Joaquín Díaz

LENGUAJES DESUSADOS


LENGUAJES DESUSADOS

El Norte de Castilla - La Partitura

01-05-2010



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Una correcta discriminación sonora es imprescindible para comprender perfectamente lo que leemos

El mundo actual es un huerto sembrado de lenguajes. Parece como si la incomunicación a la que nos está condenando una sociedad tan insolidaria e individualista como la nuestra, tuviera que ser compensada con una abundancia de posibilidades expresivas que, como los escaparates lujosos de nuestra infancia –aquellos en los que colocábamos la frente para admirarnos de tantas cosas inalcanzables, tan próximas y tan lejanas al mismo tiempo-, nos invitaran a observar y no tocar. Hay lenguajes mediáticos, corporales, gestuales, orales, escritos, de signos, de programación, informáticos, de tercera y cuarta generación, de alto nivel, etc., etc. Todos ellos se ofrecen como mercancía de comercio para ser aprendidos y asimilados, pero no dejan de ser un escueto armazón sobre cuya estructura habremos de colocar luego un material, un contenido.



Siempre he dicho que a los niños hay que enseñarles a pensar antes de enseñarles idiomas, porque en caso contrario sólo sabrán decir bobadas en diversas lenguas. Sucede algo parecido con el aprendizaje en la lectura: antes de que un niño quiera reunir palabras, convertirlas en conceptos, agruparlas en ideas y asimilarlas, debe saber identificar con facilidad lo que está leyendo y relacionar lexemas con imágenes. Y para eso habrá tenido que aprender el lenguaje hablado. Cuántas veces, sin pretenderlo, las madres repiten fonemas, entonan melodías breves, combinan sonidos y ritmos, para llamar la atención de su hijo y para que vaya reconociendo su voz y respondiendo a los estímulos sonoros. Ese aprendizaje natural es la base para el otro aprendizaje que luego deberá afrontar el niño en la escuela o en el colegio al ser instruido artificialmente para la lectura. Pero previamente habrá tenido que escuchar y repetir, atender e imitar, ya que sin ese aprendizaje previo, rico en sonidos, en morfemas, en fórmulas rítmicas y en conceptos, el niño tardará en acercarse a la lectura.

Hoy apenas se da valor al aprendizaje musical y la melodía tiene el mismo valor que aquellas asignaturas que los estudiantes llamábamos «marías» porque no eran materias claves para pasar al curso siguiente. Hoy parece superfluo, por ejemplo, saber reconocer la altura de los sonidos si uno no va a dedicarse a la música, pero, como en tantos otros casos, nos equivocamos al pretender usar atajos en los procesos cognitivos: lo que dejemos atrás sin estudiar o sin investigar nos pasará factura en el futuro. Son muchas las «normas» que no nos parecen importantes y de las que prescindimos sin más. Y no me refiero a esas normas que también nos saltamos como miembros integrantes de una sociedad y que en nombre de una «libertad» tan teórica como vacía de contenido rechazamos por el simple hecho de resultarnos incómodas o coercitivas. Me estoy refiriendo a leyes del conocimiento que los «buscadores» de internet les están hurtando a los niños de hoy, seducidos por la inmediatez y la abundancia. Creo que uno de los peores tragos que puede pasar un músico vocacional (o simplemente un aficionado al arte de Polimnia) es escuchar a un coro o a un grupo de niños –improvisado o no, que como ahora veremos va a dar lo mismo- tratando de ponerse de acuerdo en el tono en que van a cantar una canción. Por supuesto que esa canción no es ni muchísimo menos un arduo motete o una complicada sonata o un enrevesado madrigal, sino una simple canción de cumpleaños con la que se quiere obsequiar a un compañero de colegio. Pues algo aparentemente tan elemental y tan sencillo se convierte en un obstáculo insalvable para el conjunto. Mejor dicho: absolutamente salvable, porque los componentes del coro se van por los cerros de Úbeda sin importarles lo más mínimo si el vecino canta en su mismo tono o no. Esta incapacidad se está convirtiendo, al pasar a ser «normal», en un valor, del mismo modo que una mayoría de la sociedad admira a quien sale mucho en la televisión o a quien sabe obtener dinero sin importarle las vías por las que transita para conseguirlo o a quien se salta las normas de tráfico por tener un coche de gran cilindrada. Siempre lo digo: nada se produce aisladamente y el niño que no es capaz de sujetarse a normativas colectivas, que no sabe perder cuando juega con otros, que no se aviene a esperar su turno con paciencia, que no respeta las leyes de la física o de la matemática, no respetará de mayor otras normas tal vez más importantes, porque nadie le habrá enseñado el mérito de un correcto comportamiento en sociedad.

Algunas madres comienzan a acariciar su vientre desde los primeros síntomas del embarazo y se pasan los nueve meses transmitiendo sensaciones al feto. Una vez que nace el niño se preocupan de hablarle, de cantarle, de comunicarle en forma sonora o táctil que le reconocen, que le sienten, que le quieren, que saben que está ahí y se ofrecen de corazón para ayudarle. Eric Berne, el psiquiatra canadiense que descubrió y creó el análisis transaccional, decía que las caricias, las miradas, los gestos, eran el fundamento del reconocimiento del niño y la base para transmitirle sensaciones positivas. Pero eso ya lo habían descubierto y puesto en práctica muchas madres cuando les susurraban nanas a los niños inquietos o cuando acariciaban la parte del cuerpo donde se habían dado un golpe para disminuir el dolor o cuando atusaban los cabellos del hijo tratando de sedar una migraña sin tener ni idea todavía de qué eran las endorfinas.

Tantos sonidos, tantos gestos, tantos lenguajes vinculados a la educación, a la inteligencia, a la capacidad expresiva, a la emoción. Ahora resulta que lo que veníamos denominando «figuras de apego primario» son las madres. Y después de mucho pensar llegamos a descubrir que tiene más importancia el oído para el reconocimiento de la escritura que la vista; que una correcta discriminación sonora es imprescindible para comprender perfectamente lo que leemos; que la sonoridad de una rima es estimulante e inspiradora, del mismo modo que el ritmo en un juego puede contribuir al equilibrio tanto como el silencio contribuye a la estabilidad. Para ese viaje no necesitábamos alforjas.