Joaquín Díaz

DESAMBIGUACIÓN


DESAMBIGUACIÓN

El Norte de Castilla - La Partitura

03-03-2012



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Como el invierno ha venido tan recio y áspero nos ha dado la oportunidad a unos cuantos de comprobar que todavía existe la gripe y que su proceso, como el caballo de Atila, deja sin hierba y sin defensas los campos verdes en que parecía pastar nuestra pobre salud. Los estados febriles por los que he pasado durante estos días han sido tan intensos que me han recordado uno de los peores momentos de mi infancia, cuando pillé una pulmonía después de beber agua de la nevera de casa en un caluroso día de Corpus Christi. Aquellas neveras de cinc, más parecidas a los pozos de nieve medievales que a los modernos frigoríficos, hacían un agua maravillosamente helada que salía por un grifo cromado del que mi madre tenía siempre colgada una herradita de juguete para que no cayeran gotas al suelo. La sudada que cogí durante la procesión y las consecuencias del trago posterior -que, al menos por un momento, me supo a gloria- fueron las lógicas: dolor de garganta, proceso gripal y, finalmente, la temida pulmonía. Durante el tiempo que duró la enfermedad fui consciente de pocas cosas, tal vez las esenciales para un niño. Recuerdo las ventosas que me aplicaban en la espalda y, sobre todo, recuerdo las pesadillas -probablemente fue sólo una pero dejó secuelas- con el pirata Morgan. Se conoce que por esos días había caído en mis manos algún tebeo con las aventuras del filibustero galés que trajo por la calle de la amargura a los barcos españoles durante buena parte del siglo XVII y las viñetas se acumularon, se amotinaron y tomaron el puente del pobre navío de mi cabeza. Las alucinaciones de mi pulmonía se centraban en la malvada cara de Morgan y en el ron jamaicano que me bebía y sudaba casi al mismo tiempo, y una y otro se mezclaban y confundían de tal modo que me resultaba difícil distinguir en aquella orgía de imágenes calenturientas si quien me hablaba y me exigía una reacción era el médico de cabecera o el mismísimo corsario.

Repito que esta experiencia desasosegante me ha vuelto estos días a la memoria -con la frecuencia obsesiva con que se producen tales desvaríos- hasta el extremo de obligarme a buscar en la enciclopedia que tengo más a mano, la grande de Espasa-Calpe, una imagen del feroz bandido para ver si estaba justificado el miedo infantil. La lectura de su biografía -tan escasa como concisa- y la ausencia de iconografía me han arrojado inmediatamente en brazos de la Enciclopedia Británica donde me he despachado a gusto con los datos e imágenes del pirata. Perdón, perdón, no sé si es correcto llamarlo así. Porque lo curioso es que el desalmado Enrique Morgan del Espasa se transforma allí, por arte de birlibirloque, en Sir Henry Morgan, laureado defensor de los intereses británicos y Almirante Gobernador de Jamaica. Lo mismo me ha sucedido cuando he recurrido al buscador de internet, con la salvedad de que, como siempre que busco una palabra o un personaje inciertos, me mandan “desambiguarlos”, por si acaso. Internet siempre ha sido piadoso con los obtusos y nos ayuda asépticamente a que los términos pierdan su ambigüedad, si bien se inhibe a la hora de decidir, dejándonos la responsabilidad de la elección solo a nosotros. Nada nuevo bajo el sol, así se comportó siempre la vida y parecía irnos bien.


Sin embargo, en los días que corren -que no son precisamente cómodos para nadie- esa desambiguación se nos exige a cada paso y se mezcla a diario dañinamente con las "opiniones" que surgen (parece que tan espontánea como inevitablemente) acerca de todo lo que sucede o puede llegar a suceder a nuestro alrededor. Las palabras han perdido su precisión, los conceptos su fuerza, los pensamientos su coherencia, la elección su sentido. Se habla disparando, a veces al corazón, y el silencio se toma como una carencia, como una cobardía, como una sensación molesta que nos incomunica o como un equívoco ejercicio de esnobismo. De este modo, y aun no siendo un lector o espectador habitual de los medios de comunicación, las noticias cotidianas y su consiguiente comentario superficial nos agobian, con lo que nuestro papel se va limitando a decir sí o no a las opiniones de los demás, incapaces nosotros mismos de crear un argumento propio por falta de tiempo, de ganas o de verdadera información. Esta situación va generando en todos un desánimo que se acentúa de día en día con la sensación, cada vez más cierta, de que en alguna de esas desambiguaciones hemos perdido el norte, es decir hemos elegido mal. Nuestra sociedad actual es un cuerpo joven con una mentalidad senil y muestra sin ambages alguno de los defectos más perniciosos de esa misma senilidad: no escuchar porque creemos que todo lo sabemos, asentarnos en el prejuicio, aceptar como verdad aquello que nos resulta más cómodo o que no nos obliga a un análisis...


En los años 60 del siglo pasado nos sucedía aparentemente lo contrario: éramos una mente joven en un cuerpo caduco, pero el resultado venía a ser idéntico. No escuchábamos a los mayores porque su prudencia nos indignaba y no teníamos tiempo para analizar porque la impaciencia por cambiarlo todo nos apremiaba. Orgullosos de nuestra juventud éramos incapaces de reconocer en los padres nuestro propio retrato. Concebíamos la vida como una escalera cuyos peldaños íbamos a pisar, con la permanente intuición de que nos conducirían a algún descansillo o rellano en cuya rinconera nos detendríamos -como en los asientos de madera de las casas antiguas sin ascensor- para observar lo que habíamos recorrido y lo que nos quedaba aún por subir. A lo largo de los años transcurridos, uno iba teniendo la sensación de que la vida era una pizarra en la que íbamos anotando, con mejor o peor trazo, los datos de un problema que no nos sería dado resolver. A veces teníamos la percepción de que otros vendrían detrás, para borrar consciente o inconscientemente nuestros apuntes y para iniciar, en otro tiempo y con otras sensaciones, la misma operación. Dentro de la terrible dureza de ese infinito y estéril circuito, nos aliviaba comprobar de vez en cuando que quien acababa de salir a la pizarra no borraba por completo nuestro trabajo; algo le iba a servir y además haría uso de ello con mayor habilidad que nosotros...
No sé si ese acto, casual o intencionado, me ha servido en la vida para diluir algo las ansias de perpetuidad o para mitigar la sensación de fracaso, pero reconozco que el alivio se produjo en muchos momentos, del mismo modo que, en estos días febriles que acabo de superar, me ha servido de lenitivo comprobar que todos los piratas, cazafortunas, economistas necios y políticos corruptos que aparecían en la televisión tenían la misma cara del Morgan de mis pesadillas.