21-09-2013
Todavía existen en España algunos lagos y lavajos que reciben la denominación de “laguna de mor”, o del moro o de los moros. León (en Santa Cristina del Páramo), Sevilla (en Cabezas de San Juan), Toledo (en Los Alares), Cáceres (en Zarza la Mayor) y Valladolid (en Urueña), podrían servir de ejemplo. La raíz “mor”, que seguramente dio origen a la expresión, significa, en algunas lenguas anteriores a la latina, “lugar oscuro” o “lugar salvaje”, de donde muchos filólogos han hecho derivar la confusión de moro con “mor”, ya que moro, en las lenguas romances, se aplicaba a la persona de tez oscura y, por extensión, al hombre primitivo que venía de lugares no cultivados. Esa asimilación de “mor” a lo sombrío o a lo inculto (y por tanto a lo peligroso ya que nos era tan ajeno como desconocido), hizo que muchas de las palabras derivadas de esa raíz –incluyendo los términos “amauros” y “maurus” del griego y del latín respectivamente– designasen conceptos que fluctuaban entre la oscuridad y la confusión, terminando por mezclar a todo ello enfermedades del cuerpo y del alma, como las contraídas en los lugares pantanosos o las que provenían de alguna insania mental.
Para Tolkien, inventor de una mitología moderna basada en creencias antiguas, no fue muy difícil recurrir a los orígenes de la humanidad al escribir su obra “Silmarillion”, texto que explicaba y complementaba la terminología de “El señor de los anillos”. Para el curioso y atípico profesor que conocía y usaba las raíces de las palabras y su etimología, “Moria” era una enorme mina construida por los enanos y habitada por ellos, de donde lo mismo podían salir tesoros que desgracias.
En España, casi todas las historias que rondan lo mistérico tienen el sello de los moros y de cuevas habitadas por ellos: tesoros ocultos, pasadizos secretos, imágenes enterradas, provienen, aparentemente, de la época de la dominación que hubo de dejar, tras tantos siglos de influencia, secuelas legendarias. De hecho existe una multitud de versiones referidas a un relato que adquiere visos de verosimilitud en cuanto toma carácter local y reviste forma propia: la cueva de los moros. Se dice que, tras abandonar los mahometanos suelo cristiano, algunos quedaron encerrados en grutas y galerías custodiando fabulosas riquezas, ganadas en batallas, o guardando los cuerpos de sus hermanos de alguna profanación. Para evitar ser vistos bajaban de noche a algún venero cercano a por agua y allí se les escuchaba cantar terroríficas monodias que repetían si alguien pretendía penetrar en su cueva, alejándole con aquel triste y lúgubre lamento. El hecho de que utilizasen las fuentes próximas para beber concedía a éstas unas cualidades especiales o mágicas que consistían habitualmente en abundancia de caudal o en propiedades medicinales. Además, como señores de las grutas al igual que los enanos de Tolkien, poseían el secreto de intrincados laberintos, algunos de los cuales estaban inundados de aceite, lo que les permitía desplazarse de unos lugares a otros con extraordinaria celeridad; si algún animal perdido se acercaba a la gruta sin que el amo lo advirtiera y caía en alguna de esas simas, aparecía al día siguiente, inexplicablemente, a diez o doce kilómetros, en otra salida natural.
Del mismo modo que pavor era tener temor a un golpe –de la naturaleza que fuera– el miedo es un temor irreflexivo e inconsciente hacia lo desconocido; normalmente se produce ante algo cuya consecuencia se ignora. Evidentemente el miedo es personal y cada uno tiene un concepto diferente de lo que le asusta o del porqué le produce esa sensación tantas veces irreprimible. Un personaje de Saturnino Calleja, el creador y difusor de tantos relatos que nos entretuvieron y asustaron de niños, le espeta a su compañero en la cueva de Salomón: "Qué te crees, ¿que el miedo se le quita a uno cuando quiere?", indicándole claramente que ante el temor a lo que les pueda sobrevenir, la voluntad poco puede. Y es que además, lo visto o escuchado no es nada comparado con lo que la imaginación sugiere, sobre todo si un ámbito tétrico lo propicia. No hay duda de que la luz eléctrica vino a acabar con algunos (no todos) de esos espantos seculares: al iluminar oscuros rincones de casas y calles, clarificó también los espacios más recónditos de la mente humana en cuyas sombras se habían albergado durante tanto tiempo aquellos antiguos miedos a lo desconocido.
