12-01-2013
¿Tiene España remedio?
En los últimos tiempos la palabra más pronunciada y más veces usada por todas las bocas españolas ha sido rescate. El término, aunque todavía acusa tintes medievales y se ha perpetuado durante siglos en España con el significado de redimir y aplicándose generalmente a la liberación de cautivos en tierras africanas, añade ahora un cierto sentido de reforma, sin perder en ningún momento el carácter último de "salvación" que encerraba el vocablo en otros tiempos. La reforma fue siempre una obsesión en nuestro país desde los tiempos de Recaredo, y aun antes, si es que uno necesitaba irse más lejos para constatar lo que tenía bien cerca. Reformistas quisieron ser los ilustrados, y algunas de sus iniciativas llegaron a modificar con el tiempo graves desigualdades y notorias injusticias. Lo mismo quisieron predicar los regeneracionistas del siglo XIX cuando advirtieron que la nación se resquebrajaba, la economía se debilitaba y la noción moral se desembarazaba sin escrúpulos de valores tan necesarios como acendrados.
Joaquín Costa pintado por José María Gárate >
Si repasamos las obras del regeneracionista Joaquín Costa, por ejemplo, comprobaremos hasta qué punto el gran jurista aragonés (paradójicamente rechazado por los vericuetos universitarios de su tiempo) diferenciaba el derecho vivido -la norma consuetudinaria y casi nunca escrita porque estaba marcada a fuego en la mentalidad-, de la ley como ordenación jurídica que obligaba a todos desde la frialdad de sus textos. Costa hablaba de ese derecho vivido como un producto de la "razón espontánea y original de nuestro pueblo que ha corregido los vicios o llenado los huecos de las legislaciones exóticas". Para demostrar que la costumbre generaba la norma, como lo hizo antes el filósofo italiano Giambattista Vico, se remontaba a las creaciones tradicionales en su obra "Introducción a un tratado de política sacado textualmente de los refraneros, romanceros y gestas de la península", aparecida en 1881 y en la que Costa se presentaba como "profesor de la Institución Libre de Enseñanza". No pensemos que el título era una simple o inocente forma de identificarse: Joaquín Costa se había significado en la defensa de Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos cuando fueron apartados en 1875 de sus cátedras por la arbitrariedad del ministro de Fomento Manuel Orovio, quien, por medio de una circular, había prohibido al estamento docente universitario explicar cualquier doctrina contraria a la fe católica o a la monarquía. El asunto venía de antes y se había iniciado cuando otro ministro, González Bravo, separó de su cátedra a Emilio Castelar en 1864 sólo para contentar al General Narváez, de quien Castelar hacía burla permanente en sus clases de historia al recordar en particular la de Méjico y referirse al conquistador Narváez como "el Pánfilo de Narváez", en clara alusión al General pero disfrazando la mofa de lección universitaria y tildándola de problema americano, o sea alejándola del peligro de la cercanía y de la actualidad. Al publicar Castelar un artículo titulado "El rasgo" en el periódico "La Democracia", González Bravo encontró en su texto, un poco tendencioso y no del todo veraz acerca del patrimonio de Isabel II, la ocasión perfecta para vengarse de las ofensas cotidianas al general Narváez en las aulas de la universidad madrileña. Sin embargo el asunto se complicó cuando los estudiantes, con el Marqués de la Florida a la cabeza, quisieron dar una serenata de desagravio al rector Montalbán, que había sido destituido por haberse negado a firmar el castigo al ofensor y por tanto la separación de Castelar de la cátedra. Lo que se había iniciado como una reparación hacia el rector acabó con la noche de San Daniel y la renovación entera del gobierno por parte de Isabel II.
Repito que la circular de Orovio era lluvia caída sobre mojado. En su carta a los rectores, el ministro llegaba a afirmar que "cuando la mayoría y casi la totalidad de los españoles es católica y el Estado es católico, la enseñanza oficial debe obedecer a este principio, sujetándose a todas sus consecuencias. Partiendo de esta base, el Gobierno no puede consentir que en las cátedras sostenidas por el Estado se explique contra un dogma que es la verdad social de nuestra patria". Es verdad que Orovio remedió en sus actuaciones como ministro otros males gravísimos como el de la retribución a los maestros o la reforma de la caótica Hacienda pública, pero también lo es que todo eso lo hizo sin mano izquierda y como si fuese un profeta del Antiguo Testamento elegido por Dios para salvar a su pueblo con autoridad y sin importarle demasiado a quién fulminaba el rayo iracundo de la divinidad. El año 1881, pues, es significativo para Costa porque, además de publicar ese precioso tratado, podía ver de nuevo a Giner y a los demás expedientados repuestos en sus cátedras y tratando de restaurar la Restauración.
Se comprenderá fácilmente porqué insinuaba antes que el título de Costa de profesor institucionista no era una simple rúbrica sino una credencial y una bandera. La Institución Libre de Enseñanza tenía entre sus fines principales la renovación del espíritu de los individuos, con el fin de dotarlos de un criterio basado en la libertad de conciencia y en el conocimiento riguroso, al margen de creencias o ideas políticas. Los alumnos podían construir así su propio edificio del conocimiento con los materiales de una educación activa y plural. Por extraño que pueda parecer, las ideas que aportó Julián Sanz del Río a la Institución Libre de Enseñanza no eran todas de Krause. Si el filósofo alemán creía en la humanidad y en la aplicación a la vida de la ley "del bien por el bien como precepto de Dios", Sanz del Río, tomando de Krause la idea de que esa humanidad debía aprender de su propia historia, exigía una renovación social apoyada en el esfuerzo propio y en el renacimiento personal: "Así ha labrado sus obras la razón, conservando, sin dejar de luchar y caminar –decía en la apertura de curso en la Universidad Central en 1857–; produciendo de raíz siempre viva nuevas y más crecidas ramas y frutos más maduros, con idéntico espíritu, con variedad infinita de modos según pueblos y tiempos; disipando ella misma sus nubes pasajeras; necesitando comenzar y rehacer todos los días su obra, y vencer todas las oposiciones en cada siglo, en cada pueblo, en cada hombre (¡que nada menos pide la Humanidad!); confiando sólo en su genio y en su destino, sin el apoyo de los poderes humanos, sin las armas de la sanción terrena ni el seguro de leyes escritas; en medio de la indiferencia ingrata, cuando no de la acusación o la persecución de los contemporáneos; sin otra consagración que la de la verdad; sin otro templo que el de los espíritus sinceros, ni otro premio que el sacrificio, ni otra riqueza ni patrimonio que sus obras".
La Institución Libre de Enseñanza generó la Junta de Ampliación de estudios y ésta el Centro de Estudios Históricos y tantas otras magníficas realidades que representaron la resurrección de un país hasta que la guerra civil acabó con todo.
Respondiendo a la pregunta inicial: remedio hay, pero reconociendo nuestros errores (renunciando a la idea de que la verdad es una y además nos pertenece) y renovando muchas estructuras, empezando por las personales y continuando por las sociales que están rematadamente mal. En otras palabras, aceptando el restado de bienestar que parecía ser una referencia de la cultura occidental. Ah, y, por supuesto, rebelándonos contra la realidad.