Joaquín Díaz

DEL MAL, EL MENOS


DEL MAL, EL MENOS

El Norte de Castilla - La Partitura

14-07-2012



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Desde el siglo XVI ya se puede hablar de un desarrollo notable del pliego de cordel (ese poderosísimo y eficaz medio de comunicación), aunque las imágenes reproducidas en sus portadas suelen ser todavía figuras sueltas correspondientes al fondo xilográfico de las imprentas que los ponían en circulación. Ocasionalmente aparecen, en esos papeles vendidos en las plazas y a la puerta de las iglesias, determinados personajes cuya actuación dentro del argumento parece obligar a una atención iconográfica especial y en tal caso se recurre a una ilustración particular para reflejarlo, como sucede en algunos Pasos de Juan de Timoneda publicados en pliego por ejemplo, pero rápidamente se descubre, simplemente con mirar el siguiente entremés, que donde antes se dijo representar a un “maestresala” se representa después a un “caballero”, y que un “mayordomo” pasa a ser un “alguacil” teniendo en ambos casos curiosamente la misma apariencia, es decir utilizando el mismo taco xilográfico y confundiendo alegremente sus personalidades.


En cualquier caso hay figuras tipo que aparecen reiteradamente llegando a convertirse durante el Renacimiento e incluso en épocas posteriores en verdaderos arquetipos iconográficos.

De entre ellos se podrían destacar la dama con una flor, el músico, algunas figuras de santos y la muerte representada por una calavera. Junto a todo ello, la representación de algún personaje de la realeza o algún caballero, algún paisaje y algún motivo marino o determinada embarcación, pero predominando, por encima de todo, las marcas de imprenta y las escenas de la vida de Cristo.


El Barroco nos aporta un grupo de temas similares al período anterior como pueden ser la dama con flor, los músicos, los motivos religiosos, la muerte y la vida de Cristo, apareciendo además algunos personajes caballerescos como el Cid, al que vemos representado de diferentes formas, o héroes de libros de caballerías, motivos a los que todavía se pueden añadir de vez en cuando las marcas de imprenta. A través de una infinidad de damas y caballeros podemos comprobar, de una parte la tendencia a seguir utilizando tacos antiguos -del siglo XVI por ejemplo- y de otra la inclinación a reflejar la moda del momento con tacos nuevos e indumentaria más actualizada. Distintos elementos vienen a añadirse a los clásicos, grabándose como novedades damas con abanico, caballeros con bastón y espada y moros, aparecidos a finales del Barroco en la serie de pliegos que contaban los casos de cautivos y renegados y de viajes por mar con exposición a toda serie de peligros, incluido el de los piratas, naturalmente.


El Demonio (que en esa época todavía no se había disfrazado de especulador) es otro lugar común, utilizado para llevarse a los infiernos a los malvados y pecadores y siempre dotado de sus atributos más habituales, esto es, los cuernos, el rabo y las alas de dragón o de vampiro. Curiosamente, todos los monstruos que aparecen causando estragos y perturbación en determinadas poblaciones son descritos y pintados con semejantes características: el animal monstruoso suele tener cabeza (de animal o de mujer), cuerpo alado y escamado (habitualmente con tetas), patas con garras y rabo. ¿De dónde procede esa herencia iconográfica tan precisa?


San Miguel y su lucha con los ángeles que se rebelaron contra el poder de Dios parece estar en el origen de tales ilustraciones. En la Epístola de San Judas (8-10), esos ángeles “que no mantuvieron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada” condenan con su actitud por siempre a los herejes que los siguen a “corromper las cosas que, como animales irracionales, conocen por instinto”. Hay, por tanto, una relación entre herejía (hereje significa partidario), irracionalidad (atavismo) y animalización, comenzando a representarse el mal y sus “partidarios” en forma de fieras, mejores cuanto más repulsivas y espeluznantes. San Miguel combate al dragón en el Apocalipsis, y la descripción de la bestia a la que el arcángel se enfrenta no deja lugar a dudas: es un animal rojo con siete cabezas y diez cuernos y con una cola que arrastra a las estrellas a la tierra. San Miguel vence al monstruo: “y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero. Fue arrojado a la tierra y sus Ángeles fueron arrojados con él” (Apocalipsis 12, 9-10).


