18-01-2014
La palabra estación está asociada en mi infancia, a pesar de su etimología relacionada con la permanencia o el estatismo, al concepto de movimiento. Los cambios atmosféricos iban marcando inexorable y puntualmente la llegada de temporadas distintas que aportaban novedad y alteraciones de la meteorología: heladas en invierno, lluvias en primavera, calor en verano y tiempo ventoso en otoño que se levantaba para arrebatar a los árboles de los parques su apariencia de vida. Vivaldi había captado esas transformaciones violentas y cíclicas de la naturaleza en los conciertos que escribió para su “Batalla entre la armonía y la invención”. Todas las furias del universo tenían cabida en la creatividad de “Il prete rosso” que trataba de ser virtuoso con el violín ya que no podía serlo con otro tipo de pasiones y de instrumentos.
Algunos artistas plásticos, probablemente con la misma intención de reflejar las mutaciones que el paso del tiempo dejaba inexorablemente en las personas, nos legaron una “primavera” venusina joven y hermosa (en el caso de Sandro Botticelli) y un “señor invierno” anciano y barbudo (en la versión del artista tardoromántico alemán Moritz von Schwind). En nuestras pequeñas vidas sin embargo, lejos de Venecia y del Barroco o de cualquier pinacoteca del mundo, todo parecía transcurrir lenta y tediosamente con los únicos hitos del calendario escolar y sin intervención alguna de nuestras voluntades.
"Herr Winter" (el señor invierno) en la versión de Moritz von Schwind, entre el San Nicolás religioso y el Papá Noel de Haddon Sundblom, creador para la Coca-Cola de la popular imagen del viejo que trae juguetes cada invierno pero también madera para iluminarnos y calentarnos.
Las otras estaciones, las de los trenes y autobuses, estaban también marcadas por la velocidad o el desplazamiento. Particularmente, los sábados y domingos en que nuestros padres nos llevaban fuera de la ciudad, teóricamente a disfrutar, y se daba fin a la excursión con unos temibles regresos en los que bolsas, cestas y paquetes compartían el espacio físico de los individuos en los pasillos y sobre las plataformas, amontonados unas y otros caóticamente dentro de aquellos trenes que olían a merienda encetada y carbonilla. Quien no haya sufrido esas tardes de domingo difícilmente podrá comprender a dónde quería ir España –incluida todavía Cataluña- para liberarse de las tardes grises y domésticas sólo amenizadas con el “carrusel deportivo” o puntualmente alegradas por los únicos triunfos posibles en esa época que eran los del tute o los de la brisca. Los anuncios radiofónicos despertaban la imaginación y nos transportaban a suntuosos edenes, donde un sultán barbudo hallaba en el uso diario de las hojas de afeitar “Palmera” la solución para llevarse bien con sus vasallos, o nos situaban directamente en el África tropical donde un negrito cultivaba cacao al son de canciones que dedicaba presuntamente a los papás de todos los niños recordándoles que también el futbolista, los buenos nadadores, el ciclista y el boxeador recurrían a la fórmula magistral para mantenerse fuertes y sanos. Para imaginar todas estas cosas no hacían falta estaciones porque los trenes de ficción de nuestra mente circulaban desbocados, como las maquetas de Payá o de Rico que hacíamos girar siempre más deprisa sobre los circuitos ovalados que ampliábamos cada año por Reyes. Para esos recorridos, digo, no eran necesarias estaciones estáticas porque nos habíamos subido en los vagones de la fantasía y aunque pasábamos de vez en cuando por delante de un factor o de un jefe de estación con la bandera roja levantada, no le hacíamos ni caso. Cuando otras banderas rojas empezaron a desplegarse, Franco estaba ya casi tan “Palmera” como el sultán y no era consciente de la que había organizado metiéndonos a todos en un tren de vida cuya máquina no tenía freno y cuyo billete estamos todavía pagando. Dios nos asista.
Indefectiblemente, Dios nos asistía cada Cuaresma desde las Estaciones de un Via Crucis que también se hacía en movimiento, desplazándonos dentro del templo o saliendo por el campo para recorrer las 14 cruces de piedra que recordaban el camino al Calvario de Jesús según la tradición evangélica. En poco tiempo sustituimos aquellas paradas, devotas y penitenciales, por otras Estaciones, las de Servicio, que administraba la CAMPSA (o sea la compañía arrendataria del monopolio de petróleos) para dar a todos los españoles la oportunidad de viajar y desplazarse hacia las costas, cuando todavía no había empezado el Estado a cargarnos esas costas sobre nuestras propias costas o costillas. Ahora nos ofende mucho cuando algún país hispanoamericano nacionaliza los recursos en contra de los intereses de la empresa española de turno, pero no nos acordamos ya de que nosotros hicimos lo mismo en tiempos de Primo de Rivera con las famosas “siete hermanas”, que era como se llamaban las siete compañías que nos explotaban antes de que se creara la Opep, o sea antes de que se hiciera bueno el dicho “los mismos perros con distintos collares”: la Standard Oil –Esso, Chevron y Mobil-, la Gulf Oil, la Shell, BP y la Texaco sustituidas por compañías de Arabia, Irán, Venezuela, Malasia, Brasil, China y Rusia que se llaman de otra manera pero que nos siguen vendiendo un producto demasiado oscuro sin el cual, aparentemente, no podemos vivir.
También nos parece indispensable para subsistir en la sociedad que nos hemos -o nos han- preparado, la conversación breve pero socorrida acerca del tiempo, de cuya veracidad se presentan como avalistas ésta o aquélla estación meteorológica que ha medido los datos con toda la precisión imaginable. Ya no son de recibo expresiones generalistas del tipo “hace frío” o “parece que va a llover” sino que se nos exigen soluciones mucho más exactas extraídas directamente de un móvil de última generación conectado con dichas estaciones. Esas mismas Estaciones nos informarán también del estado de las pistas de otras Estaciones, las de esquí, cuya nieve nos permitirá patinar sin más riesgo que el de rompernos algún hueso o luxarnos algún ligamento.
Patinazos peores se pueden dar si se nos ocurre estacionar –o sea inmovilizar, y aquí sí que tiene la palabra el sentido de parada- un vehículo allí donde el código de la circulación no lo permite.
Y es que la vida se parece a aquellos guardias que nos compelían con la imperativa frase “circule, circule” siempre que, con un despiste monumental nos entreteníamos fijándonos en algún accidente ocurrido en la calzada, o cuando se producía cualquier acontecimiento que podía acabar en atasco. La vida nos exige un movimiento y eso, vuelvo a repetir y por extraño que parezca, está en las Estaciones, ya sea en las del mapa del tiempo con sus cambios tan apropiados para una conversación corta e improvisada en un taxi o en un ascensor, ya sea en las de Vivaldi –que tenían tres movimientos para cada estación-, ya sea en aquellas otras donde a diario se congregan semovientes en torno a un vehículo que se desplaza y de cuyo impulso van a depender para convencerse de que aún están vivos y que la próxima parada no es la estación término.