Joaquín Díaz

PAISAJES SONOROS


PAISAJES SONOROS

El Norte de Castilla - La Partitura

23-10-2010



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Las guerras son una auténtica catástrofe. Lo escribo pensando en el significado que los griegos daban a la palabra catástrofe y que se parecía mucho a nuestra expresión de “dejar todo patas arriba”. Para ellos el verbo “strefein” equivalía a subvertir, o sea dar la vuelta a lo establecido. Las catástrofes llamadas “naturales” tienen un sentido de advertencia. La naturaleza nos recuerda que puede aliarse con la fatalidad y obtener los resultados más trágicos. Pero casi es peor si la catástrofe viene provocada por el propio individuo, que maneja alocadamente los hilos del títere en que se convierte, para acabar cortándolos sin advertir que se derrumbará tras ello. Pese a que la experiencia –que no la historia- ha venido a confirmarnos la sospecha de que no existen guerras santas ni justas ni proporcionadas, seguimos empeñados año tras año, siglo tras siglo, en buscarle razones a nuestros despropósitos y en especial a éste tan dañino.

Durante el tiempo que dure la celebración del bicentenario de la llamada “Guerra de la independencia” tendrán lugar –ya lo están teniendo– reuniones, congresos y conmemoraciones de todo tipo en las que especialistas y estudiosos debatirán si realmente merecía la pena aquello. Los paisajes posteriores a una guerra son desoladores. Y eso que la guerra contra el invasor francés era sólo el comienzo de un siglo bélico y desesperanzador que acabaría arrasando España y sus posesiones. Españoles luchando contra españoles o enviados a combatir y morir en una América lejana, desconocida y hostil. Los paisajes, repito, eran desconsoladores y llevaron al abatimiento a la nación entera. Sin embargo, si consideramos paisaje a todo aquello que podía sentirse –verse, oírse, palparse, gustarse- en nuestro territorio, tendremos que reconocer que el sonoro era el paisaje menos deprimente. Los sonidos cotidianos se mezclaban con los cánticos contra el miedo y la arbitrariedad, componiendo una sinfonía de certidumbres que animaba a seguir viviendo.



Cristina Palmese y José Luis Carles, que se han dedicado desde hace años al estudio de los paisajes sonoros, podrían, con sorprendentes resultados, regresar al pasado para intentar registrar los sonidos de aquel momento: conversaciones, canciones, gritos, oraciones, susurros, silencios expresivos, crearían sin duda un interesante panorama del que uno podría extraer mejores y más positivas consecuencias que del horizonte visual. “Quien canta, sus males espanta”, dice el proverbio, y así debió pensar quien guardó en su memoria las canciones de aquella guerra para comunicárselas después a otra persona con memoria que hizo de transmisor para que textos y melodías llegaran, con leves variantes, a los comienzos del siglo XX. Entonces, y aprovechando que se celebraba el primer centenario del conflicto, el sacerdote soriano Federico Olmeda –musicólogo y un poco folklorista- recogió de un paisano suyo todos esos temas para transcribirlos en un artículo curioso que salió en agosto de 1908 en las páginas de “La Ilustración Española y Americana”. Sin duda el sistema usado por Olmeda no era nada nuevo: así se habían transmitido los conocimientos de una generación a la siguiente durante siglos, pero en el momento en que se produjo este recordatorio comenzaban a perder terreno los recursos de la oralidad y triunfaba la “verdad” escrita y la imagen persuasiva.



En cualquier caso ahí nos queda el documento, que es uno de los pocos recibidos prácticamente de la tradición oral directa ya que Olmeda entrevistó a un anciano que había aprendido de niño esos temas de boca de otro anciano. Federico Olmeda se dedicó toda su vida con fervor a recoger el caudal popular que añadía a las aguas superficiales de la moda las corrientes más profundas y ocultas de cuatro períodos o afluentes cuyo flujo había sido recogido ya cauce arriba: el primer período correspondía a los estertores del Neoclasicismo y llegaría hasta el final de la guerra de independencia; desde esa fecha hasta mediados del siglo XIX predominaría el espíritu romántico, produciéndose a continuación, desde 1850 a 1875, una reacción realista que prepararía la época inmediatamente anterior al 98 y que podría definirse como de "descubrimiento del folklore". Precisamente en ese lapso de tiempo, poco antes del artículo de Olmeda del que estamos hablando, se desarrollaron los intentos de Antonio Machado y Alvarez por crear la Sociedad del Folkore Español y se generalizaron entre las sociedades excursionistas los primeros cuestionarios en los que se incluía la posibilidad de preguntar por canciones. El vallisoletano Núñez de Arce, por ejemplo, a quien el propio Machado había pedido que aceptara la presidencia de la Sociedad del Folklore Castellano, se encargó personalmente de redactar las preguntas que posteriormente se habrían de enviar a sacerdotes, maestros y médicos de las dos Castillas. En el apartado cuarto de esa encuesta se pedía: "Descripción y explicación de las danzas y bailes populares que ahí se conocen...canciones o aires populares que los acompañen y su anotación o escritura musical, así como la de las demás producciones de esta índole, a saber: tonadas, seguidillas, jotas, villancicos, nanas o coplas de cuna, fandangos, etc. etc."



Bailes de moda


En el paisaje musical también estaban otros bailes de moda como los valses, pero ése era otro cantar (o mejor dicho, otro danzar). Del mismo modo que los presbíteros de la primera mitad del siglo XX ejercieron su cruel censura contra las novedades de la moda, que llegaban en forma de agresiva coreografía (el canallesco “baile agarrado”), las opiniones de los moralistas del siglo XIX crearon escuela y dejaron secuelas: no es el momento de ponernos a hacer la historia del vals ni de dilucidar si es acaso más antigua la variante vienesa que la francesa, pero lo evidente es que el baile estaba poniéndose de moda en ese momento en España porque buena parte de las canciones que se interpretaban en los salones y en los bailes de candil eran valses y -aunque se percibe que aún no estaba “fijada” definitivamente la grafía, puesto que se podía escribir “balses”, “valses” y “vallsses”- por lo que se ve ya eran bailes muy aceptados. El vals había hecho furor en París desde 1797 lo cual, unido a la idea de que su práctica era un tanto pecaminosa, provocó tratados condenatorios como el de Salomon J. Wolf titulado Prueba del hecho de que el vals es la causa principal de la debilidad del cuerpo y del alma de nuestra generación: expresamente recomendado a los hombres y las mujeres de Alemania.



En el paisaje, incluso si es un paisaje sonoro, pueden darse los alcornoques, como se habrá podido comprobar.