08-10-2011
El turismo es uno de esos fenómenos complejos que el siglo XX generó y que, como tantos otros en los que una explicación sencilla sería casi imposible, han pasado al siglo actual con la etiqueta de pendiente. Esto quiere decir varias cosas: la primera, que las causas por las que se produce un auge desmesurado del turismo hasta convertirse casi en una necesidad para el individuo corriente -cualesquiera que sean su condición, estado o recursos-, están insuficientemente estudiadas al proceder de diferentes fuentes y disciplinas. Segunda, que al haber trastocado el turismo -al menos en España- la historia de la economía, por haberse convertido en el socorro inesperado del tradicional déficit en los presupuestos generales del Estado, es asunto casi intocable en cualquiera de sus extremos por temor a que un análisis serio descubra, como en el cuento, que el rey va desnudo. Tercera, que por ser un tema con demasiados vectores, evoluciona tan repentina como desordenadamente, produciendo en sus beneficiarios -agentes y pacientes- una sensación de incapacidad para conocer si los próximos movimientos serán previsibles. Cuarto y último, que los resultados económicos favorables de las últimas décadas han sido los árboles que nos han impedido ver el bosque, más importante, más complejo y más rico, de un patrimonio en riesgo como consecuencia de acciones poco premeditadas o basadas en intereses particulares; no hablo sólo de fenómenos de aculturación, de costas devastadas o de vesania injustificada contra bienes de interés monumental, sino de la falta de previsión de una política cultural en toda la extensión del término.
Pocas personas han tenido, a lo largo del siglo pasado, esa visión cabal del futuro con un claro orden de valores, establecido bajo los criterios del bien común y del orgullo por lo propio. El vallisoletano Benigno de la Vega-Inclán, Marqués de la Vega-Inclán, fue una de esas escasas excepciones que supieron trabajar anticipándose a las tendencias o a las modas y tratando de evitar los errores de la precipitación o de la inercia. Su prioridad fue siempre la conservación del patrimonio, no como un ejercicio nostálgico, sino como motor de una economía de futuro y como factor positivo para la propia estimación. La previsión de que esa actitud sería considerada como un ejemplo y que traería como consecuencia natural el aumento del número de personas interesadas en conocer y visitar ese patrimonio, daría origen al segundo valor en su orden de preferencias: la actuación sobre monumentos, entornos y paisajes con un enorme conocimiento, respeto y sentido común. De las consecuencias que su actitud generó al frente de la Comisaría Regia se beneficiaron personas, instituciones, edificios históricos y conjuntos monumentales. De su experiencia, sabiduría, intuición y buen gusto podrían hablar la Alhambra, la casa de Cervantes, la casa del Greco, el Museo Romántico o el parador de Gredos. Un ejemplo irrepetible pero digno de imitar, pues se establecía sobre una jerarquía de valores en la que el patrimonio o la historia de una nación (es decir, el bien común) prevalecían sobre intereses económicos circunstanciales, escudados en la teoría -absolutamente errónea, según ha ido demostrando la evolución del siglo XX- del progreso a toda costa.
En el derecho consuetudinario -esa asignatura también pendiente de un estudio profundo y sereno-, la noción del bien común se heredaba del derecho romano y se extendía al uso común cuando se trataba de propiedades o elementos como el agua o la tierra que se podían utilizar y se debían cuidar comunalmente. Por desgracia se ha ido perdiendo progresivamente en el medio rural la costumbre de los trabajos colectivos, importantes no sólo por la intención solidaria que presuponían sino porque creaban un sentido de responsabilidad compartida cuando los problemas eran de todos.
Para la sociedad de hoy, desde luego, son otros los bienes comunes, pudiendo destacarse por su trascendencia e interés, la información y el patrimonio inmaterial. En especial este último obliga a una atención permanente y extrema para evitar la paradoja de que, en unos tiempos en los que existen tantas normativas que regulan la protección de los bienes patrimoniales, se valoren éstos tan poco desde determinados ámbitos de la misma sociedad y se haga caso omiso de la legislación. Miguel Delibes lo describía magistralmente en su obra Un mundo que agoniza: lo verdaderamente progresista en nuestra época es ser conservador. Y además él extendía el concepto de patrimonio al medio natural, ese que sufre a diario agresiones sin que se susciten más reacciones que el mero comentario personal o la estéril visión pesimista de la situación. El paisaje puede ser, en los próximos años, (tanto como la arquitectura popular o el patrimonio industrial que queda, que son cada vez más residuales) un patrimonio fundamental a proteger y a valorar por todos, implicándonos personal y colectivamente en la defensa de un bien cuyas principales cualidades, la belleza y el disfrute en común, necesitan todavía de una cierta tradición para ser comprendidas y estimadas en toda su magnitud. Y en ese sentido advierto del peligro de las llamadas energías limpias que, so capa del respeto por la biosfera, están terminando de destrozar los pocos paisajes que quedaban dignos de protección.
Conviene advertir además que el turismo de nuestros días, con apariencia de panacea de todas las cosas, no deja de ser como una carrocería sin motor. El turismo por sí solo no tiene sentido ni futuro si se olvida que únicamente se moverá con la fuerza que generen el patrimonio cultural y el patrimonio natural, principales valores y atractivos seguros para el usuario. El problema actual de sobredimensionar el turismo para considerarlo sólo fuente de ingresos surge desde el momento en que el interés de quienes lo gestionan empieza a desplazarse desde la órbita de lo cultural al terreno de la economía. En ese proceso, sufrido a lo largo de los últimos setenta años, la idea de que el nivel superior debería estar ocupado por el respeto al tesoro patrimonial y de que ese tesoro tendría que estar adecuadamente custodiado y expuesto, pasa a ser sustituida por la evidencia de que todos esos valores se nutren y mantienen por sí solos pues parecen tocados por la mano del rey Midas. Eso, unido al hecho de que los potenciales destinatarios de la contemplación de esos tesoros se incrementan en número y de que se acercan a ellos más por ocio que por necesidad íntima, va deteriorando la filosofía original. El objetivo de quienes se encargan de gestionar al mismo tiempo el patrimonio y el turismo va decantándose poco a poco hacia unas preferencias claramente populistas: el público importa o preocupa más que el monumento y éste puede ser por tanto sacrificado en aras de aquél. Se confunden así las palabras mejoría y mayoría, del mismo modo que en el orden social o político va pesando más el número de votos que la calidad de los mismos o la educación del criterio en quienes los emiten. De ese modo transcurrió el siglo XX, creando espejismos culturales que parecían representar avances en el cultivo de la sensibilidad o del interés en los individuos y en la sociedad, pero que en el fondo sólo atendían a la abundancia en las estadísticas o a la autocomplacencia. Quienes hace años nos alarmamos ante las nuevas tendencias en la pedagogía, que confundían corregir con castigar, que pretendían destruir todas las estructuras seculares (las buenas y las malas) y dejaban poco menos que abandonada la educación en manos del propio alumno -privado del acicate del esfuerzo personal y de la oposición paterna para forjarse una voluntad-, hemos visto, sin necesidad de esperar mucho tiempo, los resultados tan escasos y controvertidos de tales políticas novedosas. ¿Habremos de esperar sin posibilidad de intervenir la tendencia que pretende desequilibrar la balanza del hecho turístico, depositando todo el peso en el platillo de la economía?