12-06-2010
Mi afición hacia el papel impreso es bastante temprana
Las tediosas convalecencias de las enfermedades leves de la infancia las entretenía hojeando los libros de Bertoldo o los cuentos de Calleja que mi padre trasladaba ritualmente desde las estanterías de su despacho hasta la cama en la que me encontraba. Sin embargo no tuve plena consciencia de la importancia de esos trasvases hasta que me tocó soportar un largo postoperatorio tras una extirpación complicada de las amígdalas. Mi padre se sintió generoso entonces y me trajo el Viaje por España del Barón Charles Davillier con las ilustraciones inolvidables de Doré. En la edición familiar, las interesantes notas de Arturo del Hoyo incluían también diversos grabados entre los cuales me llamó la atención en especial una aleluya sobre Don Pedro I. Contar hoy la vida quiero, de Don Pedro el justiciero / él hizo acatar la ley, desde el zapatero al rey. Durante toda mi vida he recordado algunos de aquellos pareados y en mi memoria están frescas aún las líneas claras con las que Pérez despachaba en 48 viñetas encargadas por José María Marés (el impresor catalán afincado en Madrid) la vida de un monarca polémico pero siempre interesante. El descubrimiento reciente de un manga japonés debido a la extraordinaria dibujante Yasuko Aoike y titulado Alcázar que por cierto ha alcanzado un éxito impresionante y que desarrolla en 13 volúmenes la azarosa vida del rey- demuestra hasta qué punto los arquetipos siguen vivos y continúan apasionando a cualquier tipo de lector.
El recuerdo permanente de aquellos versos y mi relación posterior con el universo de la tradición oral me permitió también entender mejor y contemplar con naturalidad el frecuente trasvase de canciones, romances o relatos desde el ingenio o la memoria hasta el papel impreso y viceversa. No puedo olvidar tampoco, ya que está casi en el origen de mi afición por el coleccionismo de pliegos, la generosa donación de Ataúlfo Rodríguez de Llano, propietario e impulsor de la imprenta Rodas, en pleno Rastro madrileño, quien tras ver un programa de televisión de La clave en el que José Luis Balbín, su director, me preguntaba por el baúl de Juanita Reina y sus coplas, resolvió definitivamente a quién dejaría en herencia todos los papeles que aún llenaban la imprenta que acababa de cerrar para jubilarse, y me escribió para comunicarme que los ponía a mi entera disposición. No tengo duda de que el interés popular, general diría mejor, hacia estos papeles de formato humilde, de apariencia intrascendente, se mantuvo inalterable durante siglos, tanto por la curiosidad que despertaban en todos ricos y pobres, letrados e iletrados, jóvenes y viejos- las vidas de sus protagonistas, como por la forma atractiva, fascinante, en que contaron esas mismas vidas quienes tuvieron, por suerte o por desgracia, que ocuparse de ello. La simple impresión quedó de esa manera ligada para siempre a otros valores añadidos: sonidos, imaginación, recuerdo, entonación, fórmulas melódicas y rítmicas, etc. que fueron dando forma a un género peculiar.
Puede que alguno de los oficios que se encargó de mantener tradicionalmente esta industria como el oficio de impresor- tuviese una mayor sensación de responsabilidad que otros al suponer que era depositario del mapa del tesoro y que la mera presión de los tipos sobre el papel ya daba al contenido una permanencia que lo fijaba y lo aseguraba contra el olvido. En cualquier caso, y del olvido sigo hablando, los últimos cincuenta años nos han proporcionado motivos más que sobrados para no creer en la permanencia de nada y para desconfiar de la indemnidad de todo aquello que parecía quedar atado y bien atado.
Algunos de esos pliegos especificaban en su última página las colecciones publicadas, sus títulos y los lugares de venta: por esas informaciones podemos deducir que los libreros, impresores o depositarios ofrecían con la misma naturalidad romances, jácaras, sainetes, aleluyas, ruedas de los enamorados, de los amantes y de la fortuna, libritos de cortejar, juegos de manos, recetarios de cocina, almanaques, horóscopos, libros de adivinar sueños y la influencia de los planetas. Anunciaban además variados surtidos en novelas históricas, folletines, revistas teatrales, argumentos reducidos de zarzuelas y óperas, folletos de cine, cancioneros, etc. etc. etc. Las colecciones más abundantes son del siglo XIX y corresponden a imprentas que hicieron su agosto con un público adicto y entregado. Ya he recordado muchas veces algún escrito de Antonio Trueba, o sea Antón el de los cantares, en el que manifiesta que llegó a reunir 20.000 papeles de este tipo (que luego quiso quemar por inadecuados e inmorales), aseveración que siempre me pareció exagerada pero que, según pasa el tiempo y voy conociendo más imprentas, me va pareciendo menos desmedida. Hubo establecimientos tipográficos que llegaron a publicar entre 200 y 500 títulos diferentes, colecciones de sainetes que fueron numerosísimas, romances que aparecieron en sucesivas versiones y ediciones, pliegos con canciones de moda constantemente cambiantes y todo tipo de remendería que sabemos se tiraba por miles de ejemplares y que, a mi modo de ver, hace cada vez más verosímil la opinión de Trueba.
Las imprentas de Marés en Madrid, del Abanico en Barcelona, de Santarén en Valladolid o de José María Moreno en Carmona llenaron los cuatro puntos cardinales de la geografía española de papeles mejor o peor impresos, de calidad más o menos contrastada pero permanentemente aceptados por un público deseoso de noticias y necesitado de sorpresas. Tal vez la clave de esa aceptación nos la dé Julián Iriarte Lorea, vendedor manco que recorrió España desde 1880 vendiendo papeles y anunciándose, bien cantando bien pregonando, por mercados y esquinas de innumerables ciudades españolas: sus canciones podían ser viejas o nuevas, pero eran todas bonitas. Creo que si pudiésemos saber qué entendía Iriarte por bonitas tendríamos las cualidades que harían un pliego vendible, es decir las características que ayudarían a difundir un tema y por tanto harían necesaria su impresión previa. Esta palabra la he escuchado después en boca de muchas personas con quienes he conversado haciendo trabajo de campo, para calificar o definir ese tipo de papeles que se adquirían por poco precio, que aportaban un modelo de información avalado por la credibilidad de un forastero conocido (y matizo la aparente antinomia con unas comillas) y que servían de entretenimiento o de solaz (o sea de consolación) para tantas almas atribuladas por la dureza de lo cotidiano. No me parece desacertada la palabra bonito cuando siempre estuvo entre las premisas requeridas para que un producto que se vendía fuese convincente: bueno, bonito y barato. De la bondad en un sentido moral ya hablé recientemente recordando que la ética popular suele presentarse más en forma de propuesta razonable que de imposición moralizante, lo cual es, desde luego, más aceptable para las audiencias heterogéneas. Lo barato del producto es incontestable porque siempre estaba en el límite de la moneda más pequeña del sistema monetario. Nos quedaría lo bonito considerado como cualidad cercana a la perfección.
Si buscamos la palabra en los títulos de los pliegos aparecerá muy frecuentemente para calificar algo: o una colección, o una creación, o un cantar (bonitas seguidillas, bonitos tangos, bonitos cuplés), o una relación
Sólo el calificativo nuevo aparece con más frecuencia en el encabezamiento de los pliegos y como parte de la propia descripción del contenido, pero, desde luego, bonito significa mucho más que curioso, o jocoso, o burlesco, o gracioso, o extraordinario, que son otros adjetivos que se usan en los títulos para calificar un suceso, un baile o una composición. Y si no, que se lo pregunten a San Luis