la fuerza moral de aconsejar al monarca borgoñón que no se lo tragara todo. Al llegar a España, Carlos V tuvo que soportar que le quisiesen cambiar los gustos, particularmente aquellos relacionados con la buena mesa que él había heredado junto con su ducado, pero el prognatismo y las ansiedades acabaron dando muy mala vida a quien todo lo podía menos arreglarse la mandíbula, aunque haya quien asegura que estaba orgulloso de ella por considerarla motivo de distinción y herencia preciada. Pues bien, el doctor Ávila, que tituló su obra «Banquete de nobles caballeros y modo de vivir desde que se levantan hasta que se acuestan», dedicó su sabiduría y experiencia a analizar cualquier tipo de alimento –carne, pescado, verduras, frutas, legumbres– que pudiera servirle al ser humano para aplacar el hambre, así como las hierbas y especias con que podía condimentar esos alimentos para disfrutar de ellos. Como médico y como consejero trata de inculcar en sus lectores –aunque parece que se está dirigiendo al emperador Carlos cuando describe las dolencias y su curación– la necesidad de seguir un modelo de vida sensato y saludable, con ejercicios diarios, alimentación moderada y variada, horarios de comidas más convenientes y orden de los platos. Dedica incluso un capítulo al «sueño de mediodía» o siesta, recomendando no hacerla «porque dello se sigue mucho daño, así como gota, catarro, dolor de cabeza y otras muchas enfermedades, y si se hubiere de dormir –por la costumbre o por otra cosa– sea media hora después de comer, floja la cinta y los zapatos quitados, y cubiertos los pies y la cabeza alta, y dormir poco y en lugar oscuro»...
Al peligro que ya advertía Laguna de que un idiota cambiara las cantidades de una receta convirtiendo un presunto remedio en un seguro veneno, venía a añadirse en el caso del doctor Ávila el hecho de que quien había compuesto las letras para imprimir el libro era un alemán que no tenía ni idea de la lengua española ni de la latina en que estaban algunas de las partes de la obra, de modo que en la fe de erratas el buen galeno se desespera y termina diciendo que deja muchas otras cosas de poner porque «no mudan sustancia», o sea que en definitiva no son mortíferas.
No sabemos si el rey leyó el tratado de su médico o si se dejó aconsejar de su secretario a la hora de comer. La complexión, el tipo de vida y los sinsabores del reinado, el abuso de determinados alimentos y probablemente la herencia, terminarían imponiéndose al sentido común y a las buenas prácticas, de modo que los últimos años del ser más poderoso de la tierra le convirtieron en un pobre enfermo confinado en el monasterio de Yuste. Allí mandó redactar un codicilo que se añadió a su testamento en el que decía: «Ordeno y mando que, en caso de que mi enterramiento haya de ser en este dicho monasterio, se haga mi sepultura en medio del altar mayor desta dicha iglesia y monasterio en esta manera: que la mitad de mi cuerpo hasta los pechos esté debajo del dicho altar y la otra mitad, de los pechos a la cabeza, salga fuera dél, de manera que cualquier sacerdote que dijere misa ponga los pies sobre mis pechos y cabeza...Así mismo es mi voluntad que el trigo, cebada, carneros, vino y otras cosas de comer que al tiempo de mi muerte se hallaren en la despensa y fuera de ella se den luego a este dicho monasterio de que yo le hago limosna, porque tengan los frailes dél más cuidado de rogar a Dios por mi ánima. Y así mismo, la botica con las medicinas, drogas y vasos que en ella se hallaren...»
Tenía Borgoña muy adentro y no dejaba de pensar en comida ni a la hora de redactar las últimas voluntades. Genio y figura hasta la sepultura.