Joaquín Díaz

MENSAJE POSTAL


MENSAJE POSTAL

El Norte de Castilla - La Partitura

02-02-2013



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Los estudios habituales sobre el género de los pliegos de cordel nos han presentado -con menos frecuencia de la deseada, también es verdad- a ciegos famosos y a copleros notables de los que normalmente se resaltaba alguna característica: su astucia, su voz peculiar, su atuendo, sus relaciones con otros ciegos o con pobres de su entorno, su parecido lejano con Homero... A lo largo de muchos años de recopilación de canciones en trabajo de campo he tenido ocasión de escuchar multitud de referencias a la personalidad y al oficio de los ciegos y copleros. Casi todas ellas me llegaron aureoladas por un reconocimiento general implícito a su arte para comunicar, para entretener, para transmitir noticias y conocimientos, que caracterizaron a estos bardos populares. Eran personajes de carne y hueso en los que uno podía presentir, independientemente de la calidad o el valor de los papeles que traían y vendían, un carácter, una historia y una especialización cuyos detalles venían a explicar o amplificar en cierto modo algunos de esos interrogantes que siempre se presentaban al investigador al estudiar en los músicos populares la selección de repertorio, las fórmulas de interpretación o composición, la relación con las imprentas y poetas, etc., etc.

Uno de esos personajes, Juan de la Cruz, hospiciano de la inclusa madrileña, recorrió toda España entre los años 10 y los 40 del pasado siglo, llevando su ceguera y sus coplas a los más recónditos pueblos y a las calles y mercados de las ciudades medianas y grandes. Gracias a su mujer, Teresa López, que memorizó y grabó posteriormente casi todo su repertorio, conocemos sus preferencias y las claves para interpretarlas. Juan de la Cruz creció sin padres y sin cariño, especialmente sin el cariño tan necesario de la madre, aspecto que ocupa una parte importante de su producción poética. Recibió malos tratos en el hospicio por parte de alguno de los funcionarios –en concreto un celador-, lo que despertó un espíritu crítico ante la injusticia que se acrecentó al salir de la institución y pretender casarse. La familia de su futura esposa se opuso terminantemente al enlace por no pertenecer a la misma clase social –por “no igualar” como decía él- y Teresa decidió finalmente abandonar su casa y dedicarse en cuerpo y alma a acompañar a Juan y aprender con él las lecciones de la vida. Sufrieron varias guerras y descubrieron sin dificultad lo inútiles y crueles que eran. Tuvieron cuatro hijos, los alimentaron y vistieron -a veces en condiciones verdaderamente difíciles-, pero en todos inculcaron el mismo espíritu de libertad y criterios similares a los que marcaron su propia existencia.


Para Juan de la Cruz el haber carecido de madre fue un auténtico trauma, que intentó superar inventándose una y dotándole de todas las virtudes posibles. La madre perdonaba en los versos inventados al hijo hasta cuando éste delinquía, y su apoyo moral visitándole después en la cárcel tenía mucho que ver con la imagen ideal que se había formado de ella, del mismo modo que las cadenas y la soledad parecían representar esa “culpa” que siempre abrumó a los hospicianos al caer el error de su abandono sobre sus conciencias en lugar de hacerlo sobre quienes los depositaron en la inclusa. Uno de los temas más populares de Juan de la Cruz decía:



Tarjetas postales somos

Que por el mundo

vamos corriendo

Y podemos decir,

que no hay cariño

más verdadero

que el de una buena madre,

pues cría al hijo sin interés

lo nutre con su sangre

y si es preciso muere por él;

y si sale travieso

y por desgracia es criminal

la madre ante el mundo entero

lo ha de disculpar.




Cuando joven, yo tenía dinero

y a mi buena madre mil disgustos di

porque falsos amigos

que me adulaban buenos creí.



Varias mujeres

placer me ofrecieron

Amor falsamente

hacia mí fingieron.



Haciendo exceso

gasté mi caudal

Y me vi pobre enfermo

en un hospital.



Hembras y amigos

que ayudaron a arruinarme

ni una vez sola

fueron allí a visitarme.



En cambio mi buena madre

al saber mi situación

acudió a visitarme

y a ella le debo mi salvación.



Juan de la Cruz utilizaba el recurso de hacer hablar a las tarjetas postales, el medio más popular de comunicación en la época en que comenzó a ejercer su oficio, para hacerlas decir algo que a él, por no haberlo experimentado, le resultaba más difícil de afirmar incontestablemente: que el amor más cierto es el de la madre hacia su hijo. De este modo, haciendo hablar a las postales que eran un medio rápido, fiable, económico y seguro de transmisión de mensajes, su aserto tenía todas las garantías de llegar directamente a la emoción del público y además ser aceptado sin dudas.


Las “tarjetas postales” tuvieron su origen en Viena en 1869 de la mano de Emanuel Hermann (aunque se conoce un precedente francés en 1777), y se comenzaron a difundir más ampliamente cuando Heinrich Stephan, el director de Correos y Telégrafos del Imperio alemán las empezó a usar a partir de 1870. Algunos historiadores aseguran que la postal o carta sin sobre ya estaba en la mente de Stephan desde el año 1865. Parece definitivamente descartada la teoría de que fuese la guerra franco-prusiana de 1870 el motivo que despertó el primer interés por ese tipo de comunicación y asimismo es incierto que fuese un librero francés, Leon Bernardeau, quien primero las utilizó cerca del frente de batalla para que los soldados pudiesen transmitir a sus familiares su estado de salud y la marcha de los acontecimientos bélicos (de hecho no se han encontrado postales de Bernardeau anteriores a 1902).
La Unión Postal Universal creó un modelo único en 1878 (de 14 x 9 cms.) y Alemania adoptó su uso como envío económico (economía en palabras y en dinero) en 1889, teniendo su período de máximo esplendor entre 1898 y 1918 aproximadamente. La forma y el tamaño de la tarjeta postal condicionaba el contenido del mensaje. Como es lógico no se podían escribir largas misivas ni entretenerse en florituras literarias. Quien escribía sabía que en la síntesis estaba el éxito de la comunicación, de modo que algunas postales reflejaban esa condición con frases tan escuetas como “Llegué bien”, “Te quiero” o “Muchas felicidades”. También era apropiado el espacio de una tarjeta para ofrecer excusas brevemente o para reclamar algo sin demasiadas palabras o para reprender a alguien por su pereza o por su aparente desapego (“Te diré que eres un gachó, que te he escrito tres veces y no has tenido la amabilidad de contestarme”).


Hacia 1904, dos hermanos residentes en Chicago, Luis y Manuel Mandel, propietarios de la Chicago Ferrotype Corporation, crearon un tipo de cámara que desarrollaron y perfeccionaron a partir de 1910 y que tuvo una gran aceptación hasta el año 1926. La denominaron Mandelette Postcard Camera y con ella se podían hacer instantáneas positivadas cuyo papel fotográfico incluía ya en la parte posterior el texto habitual de las tarjetas postales. De este modo muchos fotógrafos satisfacían por poco precio el deseo de sus clientes, que podían salir del estudio con su fotografía ya convertida en tarjeta y preparada para ser enviada inmediatamente a quien quisieran. No es extraño encontrar en el anverso de esas postales a personas, grupos, colectivos (serios y carnavalescos) y hasta colegios enteros que se convertían de ese modo en objeto exportable o en motivo de curiosidad y diversión.


Ese deseo de ver la imagen propia reproducida en la postal para que otros la contemplaran lo sublimó Juan de la Cruz convirtiéndose él mismo en una tarjeta viviente y franqueándose con la fuerza de la palabra y de la voz.