01-03-2014
Julio Caro Baroja, uno de los escritores más lúcidos y por tanto más raros y heterodoxos del siglo XX, manifestaba hace más de treinta años su estupor y desencanto ante el cambio que había experimentado España en poco tiempo: «Los etnógrafos, los que habíamos pateado el país durante los treinta o cuarenta años anteriores nos encontramos con que todo lo que habíamos estudiado se convirtió de repente en Arqueología, con la paradoja de que quienes quebraron más las condiciones de la vida tradicional fueron las gentes que se consideraban más conservadoras, más "de orden" ¿Qué orden? Ahora esas mismas gentes no entienden las consecuencias de aquel "milagro español" que creó aglomeraciones como las de Bilbao, los pueblos-dormitorios, los "ghettos" urbanos y de trabajo, el florecimiento de la discoteca y del "pub" siempre con un nombre con diéresis inglesa. Creyeron en la eficacia estabilizadora, "política", de la renta «per capita» y otras necedades por el estilo y de un país pobre pero hermoso y con posibilidades de "regeneración", hicieron un país con fugaz apariencia de rico que se ha afeado de modo alarmante... y con regeneración dificultosa».
Esto lo escribía Caro Baroja en la revista Triunfo en los años 80 pero se puede suscribir hoy con la certeza ya de que hay poca solución razonable para los problemas derivados de aquel caos creado por la misma autoridad y de que todas las revoluciones del siglo XX –las cruentas y las incruentas- fracasaron definitivamente en el seno de nuestra sociedad, con el leve matiz -excepcional y por lo mismo escaso- del aire fresco que algunas ideas y algunos personajes aportaron al tórrido ambiente, pero que yo compararía con el efecto que podría producir un abanico o un paipay en el aire plúmbeo de un patio sevillano durante una siesta de julio. Esas ideas fueron como los faros costeros, que alertaron del peligro de las rocas, pero siempre desde lejos, desde la distancia, desde ese emplazamiento al que el barco no volvería jamás. Sin embargo tengo la íntima sensación de que el fracaso de quienes entonces clamábamos en el desierto tiene mucho más valor y más sentido que el triunfo, si tenemos en cuenta a cuánto se vende hoy el kilo de éxito, dónde se vende y para qué.
En cualquier caso, si algo puede redimirnos de los errores pretéritos es la voluntad de no volver a cometerlos, aunque esa voluntad esté ahora mismo escalando los cerros de Úbeda, empeñada en defender un mundo antropocéntrico que en realidad ya ha desaparecido para convertirse en biocéntrico y global.
Los tiempos y los sistemas de ataque han cambiado mucho desde las guerras narradas por Homero en la Ilíada o en la Odisea y traducidas al lenguaje cinematográfico por Wolfgang Petersen e interpretadas por un Aquiles de guardarropía. Nuestros días nos han traído una novedosa y sofisticada forma de invasión. Su procedencia está clara pero no así sus tácticas; sin una verdadera actividad bélica, sin violencia, sin aparente barbarie, ha entrado en nuestras vidas atacando dos puntos neurálgicos y vitales: nuestras ansiedades y nuestra curiosidad. En vez de machacar con piedras catapultadas, en lugar de agredir con bombardas que arrojen toscos bolaños, hostiga hasta la seducción con fantásticos productos que hacen desaparecer el ansia y la incertidumbre; ataca con maravillosos artículos que calman la sed, mitigan la impaciencia o nos hacen sentirnos solitarios soberanos de mundos imaginarios enlazados por cables o por ondas, que penetran sin atropello hasta el reducto más íntimo del hogar y del alma. La victoria es patente y el método admirable pues se ha producido sin derramar una gota de sangre (al menos en estos lares y en estas circunstancias). Se ha conquistado nuestra voluntad y se ha reducido cualquier tipo de discrepancia pues todos estábamos convencidos de antemano de la necesidad de ser invadidos; seguros de la oportunidad de cambiar nuestros viejos hábitos por útiles y beneficiosos géneros con deslumbrantes resultados; necesitados de una nueva lengua -mediata y secundaria pero imprescindible- que nos permitiera comunicarnos sin decir nada profundo ni problemático ni controvertible; persuadidos, en fin, de que no hay nada tan sagrado en esta vida que no se pueda estampar en el pectoral de una camiseta, ni ningún himno o marcha con ritmo tan obstinado que no pueda pasar, con leves retoques, a formar parte de esa otra «marcha» que es la que, hoy por hoy, verdaderamente crea adeptos. Casi sin darnos cuenta hemos metido el caballo de Ulises dentro de Troya; y ya hemos tenido ocasión de comprobar quién venía dentro. Con la excusa de la modernidad presuntamente necesaria, con la artimaña de que si no colaboramos a esa invasión no somos de este siglo, se nos han colado la necedad y la incuria, la ignorancia y la desidia.
¿Cómo no va a hacerse más indispensable que nunca defender Troya de los errores del momento, que nos están dejando una sociedad desnortada y disfrazada con una personalidad ajena e innecesaria? Troya debe armarse contra tanto despropósito y la actitud más prudente es precisamente la defensa de lo propio, del patrimonio, es decir de aquellos conocimientos que nuestros padres nos entregaron y que por tanto nos atañen y nos definen. Ese patrimonio, tanto el material como el inmaterial, son difícilmente separables pues no se entiende una sociedad sin su mentalidad, del mismo modo que no se concibe un conjunto etnográfico sin conocer las creencias, costumbres, técnicas, herramientas y usos que le dieron origen.
No se trata ya de defender lo «auténtico» –en realidad ¿quién sabe a ciencia cierta lo que lo es y lo que no?– sino de quedarnos con lo «natural», con lo congénito, frente a la impostura de lo que nos resulta tan alienante como solapado. Para que se produzca la necesaria reacción se haría imprescindible una educación previa (que hoy ya rechazamos porque todo lo sabemos y nada necesitamos), un respeto hacia esa misma naturaleza que nos inclinara a apreciarla antes de pensar en el partido que podríamos sacar de su disfrute. Pero lo natural y la naturaleza parecen especies en peligro de extinción. Bosques, humedales, montes y corrientes de agua se ven hoy día invadidos, azotados, torturados y manchados por gentes que desconocen e ignoran voluntariamente el resultado de sus acciones. Y no podemos olvidar que, previamente a todo esto o tal vez como preparación a la situación actual, había desaparecido el respeto a la naturaleza entre muchos de los habitantes del medio rural, que eran quienes más obligación tenían de mantenerlo, por convivir con ese entorno y depender en buena parte de su relación con él.
Es fundamentalmente la actitud del ser humano la que ha cambiado, sustituyendo convivencia por dominio, pasando de actitudes prudentes o humildes a talantes prepotentes, prefiriendo dependencia a autonomía, despreciando todo aquello que no esté integrado o avalado por un universo en el que los antiguos dioses han sido sustituidos por el progreso y tecnología.
«Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados a su alrededor. Y podían tomar tres decisiones: rajar la madera cóncava del caballo con el mortífero bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde lo alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse, pues era su destino que perecieran cuando la ciudad hubiese introducido dentro de las murallas el gran caballo de madera donde estaban sentados los mejores guerreros de Argos que traían la muerte a los troyanos».