Joaquín Díaz

TODOS SOMOS MAESTROS


TODOS SOMOS MAESTROS

El Norte de Castilla - La Partitura

26-10-2013



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Los estudios sobre los pliegos de cordel nos han presentado ya muchas veces a sus intérpretes habituales: ciegos famosos y copleros notables de los que normalmente se resaltaba alguna característica como su astucia, su voz peculiar, su atuendo, sus relaciones con otros ciegos o con pobres de su entorno... Casi todos esos datos venían acompañados por un reconocimiento implícito al arte de comunicar, de entretener, de transmitir noticias y conocimientos que ejercieron estos bardos populares entre su público. Eran personajes de carne y hueso en los que uno podía presentir, independientemente de la calidad o el valor de los papeles que traían y vendían, un carácter, una historia y una especialización cuyos detalles venían a explicar en cierto modo algunos de esos interrogantes que siempre se presentaban al investigador al estudiar en los músicos populares la selección de repertorio, las fórmulas de interpretación o composición, la relación con las imprentas y poetas, etc., etc.


Uno de esos personajes, Juan de la Cruz, hospiciano de la inclusa madrileña, recorrió toda España entre los años 10 y los 50 del pasado siglo, llevando su ceguera y sus coplas a los más recónditos pueblos y a las calles y mercados de ciudades medianas y grandes. Gracias a su mujer, Teresa López, que memorizó y grabó posteriormente casi todo su repertorio, conocemos sus preferencias y las claves para interpretarlas.

Juan de la Cruz creció sin padres y sin cariño, especialmente sin el cariño tan necesario de la madre, aspecto que ocupó una parte importante de su producción poética. Recibió malos tratos en el hospicio por parte de alguno de los funcionarios –en concreto un celador–, lo que despertó un espíritu crítico ante la injusticia que se acrecentó al salir de la institución y pretender casarse. La familia de su futura esposa se opuso terminantemente al enlace por no pertenecer a la misma clase social –por “no igualar” como decía él– y Teresa decidió finalmente abandonar su casa y dedicarse en cuerpo y alma a acompañar a Juan y aprender con él las lecciones de la vida. Sufrieron varias guerras y descubrieron sin dificultad lo inútiles y crueles que eran. Tuvieron cuatro hijos, los alimentaron y vistieron -a veces en condiciones verdaderamente difíciles-, pero en todos inculcaron el mismo espíritu de libertad y criterios similares a los que marcaron su propia existencia.
Teresa revelaba en esa grabación las preocupaciones de su esposo, que se podrían resumir en tres planos: el personal, el familiar y el social. Para Juan de la Cruz el haber carecido de madre era un auténtico trauma, que intentaba superar inventándose una y dotándole de todas las virtudes posibles. La madre perdonaba al hijo hasta cuando éste delinquía, y su apoyo moral visitándole en la cárcel tenía mucho que ver con la imagen ideal que se formaba de ella, del mismo modo que las cadenas y la soledad parecían representar esa “culpa” que abrumaba a los hospicianos al caer el error de su abandono sobre sus conciencias en lugar de hacerlo sobre quienes les depositaron en la inclusa:

Tarjetas postales somos
que por el mundo
vamos corriendo
y podemos decir
que no hay cariño
más verdadero
que el de una buena madre
pues cría al hijo sin interés,
lo nutre con su sangre
y si es preciso muere por él...

Juan de la Cruz utiliza el recurso de hacer hablar a las tarjetas postales, el medio más popular de comunicación en la época en que comienza a ejercer su oficio, para hacerlas decir algo que a él, por no haberlo experimentado, le resulta más difícil de afirmar incontestablemente: que el amor más cierto es el de la madre hacia su hijo. De este modo, hablando las postales que son un medio rápido, fiable, económico y seguro de transmisión de mensajes, su aserto tiene todas las garantías de llegar directamente a la emoción del público y además ser aceptado sin dudas. El texto se publica en pliego bajo el título “Bonita colección de cantares titulados Amor de madre” y se completa con el “Enlace amoroso entre un soldado y una mora”, tema que parece también de Juan de la Cruz ya que la guerra de Melilla es un motivo al que recurre con mucha frecuencia en su repertorio y el estilo del verso es similar. En realidad en la “Bonita colección…” amplía la preocupación personal y de relación con su madre para trasladar el problema al ámbito familiar, trastornado en sus estructuras por la situación bélica. Los ancianos son los más perjudicados pues no pueden ser atendidos por sus hijos que deben marchar al frente de Melilla para ser sacrificados en una guerra tan inútil como injusta:

