31-03-2012
Las ciudades se elevan sobre la realidad de sus materiales: la piedra, el ladrillo, la madera y el cristal van creando un entramado que constituye el perfil físico que da personalidad a un conjunto de edificios y ayuda a reconocer sus límites y sus contornos. Las ciudades crecen y se modifican, por tanto, en virtud de las necesidades de sus habitantes o de las ideas de quienes trabajan para ellos, como arquitectos, diseñadores, decoradores y artistas que alimentan a la criatura. Pero una ciudad puede ser algo más. Puede estar constituida también por el conjunto de imágenes que albergan las memorias de sus moradores. Imágenes que se fijan en las personas ya desde la infancia y que son más perdurables incluso que el hormigón o el cemento de los muros a los que sobreviven y superan. A veces esas imágenes se guardan en papel o en cristal para fijar un testimonio que podría ofrecer dudas, para retener un recuerdo con sus características bien definidas o para sellar un amor, una amistad, un encuentro. Pero además, para crear una identidad intangiblemente real que traspasa los tiempos y se instala en las nubes de la memoria.
El ser humano posee pocas cosas, aunque crea o intente creer lo contrario. Es propietario tan solo de un puñado de imágenes que le ayudan a convencerse de que ha existido y a trazar las líneas de su propia vida con rostros, con parques arbolados, con esquinas, con calzadas, con edificios, con balcones... Hay muchas formas de recordar y revivir y una de ellas, probablemente la más entretenida y amable, es revisar las fotografías que se almacenan en cajas o álbumes en todas las casas y que contribuyen a componer genealogías, a reconocer parientes, a reconstruir destinos o a poner en común un contexto. Porque la contemplación de esas imágenes, cuyas claves muchas veces se nos resisten y ocultan, nos está invitando a descubrir el entorno y respirar el aroma del momento preciso en que se tomaron en el pasado. Y ese entorno, más sugerente cuanto más contemplado, llega a tener tanta fuerza que puede restaurar ámbitos o recrear situaciones cuya virtualidad es innegable.
Si los fotógrafos de Valladolid hubiesen vivido en el siglo XVI habrían retratado al emperador Carlos en alguna de sus visitas a la ciudad o habrían reflejado la batalla de Villalar con toda su histórica crudeza. Habrían sido testigos del incendio que destruyó las casas del centro de la ciudad y habrían plasmado en imágenes la tristeza o la alegría de los rostros, la naturalidad o la afectación de las actitudes, la oportunidad o la casualidad de una instantánea. Del mismo modo, los propietarios de los primeros gabinetes fotográficos de la ciudad quisieron, tras iniciar su andadura en interiores de fondos falsos y decorados teatrales, mostrar la vida de Valladolid en sus gentes y en los sucesos, desde los más cotidianos a los más notables. Había en sus intentos iniciales varias lecciones aprendidas de los pintores holandeses -claroscuro, figuras de cuerpo entero, grupos de personas a las que unía el oficio o la relación sanguínea-, así que no es extraño que alguno de los primeros retratistas utilizara la palabra Rembrandt para atraer a sus clientes. Clientes a los que, por cierto, no dejaban mirar a la cámara, de modo que la práctica totalidad de los primeros retratos de gabinete muestran a individuos con miradas perdidas o fijas en una pretendida lejanía, como si esa actitud, aparentemente distraída o desdeñosa, pudiera aportar categoría o interés al modelo.
Poco más tarde el artista desplazó su cámara a la calle y, al estilo de los paisajistas, comenzó a elegir sus encuadres, procurando que en ellos se hallasen siempre presentes uno o varios individuos, bien porque considerasen como Protágoras que el hombre es la medida de todas las cosas, bien porque pensasen que una figura enriquecería el panorama. Esas figuras solían aparecer extrañadas o sorprendidas, a veces interesadas en los preparativos y en el aspecto del fotógrafo, o simplemente como parte integrante de un mobiliario urbano que ya empezaba a destacar por su variedad y funcionalidad. De esos tiempos guardamos instantáneas misteriosas, no tanto por los lugares que aparecen en la placa sino por las personas anónimas que se han instalado en ellos y en las que, a pesar de todo, siempre intuimos algún rasgo familiar o reconocible.
Los españoles somos desordenados y anárquicos. Los archivos nos producen alergia y cualquier relación con el orden nos huele a arcón y a naftalina. Y sin embargo los estudios de historia han proliferado en las últimas décadas haciendo suspirar a los investigadores por la escasez de imágenes con las que documentar sus trabajos. Faltan retratos de los personajes que construyeron día a día esa misma historia y, peor aún, aunque tuviésemos los documentos, faltan ojos de esa época capaces de reconocer o identificar a aquellos personajes. Cuántas veces nos habremos lamentado por haber llegado tarde a recoger, de una casa que se cierra o de una familia que se dispersa y desaparece, las últimas imágenes de sus integrantes o los datos sueltos de sus vidas que ayudarían a recomponer desde un suceso aislado a una trayectoria vital. Por eso es importante la entrega de conocimientos y la valoración de los mismos por las generaciones que van llegando y que nos van a suceder. Dinamitar el pasado equivale a que explosione en nuestras manos el olvido. Y bien está que la causa de ese olvido sea el desgaste con que el tiempo devastador pule la madera de nuestras cabezas y la piedra de nuestros cerebros, pero que nunca sea por nuestra voluntad. Beatriz advertía a Dante, en el Purgatorio de su Divina Comedia, que los razonamientos debían ser más claros en la medida en que el entendimiento estuviese oscurecido o cerrado, que es lo que parece que nos pasa cuando queremos borrar conscientemente cualquier vestigio de nuestro pasado:
"E se tu recordar non te ne puoi
-sorridendo rispuose- or ti rammenta
si come di Letè beeste ancoi;
E, se dal fummo foco s`argomenta,
cotesta oblivion chiaro conchiude
colpa nella tua voglia altrove attenta."
(Y si de ello memoria no tienes,
respondió sonriendo,
recuerda
sin embargo cómo bebiste del Leteo;
y si del humo el fuego se deduce,
este olvido claramente indica
culpa en tu voluntad, atenta en otras cosas).
Pues eso: que nadie pueda decir que el Pisuerga es el río del Olvido...