13-04-2013
La cultura del Renacimiento nos dejó, entre otras preocupaciones, la de mostrar a los individuos en su entorno natural y con atuendos diferenciadores. La obra titulada Civitates orbis terrarum, que se comenzó a publicar en Colonia en 1572 y pretendía mostrar el mundo a pinceladas, se debió en buena parte, no sólo al interés de su editor, el sacerdote católico Georg Braun, sino a la insistencia de Abraham Ortelius, geógrafo que ya había publicado en 1570 un atlas similar titulado Theatrum orbis terrarum cuya primera edición quiso mejorar con permanentes solicitudes de datos humanos y nueva cartografía que, en el caso de España, le llegó gracias a su amistad con Benito Arias Montano. Georg Braun quiso incluir en algunas de las introducciones a los reinos o a los continentes, a ciertos personajes cuya indumentaria podría considerarse como del país al que representaban, convirtiéndose así en un difusor de la moda de cada territorio. Franz Hogenberg fue, hasta su muerte en 1590, el principal grabador de las planchas del Civitates como lo había sido de las vistas de Ortelius anteriormente y fue sustituido en los dos últimos tomos por Simon van der Neuwel.
Pero lo curioso es que el siglo XVII, exceptuando estos libros derivados de un claro interés cartográfico, apenas nos dejó trabajos dedicados especialmente a los trajes o a los tipos, salvo si los situaba en un paisaje o como justificación de que un mapa era una obra de humanos para humanos. Entre los atlas, eso sí, se podría destacar por su importancia y belleza, el Atlas Maior de Joan Blaeu, iniciado en 1645, quien en la introducción al primer tomo confesaba abiertamente: “Si los lectores buscaran y no encontraran en esta obra su patria o su lugar de nacimiento, al que siempre nos sentimos tan apegados, o desearan la reproducción del mismo de manera más detallada o más completa, les rogamos que, si disponen de sus propios mapas específicos, observaciones o descripciones, sean tan amables de enviárnoslos, contribuyendo así a la finalización de la geografía”. El atlas de Blaeu, en efecto, mostraba un verosímil mapa de Europa, por ejemplo, enmarcado por unas parejas de personajes ataviados al estilo de los franceses, húngaros, bohemios, polacos o griegos y, cómo no, los castellanos.
La misma preocupación y humildad que Blaeu, la manifiesta un siglo después, curiosamente, otro cartógrafo, Juan de la Cruz Cano y Olmedilla, artista y grabador español cuya estancia parisina para perfeccionar el arte calcográfico con Jean Baptiste Bourguignon d`Anville se ha estudiado sobradamente, pues suele aparecer ligada a la de Tomás López y Salvador Carmona, compañeros y también becados por la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando al igual que Cruz Cano. Es probable que la estancia en Francia le permitiera conocer colecciones de estampas populares como la dedicada por Edmé Bouchardon a los vendedores de Paris, Les Cris de Paris, que marcaría y orientaría una parte de la producción y del trabajo de Cano al regresar a España. Y digo una parte porque el quehacer principal, a partir del año 1760 en que vuelve a Madrid, estuvo centrado en la realización de un mapa de América del Sur, encargado por Jerónimo Grimaldi, ministro de Estado y finalmente marqués de Grimaldi gracias a las gestiones de su sucesor, José Moñino, Conde de Floridablanca. Fue precisamente Floridablanca quien impidió que el mapa se imprimiera porque trataba desfavorablemente el reparto de algunos territorios coloniales que aún estaban en litigio y que quedarían fijados años más tarde en 1777 en el tratado de San Ildefonso entre España y Portugal. Para compensar a Cruz Cano por la censura de un trabajo de diez años en el que había arriesgado todo su peculio, Floridablanca le asignó 750 reales, a todas luces insuficientes, además de los 18.000 que se le habían pagado por el ingente trabajo, cantidad que a su compañero Tomás López le pareció casi un insulto. Dicho mapa, acabado en 1775 y repartido en ocho planchas calcográficas, fue considerado inadecuado en España, pero no así en Francia donde lo conoció quien luego sería Presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson a quien le pareció una joya. Jefferson lo mandó a Londres y allí, en 1799, lo grabó en 16 planchas y lo imprimió William Faden antes de que, ya en 1802, el mariscal de campo e ingeniero militar Francisco Requena lo volviera a encontrar totalmente válido y se autorizara su impresión en nuestro país.