Echaron cuenta varios gobernantes
que de los moros había que vengarse
había que darles una gran lección:
A fuerza de castigos, civilización.

Yo no sé quién la lección ha llevado
porque allí han muerto muchos miles de soldados
y por eso pide España, se acabe la guerra ya,
aquél que tenga minas mande a sus hijos allí a pelear...

Además de su amor por la madre añorada, la sociedad española le preocupa obsesivamente a Juan de la Cruz. Sus inquietudes asoman en las canciones que compone, del mismo modo que poco antes España le dolía a más de uno de los integrantes de la generación del 98. Como si hubiese sido testigo de la escena aparecida en una página de la revista satírica “El Loro” en la que se representa a un torero dando limosna a un maestro –enseñante en paro que está ante una escuela municipal destartalada y desatendida- mientras le dice en tono condescendiente: “Tenga usté compadre, que al fin y al cabo todos somos maestros…”, Juan de la Cruz enfrenta en uno de sus temas al torero Machaco y al científico Cajal, representantes de dos modelos de sociedad opuestos e incompatibles. De hecho es extraño que él, como hospiciano, recomiende el camino arduo del estudio mientras lo normal era ya, en la sociedad de su época, la actitud materialista que llevaba a recurrir al valor o incluso al desprecio de la vida para hacerse torero. Pero en realidad, para la mentalidad popular, Machaquito era un héroe y Cajal no. Por más trabajos científicos que se le pudieran atribuir al sabio aragonés, por más personas a las que hubiese podido salvar con sus descubrimientos, no lo había hecho con peligro de su vida, como Rafael González Madrid, quien, en el cenit de su carrera y toreando en Hinojosa del Duque, realizó la hazaña de salvar al público aterrorizado (que había quedado a merced del toro al caer sobre la plaza parte del tendido) con unos muletazos y una estocada que le valieron la Cruz de Beneficencia. Machaco socorre a los débiles como lo haría un dios olímpico y lo hace con el arrojo con que se comportaría un valiente, un guapo o un jaque de siglos precedentes.

La preocupación de Juan de la Cruz y el estilo satírico de sus coplas no eran nuevos y se pueden rastrear gracias a impagables trabajos de documentación que han ido apareciendo en Andalucía en épocas recientes. Antonio Rodríguez “el tío de la tiza” y Manuel López Cañamaque, entre otros muchos poetas y músicos notables, se encargaron de hacer en Cádiz entre los años 70 del siglo XIX y los comienzos de la guerra civil de 1936, una crítica irónica y graciosa de los sucesos que se producían cada año en el país o en la capital gaditana. Juan de la Cruz toma en cierto modo su antorcha y reconoce su magisterio, que es el del autor-intérprete: algunas de las canciones que interpretó por los caminos de España y que luego fueron grabadas por Teresa López, fueron de la autoría y el repertorio de Antonio Rodríguez, una de las mentes más agudas y felices que ha dado Cádiz y uno de los mejores mantenedores de su Carnaval durante muchos años. Fue él quien describió en 1905 la aparición de unos duros antiguos en una almadraba, hecho que despertó codicias y comportamientos impropios que fueron irónicamente comentados por el gran don Antonio e interpretados por la comparsa de “Los Anticuarios” en aquella canción, todavía hoy popular, que comenzaba: “Aquellos duros antiguos que tanto en Cádiz dieron que hablar…”. Qué poco hemos cambiado aunque nos parezca lo contrario.