Joaquín Díaz

COMO QUERÍAMOS DEMOSTRAR...


COMO QUERÍAMOS DEMOSTRAR...

El Norte de Castilla - La Partitura

06-03-2010



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Eugenio Álvarez Díaz dejó patente en su excelente libro que la relación entre materias y la observación desde distintas disciplinas enriquece siempre

Uno de los aspectos más destacados del dichoso proceso de Bolonia es el de la recuperación de la interdisciplinariedad como medio eficaz para relacionar los conocimientos y extraer de ellos un mayor provecho. El asunto no es nuevo, y si ahora puede parecérnoslo es porque hemos ido prescindiendo de la sensatez y nos hemos ido alejando de tal modo de la auténtica diana que ya no hay instructor capaz de corregir el ángulo de tiro. Con respecto a la relación imprescindible entre disciplinas recuerdo que, en mi infancia, hubo varios libros que me ayudaron a comprender que nada en el mundo se producía aisladamente o por casualidad. Uno de ellos lo tenía en mi propia casa y se titulaba Problemas de aritmética y álgebra sobre temas de mitología. La obra estaba en la biblioteca de mi padre porque su autor, Eugenio Alvarez Díaz, era tío y padrino suyo.



Siempre me sorprendió, sin embargo, que el libro se hubiese publicado en Méjico (1944), aunque para muchos de mis familiares fuese aquélla su segunda casa. Eugenio Alvarez tuvo que exiliarse en América, como tantos otros profesores, científicos y escritores a los que no respetó la barbarie ni valieron títulos o conocimientos en la hora del odio fraternal, y en Méjico fue acogido y admirado no sólo por ser alumno y discípulo de Rey Pastor sino por sus propios talentos, que eran numerosos. Aunque había nacido en un pequeño pueblo asturiano, Puertas de Cabrales, pudo estudiar gracias a un suceso que, indudablemente, marcó su vida. Al ser un muchacho despierto y muy bien dispuesto, sus padres solían enviarle a por el correo al cercano pueblo de Arenas en un borrico. Parece que esa disposición le llevaba a clasificar y ordenar por el camino las cartas (me imagino que no sería una tarea excesivamente problemática dados los pocos vecinos) de modo que su trabajo era apreciado por todos. Una tarde, sin embargo, el burro se espantó y tiró al pobre Eugenio a una zanja donde tuvo que pasar, malherido y asustado, toda la noche. Cuando sus padres le encontraron al día siguiente, el mal ya estaba hecho: Eugenio tuvo que usar muletas el resto de su vida. Cualquier persona con menos espíritu y decisión hubiese sacrificado la existencia en el altar del dolor y de la incapacidad, pero él extrajo de aquella situación la fuerza para, con la ayuda de sus padres, dedicarse plenamente al estudio, llegando a terminar siete carreras con brillantes calificaciones. Algunos de esos estudios, aparentemente innecesarios para la mentalidad práctica de hoy, le valdrían después, andando los años, para sobrevivir en las difíciles circunstancias del destierro. Como profesor de química estuvo adscrito a la Academia Hispano-Mexicana, institución que se creó en 1940 como centro de enseñanza para hijos de exiliados y que se mantuvo fiel a los principios de la Institución Libre de Enseñanza con un profesorado extraordinario y unos resultados científicos y sociales inmejorables pese a las penurias económicas. En esa Academia desarrollaron una actividad científica y humana ingente muchos de sus compañeros de exilio y otros que, de forma altruista, quisieron unirse a una aventura docente y solidaria. Durante ese tiempo, Eugenio se casó con una joven a la que había conocido en Barcelona en el transcurso de una fiesta organizada en homenaje a García Lorca por uno de sus estrenos de teatro.

En 1944, y animado por algunos de sus compañeros de la Academia, Eugenio Alvarez se embarcó en la tarea de editar un libro, el libro mencionado, en el que, no sólo podría verter sus conocimientos de matemáticas y álgebra, sino demostrar que sus estudios sobre la mitología le habían llevado a respetar y amar el mundo clásico desde una vocación poética dentro de su formación integral. En el prólogo de aquella obra escribía:

«Algunos de mis compañeros de profesión criticaron la segunda de mis devociones (se refería a la lectura de los clásicos como Homero, Aristófanes, Sófocles o Eurípides) y me colocaron ante la prueba de armonizar Mitología y Matemáticas. Día a día fueron saliendo enunciados de problemas y ejercicios, y por decisión de los mismos investigadores llega este libro a manos del lector, eliminando de la colección la mayor parte de los que tenían su origen en las obras de Aristófanes, por razones que es obvio dar».

No se sabe si las razones «obvias» que alegaba Eugenio eran de orden político, ético o moral, pero es evidente que la fecha de 1944, con la campaña del episcopado mejicano en contra de los no católicos no sería precisamente una coyuntura favorable para los exiliados españoles de la Institución Libre de Enseñanza. En cualquier caso el pobre Aristófanes sabía muy bien que no había enemigo pequeño cuando quería vengarse a toda costa, como nos hizo ver en Lisístrata con la fábula del escarabajo.

De ello también podría hablar quien cuidó de la edición del libro, Romualdo Sancho Granados –secretario de la Academia Hispano-Mexicana–, que fue separado definitivamente de su cátedra en España por una orden del Ministerio de Educación en 1940.

Independientemente de todos estos daños colaterales y de las dificultades de la época, el libro es una joya y –Q.E.D. o sea «quod erat demonstrandum», frase que haría feliz tanto al padrino de mi padre como a Euclides- un ejemplo de que la relación entre materias y la observación de los hechos desde disciplinas distintas enriquece siempre. La obra contiene 205 problemas y soluciones en los que conjuntos, ecuaciones, progresiones y logaritmos encuentran su razón de ser en la curiosidad del ser humano por los relatos antiguos -tanto los griegos y romanos como los procedentes del hinduismo o del Islam-, transmitidos armoniosamente gracias a la afición del autor hacia los rapsodas griegos y hacia su espléndida cualidad para vincular el universo con lo numérico. Seguramente cuando Eugenio redactó el problema 116 estaba pensando, fatalmente, en su propio destino

«Clistenes introdujo en Grecia el ostracismo, institución por la cual un ciudadano considerado como peligroso para la patria podía, sin otro motivo, ser condenado al destierro durante un número de años igual a 1/V2 de la suma de los módulos de las raíces cuadradas del número complejo 48-14i. Hallar este número (D:4)».

La solución de 10 años que le salía a él se prolongó hasta su muerte. Probablemente fue lo único que no calculó bien.