04-06-2011
Entre la producción llamada "menor" de Ludwig van Beethoven está sin duda la contenida en sus geniales arreglos para canciones populares debidos a la nunca bien ponderada insistencia y afición del editor escocés George Thompson, quien ya había publicado, antes de encargárselas al músico alemán, otras melodías tradicionales arregladas por Pleyel o Haydn. Y entre todo ese repertorio -no muy frecuente ni apreciado hoy en muchas salas de concierto-, que acoge sin embargo lo mejor de la música popular europea del siglo XVIII, yo destacaría, por su patética belleza, la canción sueca "Lilla Carl", del compositor nórdico Carl Michael Bellman. Recomendaría a quienes tengan a mano un ordenador, que se conecten a la siguiente dirección mientras leen estas líneas: https://www.youtube.com/watch?v=HAe4jnKGZQU. Sigo. Probablemente el propio editor Thompson facilitó a Beethoven la partitura de esta canción que Bellman había compuesto al nacer su hijo Carl en 1787 y que ya debía de haberse popularizado en la época en que Beethoven la arregla. Dos de las estrofas bastarán para dejar al descubierto una melancolía que sobrepasa la mera sensibilidad poética:
Pequeño Carl, duerme dulcemente en paz
que ya habrá tiempo para despertar,
tiempo suficiente para ver el mal que nos rodea
y probar su hiel amarga.
El mundo es una isla de lamentos:
tan pronto estás respirando
como tienes que morir y regresar al polvo.
Y es que esa es la manera de vivir,
viendo pasar los años:
ahora respiras, profunda y sosegadamente
y al instante estás hundido en el alcohol.
Pequeño Carl, piensa en esto
cuando veas las florecillas
que adornan la primavera.
¿Quién es este personaje que habla de modo tan descarnado y taciturno a su hijo mientras mece rítmicamente su cuna? Su lenguaje levemente Horaciano nos recuerda la oda a Leucónoe que fijará para siempre el Carpe diem como fórmula poética y actitud vital:
No te preguntes Leucónoe (ni te conviene saberlo)
cuál será el fin que para ti o para mí
hayan reservado los dioses,
ni consultes los lunarios babilónicos.
Mucho mejor será afrontar lo que haya de ser,
tanto si Júpiter te concedió muchos inviernos,
como si fuese el último éste,
en el que las olas del Tirreno
destrozan la escollera.
Saborea los vinos
y ajusta tu esperanza sin medida
a la copa de la vida, que es pequeña.
Mientras hablamos,
el tiempo habrá huido envidioso.
Aprovecha el día,
ya que no sabes cómo será el mañana.
Carl Michael Bellman es considerado ahora el mejor poeta sueco del siglo XVIII y algunos estudiosos se atreven a denominarlo el poeta nacional por excelencia, pero es evidente que su vida no fue ni sencilla ni placentera. Nada sucede por casualidad y las sendas que llevaron a Bellman a una decepción existencial tuvieron que estar recubiertas de zarzas y espinas. Las biografías de los personajes, especialmente de aquellos que fueron artistas, suelen olvidar el proceso penoso y solitario del creador, destacando por el contrario las anécdotas acerca del resultado de sus producciones. El éxito o el fracaso de una vida se miden así por la cantidad de libros vendidos o por la aceptación pública de un esfuerzo estético, pero rara vez se destaca en tales resúmenes biográficos el estado de ánimo de quien habría pasado la vida sacrificando sus sentidos para transformarlos en sentimientos. Rara vez se recuerda el íntimo padecimiento que es inherente a toda invención del espíritu
Decía que Bellman, con el paso del tiempo, ha visto su nombre inscrito en el olimpo literario junto a los mejores poetas de Suecia y todos los estudios sobre su vida suelen coincidir en una infancia relativamente feliz, con unas primeras letras serias y rigurosas aprendidas bajo la férula de unos tutores a quienes su padre, no muy sobrado de recursos, habría encargado la educación especial y exquisita de su hijo primogénito. De los años posteriores y de su paso por la universidad, la de Uppsala en concreto, no hay demasiadas referencias pero ya aparecen los primeros síntomas del éxito extraescolar entre sus compañeros gracias a las frecuentes diversiones tabernarias que solían acabar en francachelas y, junto a todo ese espectáculo reducido y nocturno, su fracaso íntimo que le relaciona con el alcohol de forma cotidiana. Hablan también los biógrafos de su celebridad como intérprete (él mismo decía del instrumento que tocaba, el cistro, que llegó a tocarlo maravillosamente bien), de su facilidad para adaptar melodías de moda a modelos poéticos propios y de la popularidad alcanzada por algunas de sus canciones que traspasaron las fronteras del éxito parroquiano para ser interpretadas masivamente como si fueran auténticos himnos nacionales. En particular, la canción que le abrió las puertas de la corte de Gustavo III, soberano tan culto y sensible como autoritario, fue un brindis personal, Gustafs Skal, con el que Bellman quiso celebrar el golpe de estado propiciado por el propio monarca que acabó con el parlamentarismo en Suecia. El rey, agradecido por una consagración tan oportuna como popular, le concedió algunas prebendas que, si bien le permitieron tener un trabajo mejor o peor remunerado, no le apartaron de su inclinación a la bebida y al juego, aficiones que le traerían problemas con la justicia a lo largo de toda su vida. ¿Qué biografía al uso sería capaz de explicar esa búsqueda desesperada de una felicidad siempre esquiva?
Bellman escribió muchas canciones y buena parte de esas composiciones se editaron antes o después en algunos de los libros que nos han quedado de su producción: Bacchi Tempel: öpnadt vid en Hjetes död (El templo de Baco, abierto a la muerte de un héroe, 1782) Zions Högtid (La fiesta de Sión, 1787), o las famosas Epístolas de Fredman y Canciones de Fredman, pensadas ya desde 1760 pero publicadas a partir de 1790. Jean Fredman había sido un relojero de la corte que cayó en desgracia por culpa del alcohol y al que Bellman cantó como compañero y cómplice llamándolo apóstol del brandy. La formación religiosa de Bellman, así como su relación posterior con la masonería, le llevaron a escribir muchas parodias sobre la religión y las órdenes masónicas cuya actividad él remedaba en una inventada Orden de Baco de la que era fundador y el más conspicuo miembro. Tal vez una de esas epístolas, la número 81 (dedicada a la muerte de Lövberg, compañera de su amigo Movitz) sería la más adecuada para cerrar este brevísimo recuerdo a un poeta y músico con una formación sólida y una existencia desdichada, cuya memoria sigue viva en una gran cantidad de cantantes actuales (Imperiet, Joakim Thaström, While Heaven Wept, Elina Jarventaus):
Mira cómo nuestra sombra, Movitz, hermano mío,
acaba en la oscuridad. Cómo el oro y la púrpura
se mudan en grava y jirones.
Caronte saluda desde su río caudaloso
y el sepulturero da animosamente tres paladas
sobre quien no prensará ya más uva.
Por eso, Movitz, ven y ayúdame a colocar
la fría lápida sobre nuestra hermana.