21-04-2012
León Salvador, en sus primeros años vendiendo en la Plaza Mayor de Valladolid, delante del Bar Pérez y del comercio ˝La Ciudad de Londres˝, y en Valencia en una de sus últimas ferias. > > >
¿Qué habría pensado McLuhan si hubiese tenido la oportunidad de escuchar a León Salvador? Quienes fueron testigos del arte de este comunicador casi olvidado dejaron constancia de su capacidad para convencer, de su facilidad para crear un ámbito acústico con su penetrante voz y de su naturalidad para hacer de la necesidad virtud. “Ya llega León Salvador y sus pieles rojas”, se anunciaba a bombo y platillo haciendo referencia no sólo a las cuchillas de afeitar de marca “Piel Roja” (no deja de ser curioso el título de la marca que le fabricaban especialmente para él, porque muchos indios eran imberbes), sino a lo cercana que estaba la imagen del salvaje oeste y las tribus primigenias que lo habitaban en la retina de los primeros públicos cinematográficos (también curiosamente espectadores de películas en blanco y negro y por tanto huérfanos del color rojo de los rostros). En fin, aparte de su disposición para evocar, el poder de comunicación de este vallisoletano era tan fuerte que aún se recuerdan sus aptitudes como prestidigitador cuando ofrecía a los públicos que le rodeaban absortos, no sólo el reloj que tenía en su mano derecha, sino todo lo que tenía en la izquierda que era otro reloj con su correspondiente cadena más una sortija y una cantidad en monedas.
El caso era sorprender deleitando y ofrecer al mismo tiempo un negocio provechosísimo. León se marcaba un precio para el producto que iba a vender y después andaba mareando la perdiz arriba y abajo hasta que llegaba al punto exacto en que quería quedarse. Quienes habían seguido el razonamiento que acababa de hacer no tenían ninguna duda de que les estaba presentando una ganga: “Ni por veinte, ni por diez, ni por cinco”...
León Salvador además era un calendario festivo en movimiento. Su memoria y precisión recordando todas las ferias principales de España y sus fechas correspondientes podría asimilarse a la capacidad de Luisito el de Pozaldez –otro gran comunicador vallisoletano– para retener las características y datos de cada una de las localidades que visitaba anualmente y en las que siempre se le esperaba con afecto y simpatía. La fama de ambos los precedía y sobrepasaba cualquier atisbo de realidad. En el caso de León Salvador se esperaban también sus oportunos comentarios sobre los festejos taurinos pues la afición que tenía a la entonces llamada “fiesta nacional” le daba autoridad para opinar sobre toros, toreros y espectáculo. Su vida, salpicada de anécdotas –unas reales y las otras inventadas (“se non è vero, è ben trovato”)- tuvo, como no podía ser de otro modo, sus claroscuros. Se dice que viajó más que sus propias maletas (en las que llevaba la variopinta mercancía) y que murió como vivió, escaso de recursos aunque le hubiesen sobrado siempre los coloquiales, pues gastó en el juego todo lo que ganaba con sus fantásticas ofertas. Algunas de éstas iban precedidas por un “sermón” en toda regla en el que renegaba del dinero y de las consecuencias de su posesión, alabando valores como la amistad, el amor o las actitudes heroicas, y concediéndolas tanta importancia como al talento, ése que él regalaba a manos llenas. Para León el dinero era sólo un medio de obtener algo necesario o interesante y por tanto se daba el gustazo de ofrecer duros a peseta. ¿Qué importancia podía tener el valor facial? Por supuesto que ninguna. O siempre menos que la fantasía.
Al regresar de la guerra de Cuba se casó con Remigia Ruiz en la Parroquia de San Miguel y San Julián de la calle San Ignacio, yéndose a vivir al poco tiempo a la calle del Ferrocarril número 6, donde estableció domicilio y negocio. En el censo de 1914 aparecía como “relojero”, aunque su oficio en realidad fuese “sostenedor de relojes” ya que duraban muy poco colgados de sus manos e iban a adornar bien pronto las muñecas o los bolsillos de sus parroquianos y clientes. La mercancía que ofrecía era tan variada como el repertorio de ocurrencias y chistes: paraguas, gafas con montura de metal, cadenas de reloj y leontinas, pipas y boquillas, hojas de afeitar y maquinillas, plumas estilográficas, etc., etc. Son numerosas las referencias a su elocuencia, que algunos comparaban a la del orador de moda, Federico García Sanchiz. Juan A. Gil Albors, en su libro de recuerdos valencianos “Parece que fue ayer”, recogió uno de sus célebres soliloquios: “Este reloj, chapado en oro de catorce quilates, que tiene un precio de veinte duros, yo os lo voy a vender...¡Pero, qué vender! ¡Os lo voy a regalar!...Y no por veinte duros ni por diez ni por cinco...¡Os lo voy a regalar por cinco miserables pesetas!...Pero eso no es todo. A quien me compre este reloj, le voy a regalar esta magnífica maquinilla de afeitar, y, además, y porque me he vuelto loco y he venido a Valencia a perder dinero, le voy a obsequiar con este paquete de hojas de afeitar, y este otro, y éste...¡Todo por un duro!”. Visitando un periodista español una fábrica de relojes en Suiza fue conducido a una sala donde había cientos de ellos tirados por el suelo por la simple razón de habérseles detectado un pequeño defecto. El guía de la fábrica advirtió al periodista que un paisano suyo, llamado León Salvador, compraba esos relojes al peso...Sabemos también que cuando alguna de esas empresas extranjeras pedía su dirección para hacer los envíos siempre contestaba lo mismo: León Salvador, España. Si el envío se hacía en marzo pedía que lo mandaran a Valencia, si en abril a Sevilla, en mayo a Madrid y así sucesivamente porque casi todo el año lo tenía ocupado en atender a las grandes ferias del país. José María Iribarren, el abogado pamplonés que se metió a escritor costumbrista y se dedicó a recoger dichos y sucedidos de los que le contaban los clientes de su bufete, le conoció y manifestó en un artículo periodístico su admiración hacia aquel personaje que embelesaba a los públicos que le escuchaban y los sorprendía con sus chascarrillos y con sus precios. A veces también con el resultado de sus productos: cuentan que en una ocasión alguien vino a reclamarle que el reloj que le había vendido se había parado y que lo justo era que se lo cambiara, a lo que León contestó que él llevaba muchos años queriendo cambiar a su mujer y tampoco podía ser.
Hay quien sostiene que su verborrea le venía de algunos antepasados pastores, criados en el Raso de Portillo y naturales, como él mismo, de la Pedraja. En el último cuarto del siglo XIX esta población ofrecía pocas posibilidades a un comunicador como él: una tradición oral en decadencia, un molino harinero ya ocupado, un par de molinos de rubia con escaso trabajo y el negocio de la monda del piñón, que aunque procuraba quehacer a bastante gente no producía demasiados beneficios. León decidió no regresar a su pueblo y a la escasa labranza de su padre al volver del desastre colonial y prefirió establecerse en la capital comenzando desde allí su recorrido vital que duró hasta que el corazón le falló en Bilbao, ya con ochenta años y cientos de ferias a sus espaldas.