24-07-2010
Algunas de las antiguas Crónicas medievales en las que se trata de explicar el origen de España cuentan que, después del Diluvio, un nieto de Noé llamado Túbal se embarcó en un endeble bajel, con su familia y pertenencias, y navegó por distintos mares hasta arribar a un lugar hermoso y fértil
Después de desembarcar, los viajeros decidieron bautizar aquella tierra con el nombre de Hesperia, el mismo con el que denominaban a la estrella que les había guiado hasta allí. El hijo de Túbal, Ibero, quiso marcar algún tiempo después el territorio conquistado con su propio nombre, pero su hijo Hispán fue quien, al ser designado primer rey del país, impuso la denominación que habría de perpetuarse...
Casi nadie recuerda ya estos relatos legendarios que tuvieron su fortuna en los siglos medios y llegaron a la edad moderna con aromas de antigüedad y de epopeya. Sobre todo de epopeya, es decir de poema épico en el que los nombres propios y la exageración intencionada iban conduciendo la historia hacia los huertos conocidos y trayendo el agua a los molinos propios.
Hesperia, en realidad, era como los griegos llamaban a todas aquellas tierras que se hallaban hacia el occidente, es decir hacia donde el sol se ponía, pero en este caso lo importante era que en el rompecabezas de la fábula encajaran todas las piezas, o sea todas las versiones conocidas de las narraciones legendarias sobre nuestros orígenes, y así se escribía la historia: fama para los protagonistas, silencio para los perdedores y, sobre todo, que no quedaran cabos sueltos. No es extraño por tanto que, desde hace mucho tiempo, la palabra historia tenga en nuestro país un significado dudoso: el defecto de las cronicas dice una de ellas- es que los que las escriben lo hacen por mandado de los reyes e principes, por los complacer e lisonjar o por temor de los enojar. Con independencia de la poca objetividad y del exceso de imaginación, hay algo que se repite indefectiblemente en la narración: cada nuevo héroe impone su personalidad, marca sus límites y firma sus hazañas. ¿Es ésta la verdadera personalidad de España o al menos su rasgo más distintivo? ¿Está ya en esas primitivas relaciones el origen del individualismo y de la preocupación permanente y casi patológica por el vecino? La palabra muga parece resumir una de las principales obsesiones de los habitantes de este país: la pasión por las fronteras. Cuando éstas no son físicas, se crean mentalmente. La muga o mojón significa el hito que señala los límites intelectuales, culturales o antropológicos que los ibéricos hemos creado o heredado sin rechazos. La fuerza de la costumbre parece siempre vinculante y contra ella rara vez se alzan la razón o la curiosidad por conocer al otro, al vecino de la tierra de al lado, al que parece mostrarnos sus diferencias como una forma de afirmar su propia personalidad. Las naciones y posteriormente los nacionalismos- que surgen a la sombra de esas mugas no son sino fórmulas diversas (creaciones artificiales del derecho político) de idear un espacio seguro; un modo como otro cualquiera de salvar los miedos seculares: miedo a lo distinto, temor a descubrir que el otro no es como nosotros y que puede incomodarnos su vida porque nos obliga a reflexionar sobre su mentalidad. Y la mentalidad, lo sabemos, es el conjunto de creencias que determinan la manera de pensar de alguien. ¿Cómo se forman en realidad esas creencias? ¿Son verdades objetivas, son principios incontestables o simplemente ideas que se nos transmiten con la educación y a las que luego nos aferramos por comodidad?
Los griegos llamaban idea a la apariencia de las cosas, es decir a la percepción particular que podían tener de los objetos, cuya sensación encerraban en un campo mental al que después recurrían cada vez que necesitaban relacionarlo con otras representaciones de esos mismos objetos. La idea de una silla, por ejemplo, se formaba en su mente al pensar en un objeto funcional sobre el que podían sentarse y al que podían sacar algún partido, pero no tenía que ver con la imagen concreta de una silla sino que se manifestaba de foma abstracta. Existía o coexistía, como diría el filósofo y escritor Gustavo Bueno- desde el momento en que la pensaban. Idea equivalía a pensamiento e imagen a representación, aunque muchas veces se confundieran o se usaran indistintamente ambos conceptos.
La idea de España, pues, sería siguiendo a nuestros mentores los griegos- la forma en la que cualquier individuo, español o no español, podría representarse mentalmente a ese conjunto de elementos (geografía física, costumbres, vicios y virtudes, lenguajes y códigos, expresiones y fórmulas expresivas, fabularios y crónicas, etc.) que la palabra España traería aparejados. No podría haber tenido la misma idea de España Don José Ortega y Gasset que Don Jorgito el inglés o sea George Borrow, por ejemplo, aunque ambos partieran de la realidad de un primitivismo latente y profundamente arraigado en los hispanos para desarrollar sus teorías. No podría haber pensado igual de España un pintor costumbrista francés que Picasso, aunque en los dos casos se estuviera echando mano de la antropología para solucionar el problema de la esencia o de la tradición. Tampoco sería idéntica la idea de España (si es que la tenía) de Francisco Montes Paquiro y la del arqueólogo francés Engel descubridor de la bicha antropocéfala de Balazote- si bien las pesadillas nocturnas tendrían para uno y otro figura de toro y montera. No sería la misma la idea de España en la mente del seleccionador nacional de fútbol Vicente del Bosque y en la del almirante Cosme Damián Churruca, aunque los dos soñaran con escuadras victoriosas, superaran estrechos angostos y surcaran universales aguas. Finalmente, no podríamos equiparar las ideas de España de aquellos que se sitúan a la derecha y a la izquierda de un hipotético centro político, aunque en ambos casos se esté hablando en realidad de una cuestión de propiedad (sea ésta de la especie que sea: intelectual, privada, urbana o rústica, metafísica o moral). Porque ni España es un problema como afirmaba José Ortega y Gasset ni tiene un conjunto de problemas como aseguraría una encuesta del CIS. España es algo que hemos pensado, imaginado, soñado y manipulado entre todos y sobre la que arrojamos nuestras contradicciones: nuestras envidias, odios, frustraciones, anhelos, ambiciones y deseos, pero también nuestras ilusiones y esperanzas, aunque sean vicarias, porque nos asusta confesarlas como propias.