15-10-2011
La imagen que tenemos de aquellas ciudades que no hemos visitado suele estar condicionada por determinadas vistas de algunos de sus monumentos que se han ido difundiendo, casi siempre por medio de tarjetas postales, a lo largo del tiempo. Son instantáneas fijas que se repiten una y otra vez, pues lo monumental, que por lógica es la parte más inmóvil e inalterable en el perfil urbano, reitera con leves cambios de perspectiva la belleza o grandiosidad del edificio, que termina siendo una imagen casi oficial de la ciudad.
Desde el siglo VII los campanarios se convirtieron en Europa en la parte más representativa de los estereotipos divulgados en grabados y estampaciones, además de ser las cúspides urbanas desde las que la Iglesia establecía su potestad sobre el espacio y el tiempo de los individuos. Nada en la vida de éstos se escapaba al control terrenal de la institución. Hoy son otros los dominadores y suelen ser edificios bancarios o construcciones de vertiginosas alturas las puntas de hormigón, hierro y cristal que traban la tierra con el cielo y que vigilan día y noche a los seres humanos. La medida de esas impresionantes agujas ha perdido toda proporción y sólo cuando se contemplan en conjunto y desde lejos se comprende la inhumana incongruencia y ofende menos su desigualdad con el resto de los edificios ciudadanos. En cualquier caso y sea cual sea el poder que se esfuerce en supervisar nuestras existencias, el interés del individuo por retratar los límites de la ciudad en la que vive es antiquísimo -casi tan antiguo como las propias ciudades- y tiene mucho que ver con una necesidad incontrolable de llenar visualmente el horizonte, o sea la línea real en la que confluyen azules celestes con ocres o verdes terrenales, pero también tiene relación con un cierto sentido de posesión de las cosas imposible de satisfacer.
Curiosamente, las vistas de las ciudades medievales se parecían a los retratos de los propios individuos que las habitaban, de modo que la cabeza sobresalía por encima de los hombros en forma de campanil y se podía muy bien adivinar si el corazón o los riñones funcionaban por el color del rostro, tanto como por la actividad de los mercados o por el bullicio de las callejuelas. Entre aquella forma de reflejar la vida y la utilizada para retratar las ciudades en el siglo XIX hay todo un abanico de posibilidades para desarrollar el arte humano, que es como definió Varrón en su obra Rerum rusticarum la aceptación y consiguiente evolución del desafío encarado por el hombre al tratar de construir su propia morada. Dejando a un lado los conceptos éticos del escritor romano que todavía hablaban de un origen o naturaleza divina para lo rústico y de un desarrollo artificial e incluso inmoral para lo ciudadano, hay que reconocer que en ambos supuestos era absolutamente necesario el orden, la disposición ordenada de los elementos que formaran el paisaje, tan identificables para el espectador como las palabras de su propio idioma. Tenemos muchos ejemplos de ciudades medievales que se reconocían tanto por el perfil de su conjunto (aunque ese perfil sólo apareciera decorando el fondo de una pintura que tuviese otro motivo) como por el resultado de una administración adecuada y eficaz que las presentaba como modelo a seguir. Ambrosio de Lorenzetti pinta en 1338, en unos frescos del Palazzo Pubblico de Siena, Los efectos del buen gobierno y Los efectos del mal gobierno, es decir la manera de administrar bien o mal las cosas de la polis y sus consecuencias respectivas: artesanos, comerciantes y políticos ocupan las calles de la ciudad y conviven y sirven de estereotipo. El estereotipo era, en las antiguas imprentas, una imagen salida de un molde de plomo que se usaba para sustituir al tipo original. Representaba por tanto a algo más auténtico pero sin llegar a serlo. En el significado actual de la palabra estereotipo hay también un sentido de suplantación de las cosas originales pero se combina al mismo tiempo con la forma fija en que esas cosas son presentadas, de modo que estereotipo equivale a cliché y muchas veces, por desgracia, a la única forma de autenticidad.
El lenguaje siempre nos sorprende por su coherencia: cinco siglos después de que Lorenzetti pintara sus frescos (1838), Louis Daguerre, un pintor de decorados teatrales que ya había inventado el diorama para falsear la realidad ante los ojos de los espectadores, hace una fotografía del Boulevard du Temple, una calle de París siempre muy concurrida por la cantidad de teatros que tenía. Aunque los hagiógrafos de Daguerre insisten en que la fotografía se tomó a las 8 de la mañana, sorprende que la calle esté tan vacía: sólo aparecen un limpiabotas y un cliente que está de pie ante él. El estudio de la vida de Daguerre y de sus primeros trabajos fotográficos ha desvelado que esos dos personajes -los únicos que sabían que estaban siendo retratados- quedaron inmortalizados por ser la parte más inmóvil del paisaje junto con los edificios y los teatros del bulevar. Quienes deambulaban por la calle en ese momento -momento que duró 18 minutos, por cierto- desaparecieron de la realidad sin dejar rastro. La frase el que se mueve no aparece en la foto viene a confirmar en el lenguaje coloquial que la historia sólo respeta a quien se queda de piedra, como la mujer de Lot. Por muy dinámica que sea una ciudad y por más que sus habitantes se empeñen en parecer activos y hasta agitados, el futuro sólo honra al quietismo, qué le vamos a hacer. ¿Seremos ónfalos condenados a perpetuidad a venerar el centro de nuestro pequeño mundo? Algo así debe ser, porque algunos héroes -hombres o animales- de antiguas civilizaciones se creen nacidos de una piedra inmortal...
Esa relación entre lo pétreo, lo duradero y la imagen estereotipada parece más evidente en los últimos tiempos, en que la fotografía y su historia se van dando a conocer en cuidadas ediciones antológicas y enjundiosos estudios que suelen querer traducir lo intraducible. Algún título parece sugerirlo: La mirada inmóvil..., sin embargo no especifica a quién pertenece esa mirada: ¿A quien observa el estereotipo? ¿A quienes aparecen en él observando al fotógrafo con indolencia o con pícara curiosidad? Algunos otros títulos de libros recientes sobre fotografía evocan la actitud de quienes parecen contemplarnos y la sensación que ello nos produce: La fascinación de la mirada, Asombro en la mirada, Sostener la mirada, Huellas de la mirada... Nuestra mirada sobre esos personajes, sin embargo, provoca más preguntas que respuestas, más interrogantes que afirmaciones: por qué los personajes que aparecen en la foto o en la postal están ahí en ese instante, que piruetas está haciendo el fotógrafo para que se fijen en él con esa cara, qué piensan de ese personaje que una mañana o una tarde irrumpe en sus vidas sin permiso, qué van a hacer en cuanto la cámara desaparezca, qué sensación puede producirles el hecho de ser inmortalizados y no ser conscientes de ello... Las instantáneas de los primeros artistas fotógrafos, al igual que los frescos medievales de Lorenzetti con sus ciudadanos indiferentes, captan una inocencia en los ojos de los retratados que desaparece al poco tiempo, es decir en cuanto el modelo conoce y valora automáticamente las consecuencias de su posado: en cuanto acepta que su imagen se convertirá en un estereotipo que los demás no sabrán interpretar por falta de datos.