Llama la atención, al repasar la nómina de seres fantásticos o mitológicos cuya sola mención hacía temblar a niños (y menos niños) de épocas pasadas, que la oscuridad y la naturaleza estuviesen presentes, de alguna forma, en casi todos ellos: el dragón, guardián de los espacios inferiores y de las cuevas lóbregas; el demonio, señor de las tinieblas que convertido en macho cabrío reunía a las brujas sometidas en medio del bosque; el fantasma, que tan pronto se manifestaba en forma de remolino en medio de las tierras como esperaba las horas nocturnas para hacerse notar; el coco, tan relacionado con lo negro y tenebroso; el hombre del saco, impenitente peregrino de lejanos caminos que llegaba para meter en lo profundo de su talego a los niños malos; el lobo, que ocupaba las oscuras emboscadas y acechaba al viajero en las noches de invierno... Para qué seguir. En cualquier caso, es evidente que el temor, no sólo creó a los dioses –como acertadamente llegó a decir Petronio–, sino que dio hálito a distintos modelos de personajes populares, unos enraizados en la mitología y otros en creencias localistas, pero todos propiciados por la oscuridad y los bosques numinosos, sinónimos de lo misterioso, cuando no del mal, la desdicha o la muerte.
El bosque siempre atrajo al ser humano con ese tipo de seducción que suele ofrecer lo indescifrable y hermético. Tal vez ese gusto por lo inmediato que preside muchas de nuestras acciones en los tiempos presentes nos impida comprender en toda su extensión uno de los principales significados del culto antiguo a los bosques. Tan cierto como que nuestros antepasados veneraban algunas especies lo es también que tales especies solían ser longevas y resistentes al paso de los años. Es evidente que, en su afán por encontrar elementos que le sirviesen de referencia y diesen sentido a su presencia en la tierra, el ser humano valoró más todo aquello que le superaba en edad y vivía antes y después que él. En ese sentido, buscó prácticas cultuales que mitigasen la relatividad de su existencia y que le permitiesen venerar aquello que le sobrevivía como algo sobrenatural o, al menos, difícil de comprender. El hecho de ir dominando poco a poco la naturaleza hizo caer después al individuo en la tentación de pensar que estaba en su mano el destino y la vida de aquellas especies.
En Cochinchina, siguiendo antiguas leyendas, creían que los hombres primitivos eran inmortales porque cuando fallecían eran inhumados al pie de un árbol que les hacía resucitar; al no morir nadie, la tierra se pobló de tal manera que los lagartos no podían salir de sus madrigueras sin que alguien les pisase la cola, en vista de lo cual decidieron engañar al hombre e invitarle a que enterrara sus muertos al pie del Long Khung o árbol de la muerte...La mitología Babilónica también describía un árbol al que sólo los dioses tenían acceso... Como se puede comprobar hay, en Oriente y Occidente, un argumento pertinaz: el árbol, símbolo de la vida en la tierra, está protegido –al igual que las aguas, que son otra fuente de la existencia– por seres terribles, encargados de defender su integridad y de alejar a los intrusos. Esos seres aparecen idealizados en muchas representaciones antiguas. No es extraño, pues, que las religiones primitivas hicieran del bosque un lugar lleno de misterios y propicio para el culto; y menos extraño aún que enigmas, miedos y ensueños se encerrasen en él con arcana insistencia. Quien se adentraba en el bosque se exponía a descubrir los secretos de la vida con todas sus terribles consecuencias y eso sí que era de verdad peligroso.