02-10-2010
El temor es un tipo de emoción que nos supera y nos deja inermes. No hablo del miedo, esa otra sensación natural que todos hemos padecido, especialmente de pequeños, y que nos llevaba a crear espíritus o imaginar seres fantásticos que casi antes de ser pensados nos espeluznaban. Alguna vez escribí que la luz eléctrica vino a acabar con esos espantos seculares: al iluminar oscuros rincones de casas y calles, clarificó también los espacios más recónditos de la mente humana en cuyas sombras se habían albergado durante tanto tiempo antiguos miedos.
El temor es otra cosa, aunque en el fondo seguramente provenga de algún pliegue sombrío del cerebro. Es un sentimiento tan incontrolable como artificial, que nos impulsa a protegernos de algo o de alguien, incluso sabiendo que no nos puede causar ningún daño. La Biblia creó y perpetuó el temor de Dios entre judíos y cristianos: cuando el pueblo hebreo, ya en el libro del Exodo, le pide a Moisés que haga de intermediario para no morir ante la sola presencia de Dios, el profeta contesta: Dios ha venido para poneros a prueba, para que su temor esté ante vuestros ojos y no pequéis. El libro sagrado está repleto de referencias a ese dios colérico, estricto o lejano. En el Apocalipsis escuchamos a uno de los ángeles que anuncia el día postrero: Temed a Dios y dadle gloria, porque ha llegado la hora de su juicio.
Algunos predicadores usaron y abusaron de la intimidación durante siglos para transmitir ese mensaje que los exégetas trataban al mismo tiempo de maquillar con la idea del respeto o la veneración. Vicente Ferrer hizo méritos para ser santo con la dichosa frase apocalíptica, escuchándose el Timete Deum allá donde llegó su voz, poderosa y bien timbrada, en tierras de España, Francia, Alemania, Inglaterra, Bélgica, Holanda e Italia. Aunque la potencia en la emisión de la voz era un factor determinante para los buenos oradores sagrados, no todos los predicadores poseían la fuerza ni el volumen del santo valenciano, por lo que, al parecer, tuvieron que recurrir muy frecuentemente a la insospechada ayuda que les proporcionó una especie de vas spirituale amplificador llegado directamente del taller de un alfarero.
En su magnífico Diccionario razonado de la arquitectura francesa de los siglos XI a XVI, el gran arquitecto francés Eugène Viollet-le-duc escribía al hablar de la voz pot: Los arquitectos de la Edad Media colocaban a veces en el interior de los edificios religiosos, en los paramentos de los muros, recipientes acústicos de barro cocido, probablemente para aumentar la sonoridad de los vasos
Hemos constatado la presencia de estos recipientes en los coros de las iglesias de los siglos XI y XIII
especialmente en la iglesia de Saint Blaise, en Arles. Viollet-le-duc no era el primero en reparar en estos vasos de las iglesias románicas francesas (posteriormente se descubrirían en Suiza, Inglaterra, Polonia, Alemania y los países nórdicos). Mr. Huard, director del museo de Arles, había escrito un informe en 1842 en el que consignaba la presencia de al menos 15 vasos acústicos en la iglesia mencionada por Viollet-le-duc y manifestaba su convencimiento de que podría tratarse de recipientes colocados estratégicamente para amplificar la voz dentro del templo. Como si se tratara de un eco natural provocado por aquella noticia, diferentes investigadores arquitectos, arqueólogos, científicos fueron aportando sus opiniones en apoyo de la teoría o, por el contrario, negándole cualquier atisbo de verosimilitud. En algún caso se recurría incluso a la experiencia histórica del arquitecto Salomon a quien se encargó en 1749 la reconstrucción del convento de los dominicos en Estrasburgo y que llegó a descubrir hasta 99 vasos en las ruinas de la primitiva iglesia, casi todos, eso sí, tapados o cubiertos de polvo o excrementos de aves. En 1902, Weber aseguraba que los recipientes podrían haberse usado como junta de dilatación, en 1910 Rougé negaba que se hubiesen podido usar como columbarios pues su disposición en las bóvedas hacía prácticamente imposible esa función y otros especialistas venían finalmente a proponer en investigaciones sucesivas que los vasos podrían haber sido utilizados tanto para apoyar la resonancia como para reducir la reverberación, tan frecuente en los templos de piedra. De ese modo, mientras unos se inclinaban por la tesis de la producción o amplificación del eco, otros defendían una especie de corrección sonora o sistema de absorción que homogeneizase el sonido. En realidad estos últimos proponían que las vasijas hubiesen servido para amplificar y percibir más nítidamente determinadas frecuencias las que ya existían en la cavidad resonadora del vaso mientras que se amortiguaban todas las demás. ¿Tendría en la mente estos principios el científico alemán Hermann von Helmholtz (profesor, por cierto, de Hertz y de Planck) cuando inventó su famoso resonador, precursor de los samplers tan usados por los músicos contemporáneos? Casi todos, en cualquier caso, aun reconociendo que la costumbre de colocar esos pucheros en los templos cristianos se podía datar entre los siglos XI y XVII, se remontaban al romano Vitrubio como el primer arquitecto que describió en su De Architectura el uso de los vasos de bronce para amplificar la voz de los actores en el teatro griego. En el Libro V y siguiendo las leyes de la armonía, Vitrubio había dejado escrito: Sobre estas leyes se hacen matemáticamente los vasos de bronce, proporcionados a las dimensiones del teatro y afinados entre sí en tonos de cuarta y quinta, y por orden hasta las dos octavas. Se colocan después siguiendo las leyes musicales en unas oquedades especiales debajo de las gradas del teatro, sin que toquen en ninguna parte a la pared.
Sean o no los vasos cerámicos herederos de la tradición griega, es evidente que existieron, que se usaron y que los expertos todavía no se han puesto de acuerdo sobre el efecto que pudieron producir. Frente a los defensores acérrimos de su sonoridad hubo detractores que aseguraron que las iglesias románicas y góticas eran tan perfectas que no necesitaban apoyo acústico de ninguna especie y que las renacentistas descuidaron de tal modo el sonido que ningún vaso, por espiritual que fuese, les habría podido ayudar.