18-09-2010
Es innegable la importancia del mundo poético y musical del romancero, ese género hispánico para el que muchos filólogos y lingüistas han pedido ya la consideración de patrimonio de la humanidad. El romance es, seguramente, el género poético que más y mejor recordamos todos aquellos que, no sólo tenemos una cierta edad sino que hemos sido educados dentro del ámbito familiar escuchando la voz antigua de la tradición. Todos tenemos almacenada en nuestra memoria alguna versión cercana desde que, en la infancia, la aprendimos de la madre, de alguna vecina o en la misma escuela. Versos como Madrugaba el conde Olinos, En Sevilla a un sevillano, Divino glorioso Antonio, etc. se han convertido casi en frases proverbiales para los hispanohablantes. No es extraña esta predilección que mostramos hacia el romance teniendo en cuenta que las ocho sílabas de su verso, su melodía sencilla y su temática interesante e intemporal lo hicieron siempre asequible y atractivo para públicos de todas las edades.
Sin embargo, como el Guadiana, el romance tradicional pasó muchas veces por períodos de ocultación en los que, hasta los propios especialistas y estudiosos, dudaban de su existencia o de su continuidad. Menéndez Pelayo, por ejemplo, pese a recoger una buena colección de textos en su Antología de poetas líricos castellanos, dudaba de que aún pervivieran en la memoria de los labradores.
Lo mismo pensaba su discípulo Menéndez Pidal hasta que, en 1900, le sucedió la siguiente anécdota: los recién casados María Goiri y Ramón Menéndez Pidal, visitaron en la primavera de ese año en pleno viaje de luna de miel la provincia de Soria y decidieron quedarse en Osma para contemplar desde allí un eclipse de sol. Buscando un entretenimiento para que las horas se hiciesen menos largas se pusieron a conversar con una lavandera de la localidad a la que María recitó un romance. Cuál no sería su sorpresa al comprobar que, no sólo conocía ese tema sino muchos más con los que hacía menos pesado su trabajo de lavar en el río. Después comenzó a cantar con melodiosa voz una versión tras otra haciendo las delicias del nuevo matrimonio que, tan sorprendido como feliz, decidió quedarse unos días más para terminar de anotar todos los romances escuchados.
Cuando el matrimonio Menéndez Pidal llegó al Burgo de Osma tenía una idea inamovible del género romancístico, cuyas muestras hasta ese momento, existían para ellos solamente porque estaban escritas y podían ser leídas. Al comprobar que todavia podía darse otra forma de transmisión y que esa forma era tan cierta y tan real como la escrita descubrieron un mundo insospechado.
Este estilo de pensamiento excluyente muy propio de grandes figuras de la cultura- ha sido, por desgracia, demasiado frecuente en nuestra civilización occidental. Negamos categóricamente la existencia de aquello que no conocemos, y el campo de la ciencia podría ser desde hace siglos un ejemplo fehaciente de esta afirmación aparentemente exagerada. Ese enorme territorio que ahora se llama América era una realidad física antes de ser descubierto y bautizado. Y ya había gente en Hawaii antes de que Cook llegara o de que las islas se convirtieran en territorio de los Estados Unidos. Por supuesto que Australia era un extenso continente mucho antes de que aparecieran en el legendario etrusco Rómulo y Remo para fundar Roma y parece también que los españoles ya habían avistado esas tierras en el siglo XVI, pero sólo en el momento en que los neerlandeses las descubren a comienzos del XVII y las denominan australes, empieza su existencia cultural o histórica. La vanidad de la cultura occidental, que establece las formas y el sentido del tiempo parece no tener límites.
Pero, como acabamos de comprobar, no es lo mismo el tiempo histórico que el geológico, por ejemplo, de ahí la importancia de las ideas que sobrevuelan por encima de los siglos y las medidas cronológicas. El lenguaje usado para los mitos, por ejemplo, concibe la narración de todas esas vetustas leyendas sólo como una progresión de hechos que tienen coherencia entre sí porque se narran sucesivamente y poseen un hilo conductor que los encadena. No siempre ni en todas partes fue así: más de un cronista americano habló de la presunta dificultad que a su entender tenían los indios para expresar correctamente sus mitos y creencias. Según tales cronistas los relatos no tenían sentido y parecían hechos de retazos aislados e inconexos. Algo semejante a nuestros sueños, de cuyas imágenes parece que nos queda siempre una sensación de instantaneidad, de fogonazo que ilumina durante un momento una estancia para volver a dejarla en la oscuridad. Los mitos en las culturas indias son, sin embargo, el reflejo de un estado natural, de una religiosidad sin dogmas; son relatos orales entregados como versiones y comentarios de cosas que pasan o han pasado, de lo que se dice que aconteció o ha de suceder y quien lo relata lo revive o lo imita. No pretenden, por tanto, ser verdades inapelables sino imágenes que se recrean oralmente y se renuevan y transforman constantemente, como las posturas de un animal o las formas de las nubes. Los temas, desde luego, son los mismos que nos preocupan a los occidentales (el fin del mundo, la multiplicidad del universo, la fragilidad del ser humano, el interés por los otros o el respeto al entorno), pero sus concreciones, lejos de revestirse de seriedad, son fugaces y cambiantes. Su coherencia no radica en la cohesión de los hechos entre sí, sino en la relación de esos hechos con la propia existencia, con la propia mentalidad. Muchas culturas indígenas (indígena en realidad significa nacido allí) todavía conservan, en hermosos relatos entregados cuidadosamente por la tradición oral, el recuerdo de ideales épocas pasadas denominadas genéricamente como tiempo de los sueños o más sutilmente edad de la poesía, es decir períodos de tiempo en que la imaginación y la memoria superaban a la realidad en la mentalidad humana.
Una de las grandes equivocaciones de nuestra civilización occidental en el siglo XX fue precisamente aplicar ese sentido único del tiempo y esa mirada excluyente de la ciencia que mencionaba al comienzo: identificar la vida con un camino lineal, con un recorrido argumental en el que cada individuo desarrollaba paso a paso su propia historia. Pero con ese modo de entender la peregrinación personal, la contemplación del pasado significaba un retroceso. Sólo tenía sentido avanzar a toda costa sin mirar hacia atrás y dejando a los lados, por aparentemente innecesarias, tierras fértiles.
¿Será posible que no sepamos reaccionar en el siglo XXI?