10-07-2010
A lo largo de la historia han sido innumerables los momentos en los que, casi siempre por razones de alarma social, de hundimiento de la economía, de peligro ante una invasión, de posibilidades de trastorno en el orden establecido- han aparecido, bien a caballo de extraños meteoros bien en boca de profetas más o menos estrafalarios, las consabidas señales del fin de los tiempos
Ni se sabe a qué tiempos se referían los hados ni se especificaba cuál sería el momento definitivo en que la humanidad perdería pie para precipitarse en ese valle último y oscuro -¿acaso un regreso definitivo al vientre materno?- que Jeremías llamó de la Gehena y Joel de Josafat. En cualquier caso, el tiempo es una medida que siempre nos sirvió para cuantificar nuestra presencia física en este mundo, de modo que cualquier aviso de interrupción o extinción tenía que venir envuelto en los peores presagios.
Por supuesto, y precisamente por ser el tiempo una medida humana, solía ser el mismo individuo el causante de su desaparición, siendo su conducta desviada o una falta ética las causas más frecuentes de expiación. Así se explicaron durante siglos las leyendas que se referían al final de los tiempos: malas acciones, comportamientos perniciosos, vicios colectivos despertaban a los dioses dormidos o distraidos y el cielo se precipitaba sobre nuestras cabezas. La tentación de profetizar todo eso era demasiado fuerte como para resistirse. Ya desde los tiempos de Adán o sea desde que comenzamos a hablar todos los animalitos, como diría un narrador de cuentos- empezaron a surgir leyendas que le hacían poseedor de un documento que Dios mismo le había entregado al salir del paraíso en el que se anunciaba que un salvador vendría a remediar el desaguisado en que nuestro primer padre nos había metido. Documento, por cierto, que Adán entregó a Seth, uno de sus hijos, y que fue custodiado por magos y hechiceros hasta que unos reyes lo llevaron a Belén para entregarlo a Jesús en el pesebre: En el año seis mil decía el documento divino-, el día sexto de la semana y a la hora sexta, enviaré a mi hijo único, el verbo divino, que tomará carne en tu raza, y que se convertirá en hijo del hombre, y que te restablecerá de nuevo en tu dignidad original, por los supremos tormentos de su cruz.
Sabemos que Roma se fió de sus augures hasta la caída del imperio y que muchos pueblos depositaron su fe en las predicciones aunque éstas procedieran de los posos de una bebida. Durante la Edad Media, si un cometa atravesaba el firmamento de forma desusada y se perdía en el horizonte dejando una estela roja, se consideraba un símbolo sangriento o una señal de que iban a llegar épocas de gran violencia. No digamos si los leones de la corte se confabulaban contra el más fiero de ellos dejándolo muerto: ya podía el rey cuidar su vida y su corona. La caída de estrellas y el oscurecimiento repentino del sol podían predecir, según los adivinos, un terrible cataclismo. En fin, casi todas las civilizaciones y culturas han estipulado diferentes desapariciones de sus particulares mundos que se verían consumidos por el agua, el fuego, la propia tierra o el viento. En la mayoría de los desastres, el mito del fin de una era, elaborado según los miedos humanos, estaba presente y se manifestaba con ribetes más o menos fantásticos, pero tras el apocalipsis o a veces anunciándolo- se alzaba una nueva voz, un personaje carismático, un mesías, que llegaba para transformar ese mundo caduco, envejecido y sin solución que era arrasado por los jinetes del hambre, la guerra y la muerte. Pero, fuesen los dioses, fuesen los hombres o fuese el universo en el que ambos habitaban lo que resultaba afectado, había siempre una esperanza cómo no- de salvación por la renovación.
Sorprende que en todos estos mitos, tan cercanos en su concepción aunque parezcan lejanos en el tiempo y en el espacio, se imponga la idea de los ciclos que se cierran y se abren con una catástrofe sin precedentes, purificadora y regeneradora. Parece que a la humanidad se le niega permanentemente la posibilidad de mejorar por la evolución, algo tan lógico, tan sencillo y tan distante de las trompetas de los ángeles exterminadores anunciadas por visionarios y agoreros del tipo Nostradamus. Los vaticinios y adivinaciones incluían indefectiblemente la debacle planetaria, eliminando de un plumazo teorías mucho más sensatas como las de Darwin de que una especie se transformase en otra sin necesidad de poner todo patas arriba.
En cualquier caso, el problema de los profetas siempre fue su falta de reflexión, su seguridad ciega en que alguien superior hablaba por su boca sin poder remediarlo ni pensarlo. La posibilidad de interpretar la profecía le estaba vetada y solamente podía repetir maquinalmente lo que aquella voz le sugería. Los dioses, por desgracia, se manifestaban por boca de ganso y a éste no se le daba la oportunidad luego de cantar la palinodia, así que o no se cumplía lo que se había vaticinado o el olvido cubría todo con su manto, dejándonos en cualquier caso in albis, o sea en blanco.
Esta incapacidad manifiesta para razonar siempre me recordó el peligro de transmitir una noticia sin comprenderla del todo, situación que el dibujante norteamericano Norman Rockwell plasmó de forma genial en la portada del Saturday Evening Post haciendo circular un comentario malicioso de boca en boca y de oreja en oreja hasta que dicho comentario retornaba a quien lo inició, aunque tan radicalmente transformado que le obligaba a cambiar la expresión de la cara.
De todas maneras no sé muy bien si esto de las profecías falla porque no hacemos demasiado caso de ellas, porque las creemos de momento pero las olvidamos después al tardar tanto en cumplirse o porque, como en el caso de los horóscopos, lo bonito es leerlos todos los días para mantenernos la esperanza aunque luego no se cumplan.
¿Qué sería de las hemerotecas si no tuviésemos que volver a ellas?
¿Qué sería de nosotros si se hubiesen cumplido todas las profecías? Y ya no me refiero a las que pretendían acabar con todo lo conocido y por conocer, sino a las más sencillas que venían a ser producto de una fantasía o de un calentón mediático.
¿Qué pasó con aquella famosa gripe A que iba a colocar a toda la humanidad en los pasillos hospitalarios de Rumsfeld con los pantalones bajados?
¿Qué habría pasado si hubiésemos hecho caso de los augures que ya hace unos años nos traían los peores presagios sobre nuestra economía? Pues que todo funcionaría bien ahora y la gente podría dedicarse a pensar y eso es más peligroso que una profecía de San Malaquías.