Poco después (Apocalipsis 13, 1-15), ese animal monstruoso, confiere su maléfico poder a la Bestia, con intenciones similares a las del Dragón descrito aunque en su aspecto externo sea “parecida a un leopardo, las patas como de oso y las fauces de león”, y aparezca servida a su vez por otra bestia “que surgía de la tierra y tenía dos cuernos como de cordero, pero hablaba como una serpiente”. Como se puede comprobar, las descripciones comienzan a ser más prolijas y mezclan características y cualidades atribuídas a diferentes animales para que el resultado final de la bestia provoque el mayor espanto y sugiera la mayor ferocidad.


No hay que pensar, sin embargo, en que estos textos, que fueron el origen de las imágenes con que se ilustran los Beatos, fuesen considerados en ese momento como fantásticos o descabellados. La época medieval reconoce a grifos, dragones y reptiles alados como pertenecientes a una fauna real y verdadera, y ahí está el segundo nivel del arca de Noé del Beato de Liébana para demostrarlo.


El uso de la iconografía medieval en el primer Renacimiento ha sido muy estudiado, así como un gusto general por las representaciones públicas en que aparecen seres fantásticos que se manifiesta tanto en el teatro como en la pintura: Durero en Apocalipsis cum figuris (1498), pinta a muchos dragones infernales en diferentes actitudes y con distinto pelaje pero hay uno en particular, el que es retratado junto al Ángel que baja del cielo y tiene en sus manos las llaves del abismo para encadenarlo en él por mil años (ojo, que ya han pasado), que nos llama la atención por su aspecto. Esta criatura, que emerge de una especie de cloaca con tapa donde se supone que está el infierno, tiene todos los elementos mencionados para acreditarlo como personaje luciferino: cuernos, cabeza de león, tetas, cuerpo escamado, garras, alas membranosas y dientes afilados.


Lo de los dientes agudos y la boca bien grande no es baladí ya que una de sus funciones era precisamente manducar a los creyentes y devorarles el alma, con la misma avidez e insaciabilidad que se atribuía a una vieja figura del teatro romano:



La bestia de extrañeza tan disforme

que Manduco nombraron los Romanos
...



dice Juan de la Cueva en Los cuatro libros de los inventores de las cosas publicado en 1778.



El historiador lituano del arte Jurgis Baltrusaitis, en su obra La edad Media fantástica observa que, desde Marco Polo, los dragones de oriente y de occidente se distanciaron para defender los principios del bien y del mal respectivamente. Algunos tratadistas, sin embargo, más partidarios de atribuir a estos seres un comportamiento ambiguo, preferían ser menos tajantes y se atrevían a describir con benevolencia algunas facultades del dragón, como la de arrojar fuego por la boca o por la nariz para defender los tesoros del subsuelo o del inframundo de la osadía y la ambición de los hombres (qué útiles hubiesen sido en nuestros tiempos en algunas entidades de ahorro). De ese modo, y a pesar de que en occidente siempre se consideró al dragón, principalmente por los hagiógrafos y escritores de relatos, como un ser maligno emparentado con Lucifer o con los demonios más feroces, una indulgencia antigua, tal vez procedente de ese mundo primero en el que todos pudimos convivir en armonía y en el que tanto hombres como bestias eran útiles y se ayudaban mutuamente, nos inclinó a considerar al dragón como un ser infeliz, con un pronto terrible -eso sí- pero con un fondo inocente que nos cautivaba y que nos hacía preferir su actitud, brutal y evidente, antes que el comportamiento satánico, manipulador y mefistofélico de otros seres malvados de nuestro imaginario.