26-06-2011
Para la mentalidad de hoy -tan inclinada hacia los extremos y tan escasa de matices- el silencio podría parecer la ausencia de ruido, pero afortunadamente es mucho más que eso. El silencio puede ser el misterio de lo nunca pronunciado, la magia de lo inaudito, la antesala de ese despacho que jamás pisaremos o de esa entrevista que nunca celebraremos, el lugar encantado donde el pensamiento mora y trabaja o simplemente una inequívoca forma de expresión cuando las palabras pierden su dimensión y su sentido. Porque el silencio no es la negación del sonido o la carencia de vida sino la discreción en el uso de la misma. No es claudicación ni cobardía, sino fortaleza o resistencia al inútil verbo que se dispara sin avisar como la escopeta de feria.
Paul Simon y Art Garfunkel, en su célebre visión poética compuesta tras el asesinato de John F. Kennedy, percibieron en el silencio diferentes calidades de sonidos que luego, nadie sabe por qué, dejaron reducido a uno solo (the sound of silence). Lo que inspiró al dúo su canción probablemente tenía que ver con otro lugar, con otra dimensión, con otro mundo, en el que se podía comenzar una nueva vida, disfrutar de un cuerpo nuevo sin excrecencias inútiles. Los primeros cristianos que deseaban huir de una sociedad perversa y alcanzar la santidad se desplazaban del lugar en el que vivían para ir en busca de otro más apropiado para sus inefables ansias y solían elegir el desierto como el más adecuado, porque pensaban que la ausencia de personas, de ruidos y de estorbos había de favorecer su noble propósito. El monje Juan Mosco, famoso eremita sirio que escribió un libro edificante -El prado- para quienes quisieran buscar la solución a los mortificantes problemas humanos, nos dejó varios ejemplos en los que el silencio hablaba por sí mismo: Teodosio el solitario pasó 35 años sin decir una palabra y si en alguna ocasión tuvo que explicar algo se ayudó con gestos. Contaban sus discípulos que hasta tal extremo llegó su mudez que prefirió dejarse llevar la capa antes que protestar contra unos ladrones que se la robaban.
Ese silencio interno, contenido, prudente, nos recuerda la obra de Heldris de Cornualles titulada Le Roman de Silence, en la que la protagonista se ve desde niña disfrazada de varón por sus padres para evitar un castigo injusto del rey de Inglaterra contra las mujeres. A los doce años Silence huye con unos juglares -se marcha de su tierra- y sólo la forzada intervención final del sabio Merlín (o hablas o te corto el cuello, le exige el rey), devuelve a la joven a su sexo y a su lugar de origen. Parecido argumento tiene el romance español de La doncella guerrera a cuyos sones saltaban a la comba las niñas de hace un siglo sin darse cuenta generalmente de lo que decían:
En Sevilla a un sevillano / siete hijas le dio Dios
y tuvo la mala suerte / que ninguno fue varón
Esa mala suerte, provocada por la fatal adscripción de los vástagos varones al terrible oficio de la guerra, es conjurada por la hija menor, que decide cambiar su destino e ir a pelear:
-Eres muy blanca de cara, / verán que no eres varón.
-Yo me daré, padre mío, / con las juncias de león
Silence y la doncella guerrera se visten de hombre (Silence se tiñe el rostro con una hierba del bosque y la doncella con juncia para disimular la blancura femenina de la tez) y actúan aparentemente como machos, pero su discreción y su grandeza moral son de mujer, por eso se enamoran perdidamente de ellas quienes las rodean. Pero Silence y la doncella, conscientes de que van a hacer añicos su sino, han tenido que salir previamente de casa, abandonando la seguridad del hogar, desplazándose, porque sin el esfuerzo de los héroes y heroínas, sin su peregrinación vital no tendría sentido la existencia. El héroe lo es porque está unido a lo fantástico y a lo real y precisamente a esa extraña dicotomía debe la posibilidad de ser mejor y además serlo en otro lugar. Decía Vladimir Propp que el problema de la relación entre el cuento y la vida corriente sólo podemos resolverlo con la condición de no olvidar la diferencia que existe entre el realismo artístico y la existencia de elementos provenientes de la vida real. A diario nos recuerda esa vida que las más hermosas creaciones del ser humano suelen apoyarse en las situaciones más injustas que se puedan concebir: palacios, catedrales, el esplendor de los siglos pasados y su ostentación más evidente, todo lo que hoy parece admirable a los ojos de los infatigables turistas, está manchado de opresiones, de excesos, de tiranías, de contrastes sangrientos tamizados por la higiene del tiempo y por la benévola amnesia. Hasta las aldeas más miserables y arruinadas parecen bellas con el manto de la nieve recién caída
Pero ¿que será de nosotros?
¿Que será de la nieve, del jardín,
que será del libre arbitrio y del destino
y de quien ha perdido en la nieve el camino?,
se preguntaba Andrea Zanzotto en La beltà.
Y contestaba Italo Calvino en El reverso de lo sublime: Todo proyecto o imagen que permita tender a otro modo de ser fuera de la injusticia que nos rodea, lleva la marca de la injusticia sin la cual no hubiera sido concebido.
El silencio puede ser, por tanto, la adecuada respuesta a la palabra despectiva, al comentario cínico, a la afirmación gratuita e hiriente que hoy es moneda de cambio en el mercado mediático. Nos gusta criticar (cuando no lapidar) muy especialmente a quien hace algo, y esa tradición ha tenido, con la invención de internet y la posibilidad de participar en los periódicos, un auge considerable ya que permite una forma de interactividad muy peculiar y segura, especialmente para quien tira la piedra de forma anónima. Un medio como internet ha incorporado a la comunicación innumerables virtudes y adelantos, aunque no ha marcado de forma clara y justa las normas comunes por las que ha de regirse esa comunicación. Estoy seguro de que a muchos periodistas responsables y concienciados se les habrán encendido en alguna ocasión las alarmas ante la forma en que actúan algunas de esas personas que participan en los medios de comunicación con sus opiniones aparentemente juiciosas y aparentemente desinteresadas. La democracia nos ha traído muchos beneficios y tal vez el principal sea que uno puede hacer uso de su libertad, en particular de su libertad de expresión, frente a algo o alguien con los que discrepe. Sin embargo, del mismo modo que las leyes (que siempre se han usado para regir nuestra vida en común y que han tratado por principio de proteger a los más débiles), han ido permitiendo abusos en su interpretación al no tratar en pie de igualdad al discreto y al vociferante, al ingenuo y al pillo, al generoso y al aprovechado, del mismo modo digo- el psicópata y el malintencionado se han apropiado y usan hasta el abuso de una herramienta que podría ser un espléndido vehículo de corrección y aprendizaje pero que termina siendo un charco de ranas con pocas posibilidades de ofrecernos una visión clara del fondo.