Se puede sospechar que la primera colección de trajes de España, por tanto, es producto de la mala economía circunstancial de su autor, padre de familia numerosa y desprestigiado como cartógrafo por el propio gobierno español. Su curiosidad hacia los tipos populares, hacia los vendedores ambulantes y hacia la indumentaria característica, heredada probablemente de las colecciones de tipos franceses e italianos, le impulsó a hacer (tanto como la necesidad económica) la Colección de trajes de España, el primer ejemplo de catálogo de modas en el que caben, desde pregoneros de la calle –como el ciego y la gacetera madrileños– hasta actores y toreros, pasando por criadas, pescaderas, aguadores, modistas y, cómo no, arrieros maragatos, siempre presentes en las colecciones por lo diferencial y curioso de su atuendo.
Consciente de la variedad del material y de su propia ignorancia, Cano ofreció ciertas ventajas en la suscripción a quien le remitiera dibujos de trajes curiosos o raros, aunque parece que tal proposición no tuvo demasiado éxito: casi todos los modelos fueron dibujados por su hermano Manuel y por él mismo, quien se encargó de grabar sobre cobre toda la serie. En la advertencia que aparecía al pie del cuaderno de presentación Cano especificaba que cualquier persona “de fuera o de dentro de la Corte que gustase comunicar algún dibujo de vestuario poco conocido y existente en algún pueblo, valle o serranía de la Península” sería recompensado con tantos cuadernos como figuras remitiesen al autor de la obra, que confesaba vivir en la calle de la Cruz.
En el estudio de Valeriano Bozal que acompañaba a la edición facsímil publicada por Turner en 1988 se planteaban varios problemas, como el de los ejemplares de la colección que se hallan en la Biblioteca Nacional, que no coinciden en el número de láminas, o el de las copias e imitaciones que el trabajo suscitó fuera de España, principalmente en Francia y Alemania, contra las que clamó el propio Cano en uno de los cuadernos: “En Francia y Alemania están copiando esta colección sin gracia alguna. Esperamos para poder continuarla que la Península que la ha protegido no preferirá las contrahechas”. Hay que reconocer que algunas de las copias no eran mejores y se diferenciaban en mínimos retoques no siempre fidedignos.
La historia del traje, y más aún la del tejido, va paralela a la del ser humano, su industria, su cultura y su pensamiento y apenas ha cambiado desde el XVI, ya que hoy las marcas y las modas siguen imponiendo la misma tiranía que antaño. Esa presencia del tejido y de la moda en nuestras vidas todavía se manifiesta hasta en el lenguaje. No en vano se dice que cuando alguien está pensando o maquinando algo, está tramando o urdiendo, es decir, manejando la trama o la urdimbre para entrelazar ecuadores con meridianos. Todavía se usa el refrán “por la facha y por el traje se conoce al personaje” o el dicho “Conforme ven el traje tratan al paje”, aunque, buscando siempre los conceptos contrarios, también hay una paremia que dice “El hábito no hace al monje”.
Sin embargo, cuando hoy nos acercamos a cualquier comercio a comprar un traje o un vestido –acostumbrados como estamos a que las cosas se nos den hechas– no se nos ocurre pensar en el proceso que las fibras que lo componen (sobre todo las de origen vegetal y animal) han seguido hasta convertirse en ese modelo cuyo diseño nos ha llamado la atención. Tampoco nos acordamos –¿tendremos que volver a ello?– de la escena de nuestras madres extendiendo los patrones sobre la mesa del comedor para seguir atentamente, como si fuesen generales de un ejército, las líneas que su hábil tijera cortaría para confeccionarnos el pantalón que tendríamos que vestir hasta que se cayese a pedazos.