26-03-2011
El reciente terremoto que ha sufrido Japón ha venido a recordarme una teoría casi olvidada formulada por un buen amigo -uno de esos sabios heterodoxos que da España de vez en cuando-, que, pese a ser increíblemente lógica, apenas se ha esgrimido como causa de la catástrofe: es la teoría del peso del mar. Con el calentamiento de la atmósfera, el mar tiene unos cuarenta centímetros más de altura desde hace treinta años. Ello supone añadir un peso de unos cien kilos por cada diez centímetros de profundidad. Si multiplicamos eso por la presión del fondo, que a cada diez metros que se profundiza es de una atmósfera, los números crecen hasta dar una sensación de vértigo, incrementándose asimismo el peligro de que esa enorme masa se agite. Independientemente de si la teoría de mi amigo tiene una base científica y si coincide o no con las causas del terremoto, su formulación me ha servido para reflexionar estos días sobre el peso de la información que soportamos en nuestra sociedad, peso que se manifiesta también en forma de tsunami que aplasta con su carga de palabras e imágenes nuestra capacidad de ser creativos.
Muchos manuales pueden transmitirnos millones de datos y una multitud de conocimientos pero jamás nos podrán enseñar a usarlos correctamente. Ningún libro nos transmitirá la esencia de las cosas y el criterio para poder disfrutar de ellas. Esa es una facultad que nosotros, cada uno de nosotros desde nuestro abismo existencial, tendremos que esforzarnos en poseer. Jorge Luis Borges escribió en El libro de arena un cuento que tituló Undr. Maestro en hacer creíble lo increíble, Borges nos conducía en aquel relato por el laberinto de la palabra para recuperar la poesía como esencia, la voz como precioso venero de la memoria. En el relato, Ulf Sigurdarson, protagonista del cuento y de la estirpe de los skaldos o bardos, cuenta la historia de su vida, permanentemente en pos de una palabra que la diese sentido. A punto de morir en uno de sus viajes por la brutalidad de los hombres, es salvado por otro poeta, Bjarni Thorkelsson, quien le recomienda que huya hacia el sur. Al cabo de mucho tiempo de peregrinación, Ulf regresa y busca al viejo poeta Thorkelsson, que ya se halla a punto de morir: A todos la vida les da todo musita el cansado bardo- pero los más lo ignoran.
Sin embargo, antes de expirar, Thorkelsson le transmite a Ulf el misterio, la palabra Undr, que quiere decir maravilla: Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría termina diciendo Ulf-, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
Borges recurre a esa palabra eterna, misteriosa y útil para transmitir la experiencia condensada del mundo y de la vida. Pero él mismo nos abre los ojos sobre la dificultad para comunicar el sentido profundo de los verbos más allá de los sonidos: nadie puede enseñar nada nos dice- recordándonos la necesidad imprescindible de indagar, de buscar por uno mismo en soledad. Sin duda alude de refilón a una de las facultades que posee el ser humano aunque la utilice tan poco-, que no es simplemente la de enseñar sino la de enseñar a aprender. No se trata de mostrar un camino o divagar sobre si es o no es largo, sino de enseñar a caminar por él. No es cuestión de acumular datos y conocimientos sino de enseñar a usarlos para que nos parezcan más livianos y su peso no nos impida caminar o nos aplaste. No estará de más recordar que las grandes civilizaciones desaparecieron por usar mal los recursos de que disponían y es lícito suponer que el más inmaterial y valioso de esos recursos, la cultura el conocimiento y su cultivo-, se habría convertido seguramente en ese naufragio en el lastre más pesado de todos.
Durante el siglo XX y parte del XXI nos ha costado reparar en las posibilidades de lo antiguo como fondo de uso común que se hace presente y se personaliza cada vez que se dice de nuevo y se vuelve a crear, en la mente y en la voz del individuo. Los conocimientos antiguos no son buenos por antiguos sino por haber sido contrastados en común y haber servido a muchos antes de que nos fuesen útiles a nosotros. Pero su principal cualidad está en el esfuerzo que nos exigen: además de seleccionarlos debemos volver a crearlos. Olvidémonos de los readymades tipo Marcel Duchamp que sólo consisten en estériles maquillajes de Monnas Lisas. Sabemos que el pintor francés prefería dejar en manos de los espectadores la autoría del cuadro ya que con su mirada y con la carga de sugerencias que las propias imágenes podían conllevar, la obra se reconvertía y se multiplicaba por el número de visiones distintas que creaba en cada uno de los que la contemplaban. Puede que el arte para todos del siglo XX empujara al artista a ponerse del lado del espectador para tratar de comprender sus emociones y compartir con él un happening forzado, pero antes de todo eso el artista tiene la inmensa responsabilidad de haber creado algo que nos sirva para mirar o admirar.
De entre todos los bienes que poseemos, el único que no es reciclable es la cultura, y su uso banal, repetitivo, puede ir acumulando sobre la sociedad capas y capas de información, tan inútiles como onerosas, que nos hundan fatalmente. Si la poesía puede salvarnos del desastre no es tanto por su contenido, que al fin y al cabo es la sublimación de la vida, sino por el esfuerzo que nos obliga a realizar al cambiar de posición e intentar acercarnos a la belleza o al conocimiento.
Escribía el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer: Cuando la tradición vuelve a hablar, emerge algo que es desde entonces y que antes no era. Es decir, cada vez que con la voz, con el gesto, con la imaginación, reproducimos un conocimiento del pasado y lo actualizamos, lo volvemos a crear. Ésa es, por tanto, nuestra responsabilidad y nuestra fortuna: abrir cada día el cofre del tesoro y cada día poder mirarlo con ojos diferentes. Ése es el único sortilegio contra el peso del mar.