Joaquín Díaz

REMEDIOS SIN REMEDIO


REMEDIOS SIN REMEDIO

El Norte de Castilla - La Partitura

16-11-2013



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Se preguntaba hace muchos años el joven Robert Zimmerman –por otro nombre Bob Dylan o el juglar de Duluth– cuántos caminos tendría que recorrer una persona para que se le pudiese llamar persona. Evidentemente se trataba de una pregunta retórica –un poco ingenua y hasta bienintencionada– a la que seguían otras del mismo tenor destinadas a que los jóvenes de su época se interrogaran, al menos por un momento y cantando todos juntos, qué demonio pasaba en ese mundo tan desarreglado en el que les había tocado vivir. Es notable que lo mejor de esas cuestiones retóricas no es que no tengan respuesta, sino que se sigan haciendo siglo tras siglo. ¿Cuántas generaciones tienen que pasar para poder superar el trauma de una guerra? Cuando parece que está a punto de extinguirse la llama bélica, cuando el tiempo ha actuado como bálsamo sobre la herida abierta y aparentemente se va mitigando el sufrimiento inútil, otra generación “despistada” que no había terminado de entender el significado de la pregunta vuelve a liarla. Es lo del chiste del león sordo: vamos, que se acaba el concierto y hay que esperar al siguiente explorador que sepa tocar un instrumento para disfrutar de la música.

Se me ocurre ahora, por ejemplo, que cuántos premios Nobel tendremos que ver subiendo al estrado de la Academia sueca para que se nos quite la capa de tontería que en estos momentos tenemos todos. El profesor italiano Carlo Cipolla –que seguramente habría tenido más seguidores en España de no haberse apellidado así– afirmaba en su obra “Allegro ma non troppo” que incluso aquellos que subían al estrado en Suecia estaban bajo sospecha de ser tontos. Según su análisis demoledor todos quedaríamos más que sorprendidos al conocer el número elevadísimo de estúpidos que circulamos por el mundo y que nos ponemos zancadillas unos a otros sin orden ni concierto. La tipología de esta tropa, siempre según el profesor, era como para deprimirse: toda la humanidad estaba comprendida en cuatro apartados que respondían a los siguientes principios por orden alfabético: Bandido (que es quien consigue rentabilizar la tontería de los que le rodean), Desgraciado (el que se castiga a sí mismo para beneficiar a los demás), Estúpido (que es el que causa perjuicio a los demás y de paso se lo causa a sí mismo) e Inteligente (que es –y por fin encontraba a alguien aprovechable– quien con sus obras beneficia a los demás y se beneficia también él). Lo preocupante del análisis del profesor italiano no era que sólo hallara una cuarta parte de individuos útiles, sino que las otras tres cuartas partes eran numéricamente apabullantes. De uno de sus gráficos se podía deducir además que las fórmulas puras no eran frecuentes y de ese modo los prototipos se multiplicaban peligrosamente dando como resultado, por ejemplo, Bandidos-Inteligentes, Desgraciados-Estúpidos, etc., etc. Advertía del riesgo de no analizarse previamente, pero sobre todo del riesgo de relacionarnos con un Estúpido o caer sin percatarnos bajo su área de influencia, ya que de un Bandido puedes esperar una cierta lógica en sus reacciones y un Desgraciado hasta te puede causar ternura, pero un Estúpido, cuyo comportamiento no se ajusta a ninguna regla conocida o racional y además –precisamente por ignorar que es estúpido– sigue un camino tan desordenado como inesperado, te puede dejar inerme y sin posibilidad de respuesta o capacidad de contraataque.



No se puede olvidar que el profesor italiano era un economista y sus conclusiones, por tanto, se referían fundamentalmente al área de sus estudios, si bien podían aplicarse a otras disciplinas por extensión, como ha quedado demostrado en los últimos años en su país y en el nuestro. Deducía que la causa del empobrecimiento de algunas sociedades venía determinada por el desmesurado número de personas Estúpidas que estuviesen actuando en ese colectivo en un momento determinado o durante un período prolongado de tiempo, y la falta de acierto en las personas Inteligentes para controlarlas.



Reconozco que la deriva de la sociedad española en los últimos años me ha impulsado a releer el librito del profesor de Pavía al que he agradecido una y otra vez sus reflexiones por sabias y oportunas. Tal vez el principio de conducta que atribuye al humor –al verdadero humor, que él explica convenientemente– como clave para soportar dignamente la vida, me ha impulsado a solidarizarme con todo lo que discurrió y escribió este sabio economista: “Hacer humorismo sobre la precariedad de la vida humana cuando uno está junto a la cabecera de un moribundo no es humorismo. En cambio, cuando aquel gentilhombre francés, que subía las escaleras que lo conducían a la guillotina, tropezó con uno de los escalones y dirigiéndose a los guardianes exclamó: «Dicen que tropezar trae mala suerte», aquel hombre bien merecía que se le perdonara la cabeza”.



Echo de menos la inteligencia en los comportamientos individuales y colectivos de nuestra sociedad y, aunque hago esfuerzos por aplicar el humor en forma de emplasto a todas las situaciones, me termino acordando de los parches Sor Virginia que eran más eficaces cuanto más escozor causaban. Precisamente el que esos parches contuvieran guayacol (que era mortal, como casi todo, en dosis altas) o que otros remedios similares llevaran capsaicina –un compuesto químico fabricado con un componente activo que se encontraba en los pimientos–, hacía que te acordases de la famosa monja que aparecía en los sobres del parche nada más ponértelos. ¿Tendrá razón el proverbio que anunciaba que era peor el remedio que la misma enfermedad? No sé si sería aplicable en este caso, pero todos los parches que se han colocado sobre las crisis recientes –y repito que la peor crisis es la de que nos hemos vuelto todos tontos– han venido a escocernos tanto como los remedios amostazados de nuestras abuelas, que te causaban un picor tremendo para distraerte de un dolor normal.
Cuando he sabido que J.P. Morgan y Jamie Dimon –el banquero mimado que gana 20 millones de dólares al año por hundir la economía universal– vuelven al ataque en nuestro país amagando con invertir otra vez en no sé qué cosas, me he preguntado si la tontería es exportable. Lo que veo al menos es que se reproduce fácilmente y no tiene fronteras. Ya decía Joan Corominas que “tonto era palabra de creación expresiva cuyos equivalentes se encuentran en muchos idiomas”. ¡En todos, diría yo! Claro, qué van a decir esos bancos si llevan años invirtiendo en deuda española y tienen que recuperar ahora lo invertido...
¡Ay, profesor Cipolla, cuánto añoro sus palabras y su sabiduría! Gracias por recordarnos que nos queda siempre el recurso del humor y la panacea de la etimología que suele explicarlo todo: tonto es el que se ha quedado pasmado o alelado después de escuchar un trueno y se le ha vaciado el cerebro del ruido. Algo así nos ha pasado a nosotros, que los escándalos atronadores nos han pasado factura. Estamos sin remedio apuntados a uno de los cuatro puntos cardinales del profesor italiano... Siempre me acordaré de María, aquella panderetera de Brañosera que después de haberse animado a grabarme un tema se dio cuenta de que nadie más se atrevía a salir y un poco corrida por la falta de apoyo reclamó a un conocido que estaba allí más callado que un muerto: “Fidel, échate tú también una, que pa hacer el tonto vale cualquiera”...



Pues eso.