25-05-2013
Todos los relatos sobre la creación del mundo tienen algo de enigmático. Nada podría resultar más apropiado para describir las cerradas tinieblas en las que, según las antiguas historias, se hallaba la tierra antes de que aparecieran sobre ella los seres vivos. Si la palabra enigma significa "frase oscura", oscuros son también los principios del universo, al menos desde los tiempos en que el ser humano necesitó inventar su propio origen y lo hizo por medio de narraciones legendarias. No pensemos, sin embargo, que sólo el pasado es depositario de los secretos de la vida y de sus arcanos: Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad en pleno siglo XX en clave de libro sagrado y nos hizo revivir el misterio de una humanidad recreándose en los límites de un pequeño pueblo. Con palabras elementales, García Márquez afirma al comienzo de su relato: "El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo". No tratemos ahora de dilucidar si el origen del lenguaje -y por tanto de la comunicación- está en esa necesidad, la de definir, o está, como sugieren algunos filólogos, en el momento en que una persona, recién despertada de un sueño, sintió el impulso de trasladar a otros su experiencia onírica como si acabara de nacer.
En ambos casos el individuo, imitando la forma de crear de los dioses, precisa señalar objetos o personas para distinguirlos y para esa tarea utiliza los nombres, o sea las palabras que designan algo: las palabras-fuerza, según las define Paul Zumthor. Son palabras que transmiten una especie de fórmula de posesión, de ahí que sea conveniente repetirlas varias veces, como tratando de apoyar o reafirmar el conjuro por medio del cual el aire penetrará en el objeto definido o lo envolverá.
La transmisión de las ideas por medio de la voz es, por tanto, tan antigua como la civilización, aunque tan antiguo como la necesidad de transmitir sea también el recelo que esa capacidad suscita en quien no la tiene o en quien no la comprende o no la acepta porque le asusta. Todo lo que mueve a la reflexión, todo lo que significa desplazamiento o traslación es inquietante porque nos aleja del tópico o lugar común. Y, sin embargo, ese lugar común no es el paraíso ni el famoso valle de Josafat -principio y fin de la mitología bíblica-, sino una especie de palenque donde se puede luchar en buenas condiciones contra la realidad aplastante, contra la banalidad. Tampoco es el "locus amoenus" literario: ni es florido vergel ni convención poética sino más bien un emplazamiento mágico desde el que se atisba un mundo que jamás poseeremos y que, por lo mismo, nos ayuda a elevarnos y en cierto modo nos consuela. Está mucho más cerca, en ese sentido, del "País peligroso" de Tolkien, quien al reflexionar sobre el efecto de los cuentos fantásticos como medio de renovación, de evasión y de alivio (probablemente ante una vida vulgar como la que le tocó a él mismo sobrellevar), escribe:
"Este efecto [el de la alegría que produce la resolución de un cuento] resulta mucho más poderoso y estremecedor cuando se da en un buen cuento fantástico. Cuando en un relato así llega el repentino desenlace, nos atraviesa un atisbo de gozo, un anhelo del corazón, que por un momento escapa del marco, atraviesa realmente la misma tela de araña de la narración y permite la entrada de un rayo de luz."
Tal vez sea por ahí, por ese resquicio a través del cual parece que penetra un rayo de luz, por donde deberíamos buscar el origen del misterio en la palabra y su capacidad para evocar, iluminar y emocionar. Las voces que transmiten, y que actúan como oficiantes esotéricos, nos sugieren un espacio mítico en el que las palabras tienen una densidad de peso mucho mayor que el que habitualmente poseen en los diccionarios al uso. Platón abrió una época, que ya se alarga demasiado, en la que el mito como sueño común estaba desterrado. Sólo a fines del siglo XIX, y por la vía del estudio del alma humana, el sueño recupera su función benefactora e ilumina el mito haciéndolo ganar en profundidad. Los estudios de Sigmund Freud habían destacado el poder terapéutico del viaje al inconsciente personal para tratar de llevar al nivel de la consciencia todo aquello que impidiese que una persona enferma hallara el camino de su curación, incluyendo lo más desagradable de sí misma o de su pasado. Aunque algún alumno de Freud como Karl Abraham estudió la posibilidad de penetrar en el mundo mítico a través del psicoanálisis, serán Carl Jung y Otto Rank quienes más y mejor trabajen sobre la importancia del arquetipo en el descubrimiento y comprensión del lenguaje primitivo, es decir del inconsciente colectivo. Para Jung el mito sería una proyección de ese inconsciente colectivo transformada en una alegoría adornada de símbolos. Lo importante no era si los elementos del mito estaban sacados o no de historias reales, sino que a través del inconsciente analizábamos esos elementos y descubríamos en ellos la sabiduría antigua y común, sabiduría que Platón llegó a conocer y apreciar pero que no quiso nunca utilizar por miedo o por comodidad.
"La verdadera patria del hombre es su infancia", dijo acertadísimamente el poeta Rainer María Rilke. Y, en efecto, de aquella infancia en la que como esponjas absorbimos la educación de nuestros padres, los dichos de nuestros abuelos y el aroma suave pero intenso de la naturaleza, -de aquella infancia, repito- procede nuestra nostalgia por otro tiempo que definitivamente fue mejor, sobre todo porque ya no tiene posibilidad de empeorar como el presente o el futuro. Pero la palabra nostalgia no sólo implica el regreso a una tierra deseada, a una patria infantil, sino una hipocondría del corazón, como se la ha calificado más recientemente, es decir un síndrome que nos afecta dolorosamente pero que tiene curación tan pronto como se manifiesta aquel deseo incontrolable de regresar. Ya se sabe que volver provoca vértigos, temores: "Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida"... decían Carlos Gardel y Alfredo Le Pera. Ambos -autores del célebre tango "Volver"- tenían más miedo a ese regreso melancólico que al avión, y sin embargo fue éste el causante de su muerte trágica. A veces lo que parece más sencillo es lo peor.
Hoy más que nunca debemos aplicar la firmeza y una voluntaria renuencia a lo fácil para no caer en la trampa del éxito que se nos ofrece por doquier. Y no sólo me refiero a ese éxito usado como fin aparentemente inexcusable para el ser humano en cualquier actividad que quiera emprender; ese éxito cuya filosofía se basa en la indefectible consecución de algo tan fútil como el dinero o la fama. Me refiero al éxito como salida (y utilizo aquí la etimología de la palabra) de un destino al que el individuo está fatalmente encadenado desde que fue capaz de comunicar sus sueños y sus sentimientos a otras personas. Ese destino, trágico pero grandioso al mismo tiempo, tiene que ver con su propia condición humana, perecedera y frágil, que le obliga a expresarse correctamente si quiere que los demás conozcan su experiencia; a usar artísticamente la palabra para que emociones y sentimientos lleguen a otros custodiados por la belleza de la forma; a volver, aunque le asuste, a su pasado para recuperar los paisajes interiores de la inocencia y del candor. Aun cuando hayamos perdido el sentido de la orientación y estemos solos en el bosque, siempre habrá unos guijarros blancos o unas migas que nos servirán para reencontrar el camino a nuestra casa. No tengamos miedo a la nostalgia.