Joaquín Díaz

LA CUERDA DEL BADAJO


LA CUERDA DEL BADAJO

El Norte de Castilla - La Partitura

04-12-2010



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De pequeño, cuando hacía alguna trastada, mis padres me decían: “Ay, Judas, ¿de dónde habrás sacado ese pelo?”. La verdad es que siempre me resultó chocante la frase –no tanto por injusta, que no lo era habitualmente, como por críptica– y quedó entre los bienes inmateriales que me han acompañado toda la vida. Cuando la curiosidad y el destino me llevaron más tarde por las ramas (y nunca mejor dicho) de la tradición y la leyenda, me encontré con algunos relatos sobre los pelirrojos que me dieron las claves para interpretar lo que mis progenitores me echaban a veces en cara con tanta autoridad como acierto: “Home roig i gat pelut, primer mort que conegut”, me espetaba mi madre que se había criado en Arenys de Munt mientras mi abuelo levantaba planos para el Instituto Geográfico y Catastral. Pero ¿qué le asustaba tanto a mi madre para soltarme ese “lagarto, lagarto” como si yo fuera un descendiente del apóstol traidor?

Algunos investigadores piensan que ya hace un cuarto de millón de años se produjo la mutación causante del color rojo en el pelo y que fueron algunas Neandertales las que, jugueteando con el Sapiens, fueron fabricando la semillita de los barbitaheños. Vaya usted a saber, aunque parece que los últimos rastros de ese gen se pierden en España. Hace poco, y tal vez para demostrarme que la creencia es vieja, un amigo me mandó un chiste en el que un marido desconfiado va a preguntarle al médico si es posible que siendo él moreno y su mujer también, hayan tenido un hijo pelirrojo. El médico le explica que en los genes de alguna de las familias puede estar la explicación, pero el hombre jura y perjura que ambas familias han tenido el cabello negro durante generaciones y generaciones. Extrañado, aunque confiado en la ciencia, el doctor se sienta para hacer la historia clínica y comienza preguntando: “-¿Con qué frecuencia practican el sexo ustedes?”. Inmediatamente se da cuenta de que el hombre se azora, empieza a dudar, tartamudea y por fin confiesa: “-La verdad es que este año he estado muy estresado con tanto trabajo: lo hemos hecho sólo una vez”. “Ahí está la cuestión entonces –confiesa triunfante el médico–: ¡lo del pelo es óxido!”.



Bueno, bromas aparte, algo –tal vez lo diferente, lo exótico, lo discrepante- nos hizo desde la más remota antigüedad incómodos e inquietantes. Hace poco tiempo se creó en una red social americana un blog, basado en las ideas racistas del programa televisivo “South Park”, en el que se invitaba a la gente a odiar a los pelirrojos. El resultado fue que unos miles de extremistas se unieron al descerebrado y unos cuantos niños resultaron heridos por haber tenido la desgracia de nacer “oxidados”. Tengo que agradecer a mi amigo Manuel Fernández Escalante su tesis de que los pelirrojos éramos antaño los jefes y por eso todo el mundo nos odiaba: en el libro “Sobre el concepto y origen de la voz sanción” quiere demostrar que la palabra sancionar significaba “firmar en rojo (con sangre) o por el rojo” y que era la forma de prometer que tenían los jefes indoeuropeos con los que, como sucede ahora, el pueblo no estaba de acuerdo habitualmente. A toda esa inquina histórica vino a sumarse, como antes decía, un corpus de relatos que hablaban de personajes villanos, malvados, diabólicos y depravados cuyo único punto en común era su pelo encendido. Uno de los más conocidos –tal vez la tradición familiar venía de la afición de un bisabuelo nuestro a leer la Biblia– era, sin duda, el de Judas. San Mateo, el evangelista que escribía para los judíos para congraciarse con ellos porque en su vida anterior había sido un “publicano” (o sea un recaudador –no olvidemos lo mal que le sentaba siempre a un judío que le sacaran una moneda aunque fuese pequeña–), San Mateo, digo, contribuyó en buena manera a crear un retrato indigno del Iscariote. Aunque fuese en arameo, no desperdiciaba oportunidad de desprestigiarle, así que con insistencia (es el evangelista que explica por qué Jesucristo hablaba en parábolas: “Oir oiréis pero no entenderéis”) repite el asunto de la traición y de su obsesión por entregar al Maestro a los sumos sacerdotes. San Mateo, por otra parte, fue el más mesianista de los evangelistas, así que, del mismo modo que comparaba a Cristo con David, comparó a Judas con Ajitófel, a quien el Antiguo Testamento había calificado de hombre impío que terminó ahorcándose. “Cada cual sabe con qué cuerda se ahorca”, dice el refrán, pero no parece que Judas la eligiera bien porque una de las leyendas (probablemente basada en los Hechos de los Apóstoles) afirma que el traidor, desesperado por haber entregado a Jesucristo y sobre todo porque éste iba a lo suyo y no le hacía ni caso, se lanzó al vacío desde la copa de un árbol tras haber rodeado su cuello con una cuerda y ésta se rompió. “¿Será posible? –pensaría Judas al caer– “estas cuerdas ya no son como las de antes, no valen ni para ahorcarse”. Pero cuando aterrizó, dice la leyenda que lo hizo de cabeza, de modo que en vez de quedar colgado como badajo hizo funciones de martillo hincando el pico…



Pues bien, volviendo al tema de los relatos tergiversados, he vuelto a sentir ese “síndrome de Judas” en el transcurso de una polémica reciente –falsa además en su planteamiento original y avivada después por una manipulación interesada–, tenida y sostenida en el pueblo en el que vivo sobre si unas cuantas personas y yo queríamos silenciar para siempre las campanas. Se trata de ese tipo de polémicas tan españolas que entretienen las horas del aperitivo y ayudan a encontrar colectivamente un chivo expiatorio, tan necesario para nosotros los cristianos como lo fue para los judíos. La discusión, servida en vaso de “duralex” (esa vajilla teóricamente irrompible que nos sorprendía un día cualquiera con una explosión incontrolada de cristalitos), no ha servido para nada, como casi todas las que se cierran con el clásico “galgos o podencos”. Bueno, si acaso, para demostrar que cuando hay manipulación de por medio la lucha no tiene sentido y que las campanas seguirán sonando tranquilas porque ya no hace falta para nada la cuerda: se toca el trigémino, como hacía el Doctor Asuero, y se curan todos los males. Moraleja: antes que tener la razón es preferible usarla.