13-11-2010
Durante mi infancia, la palabra vale estaba ligada a diferentes fórmulas de cortesía que trataban de hacer la vida en común más placentera. En el colegio en concreto, el buen comportamiento, la puntualidad, el aseo correcto, la postura diligente y la atención en clase se premiaban con un vale de urbanidad o de conducta que al final del curso te daba acceso al olimpo de los distinguidos, cielo tan breve como inaccesible en el que, si los hados eran propicios, te colgaban una medalla y te daban un diploma en vez de la corona de laurel con la que coronaban a los héroes antiguos. En clase de latín nos explicaban también que la palabra vale la usaron a menudo los clásicos para desearse salud al final de las cartas: que estés bien, querían decir, que los dioses te protejan de cualquier daño. Y con ese simple imperativo del verbo valere se decían adiós. Cicerón, que lo usaba al comienzo o al final de sus misivas, escribió muchas veces a Quinto Ligario mientras le defendió ante César: Tu ad me velim litteras crebius mittas. Vale, o sea, que me escribas más frecuentemente, adiós. Ese adiós, que era una traducción libre del vale y que se solía escribir hasta tiempos recientes a Dios (o sea a Dios te encomiendo o con Dios seas) también requeriría un artículo, pero estando en la página contigua la profesora María Angeles Sastre no quisiera meterme en camisa de once varas. Vale.
Sigo con lo mío. Cuando alguna vez nos llevaban nuestro padres a la feria o se organizaba en el pueblo o en el barrio alguna rifa, el consabido vale venía siempre acompañado por el nombre del regalo correspondiente, cosa que nos llenaba de ilusión o excitaba nuestra fantasía hasta que veíamos en qué consistía el premio: Vale por una botella de anís (se alegraba nuestro padre), vale por una muñeca (se alegraba nuestra madre), vale por una sortija de oro (excuso la rima y el valor real del anillo), vale por un mono de peluche
En fin, para qué cansarnos. Todos los regalitos tenían algún defecto a nuestros ojos y eso mismo parecía augurar una reprimenda, porque cuando el señor de la caseta decía que nos había tocado y nosotros poníamos cara de circunstancias se empezaba a liar la cosa. Con el micrófono abierto se ofrecía generosamente a cambiarnos la papeleta premiada por otra mejor, pero eso llevaba aparejado que nuestro padre tirara de nuevo y aportara otra peseta: Aporta inferis, debía decir él (que también sabía un poco de latín), y ya, cuando estábamos tan vencidos y decepcionados que se nos paralizaba el gesto y la palabra, llegaba la bronca: Pero ¡coño! ¿te quieres decidir de una vez? ¿No? Pues a casa
En fin, ahí comenzamos a percibir que no todos los vales valían lo mismo y que la palabra podía significar más cosas y no todas relacionadas con la educación. La confirmación me llegó la primera vez que fui al Rastro madrileño y me encontré con una señora de mediana edad, de porte indefinido, de rostro embadurnado, de conducta ambigua añadiría yo ahora, que me presentaba un vale en el que estaba escrito: ¿Quiere usted ser mi pareja? y debajo, a un lado y otro de una raya vertical que tú debías rasgar, un SI o un NO escueto y rotundo, de aquellos que enseñaba Cristo, que debías elegir en ese momento según te lo pidiera el cuerpo, ateniéndote después a las consecuencias de tu acto. Bien pronto pude comprobar que en Madrid casi todo era así, la ley de la oferta y la demanda, y que en los grandes comercios, en los almacenes que se preciaran, se canjeaban productos ya adquiridos pero que uno había querido devolver infructuosamente por vales o se ofrecían papeletas de descuento, que también se llamaban vales, si hacías una compra importante. Tanto tienes, tanto vales, decía el antiguo refrán, y parecía que, en efecto, te atendían mejor si ibas con la cartera por delante, pero yo, a pesar de todo, seguía pensando en los vales de mi niñez, más cercanos a los patrones ortodoxos de conducta que a la bolsa. Y leía con placer a Sebastián de Horozco cuando escribía en su "Teatro universal de proverbios":
Aunque venga emponzoñado
el hombre como serpiente
le hace amansar priado
y quedar desenojado
el responder blandamente.
Poco vale y menos presta
el soberbioso hablar
pero la buena respuesta
mucho vale y poco cuesta
y es cosa muy de loar.
Lo contrario se podía leer al final de aquellos pliegos que traían los ciegos y a los que tanta atención he dedicado durante años: Una perra gorda vale, como diciendo: no sea usted ruin que ya ve cuánto argumento le doy por tan poco precio.
En el día de hoy parece que vale todo. Tan pronto usamos el vocablo para contestar que sí, que estamos totalmente de acuerdo (¿Te vienes el finde a Zamora?: Vale), como lo escuchamos de muletilla favorita en boca de los guías y las guías de los museos y exposiciones cada vez que les parece que han ido demasiado deprisa y nos han explicado en medio minuto los últimos 400 años de historia: ¿Vale?. A ese vale no se debe responder porque, aparte de distanciarte del grupo que ya se ha quedado con lo esencial de esos cuatro siglos y que ha pasado como un solo hombre al siguiente espacio, te indispondría con el cicerone que tendría que ponerse a explicarte lo que no has comprendido. Cuando uno llega a casa, exhausto de tanta carga cultural y visual, enciende el televisor y escucha a Belén Esteban decir, cerrando los ojos y bajando la barbilla: ¿Vale?. Nos damos cuenta en ese momento de que está respondiendo a alguien y su palabra es una especie de advertencia para que ese alguien no se entrometa en territorio acotado. O sea que quiere decir que mucho cuidado con pasar la línea, que ojito con lo que se comenta y que ya está bien: Ya vale, repite, y algún periodista que quiere confirmar que el enemigo o la enemiga de Belén se ha pasado, subraya: Ya le vale. Jorge Javier les interrumpe para confirmar a su director que le ha escuchado bien y que ya se ha enterado de que hay que dar paso a la publicidad: Vale, vale.
Pues vale.