20-02-2010
El lenguaje es el último testimonio de un rico mundo de símbolos que desaparecieron con el Concilio Vaticano II
El sentido laicista de la existencia al que nos ha ido conduciendo la sociedad en la que vivimos ha ido variando, a veces de forma imperceptible y a veces estruendosamente, muchos de nuestros hábitos y costumbres, en particular los que se refieren a las prácticas religiosas en común. El Concilio Vaticano II se llevó como un tsunami lo bueno y lo malo, y el afán ingenuo de cambio y modernidad de muchos párrocos, apoyados en aquel patrón, el resto. Sin embargo, como en tantos otros casos, quedó el lenguaje como último testimonio de un rico mundo de símbolos que nos precedió y que, desde luego, ni fue tan malo ni tan terrible como nos han querido hacer ver los profetas de lo nuevo. Diseminados por el terreno de las expresiones populares aparecen dichos o frases que todos comprendemos y que van mucho más allá del significado original que pudieron tener. Cuando decimos, por ejemplo, «qué cruz», nos estamos refiriendo sin ningún género de dudas, a que nos ha caído encima algo o alguien que llega a exasperarnos. Si hablamos de que esto es «un calvario» estamos expresando nuestro sentimiento hacia una situación que nos agobia y que dura más de lo que debería durar, como se prolongaban los vía crucis que se hacían por el templo o siguiendo las cruces de los llamados «calvarios».
La cruz, por tanto, es, además de un símbolo esencial para comprender el cristianismo como religión positiva y salvadora, un lugar común al que nos conduce fácilmente el lenguaje coloquial. ¿De dónde viene esa asimilación de la cruz al sentido de carga o de condena? Indudablemente de la tradición cristiana, presente en las vidas de miles y miles de antepasados pero también en sus lecturas, germen asimismo de evanescentes sermones de los que apenas quedaba finalmente una imagen. Muchos autores, San Ambrosio entre ellos, atribuyeron a Santa Elena –esposa de Constancio Cloro y madre de Constantino- el hallazgo de la cruz en que Cristo fue crucificado, gracias en unos casos a un sueño profético y en otros a la revelación de un judío llamado Judas. Por la cruz -el método de ejecución que los persas transmitieron como el más deshonroso de la época-, Cristo vencía a la muerte y salvaba definitivamente a la humanidad del dominio negativo de la desaparición física al añadir, a las virtudes de la fe y el amor, la esperanza como crucial elemento de tensión en la vida del cristiano. Tal vez por ese acto positivo y universal, hasta la misma naturaleza, representada en la madera que sostenía a Cristo, se quería unir al ser humano y participar en la escena. Apenas hay acuerdo entre los exégetas sobre el material: unos afirman que la cruz estaba hecha del mismo manzano que perdió a Adán; otros, que de los ramos que recibieron a Jesús en Jerusalén. Jeremías profetizó que sería de venenoso tejo; Baronio que estaría hecha de ciprés, boj, cedro y pino. Los más opinaban que de encina, pues según Becano –el jesuita que armonizó los evangelios con la ley antigua- era el árbol utilizado por los romanos para crucificar a los delincuentes.
Muchos y variados relatos ayudaron a difundir el episodio de la crucifixión y a crear un imaginario popular sobre la escena. De carácter legendario pero con un claro sentido redentor es la leyenda de la entrada en el Paraíso de Dimas, el buen ladrón:
«Y mientras Enoch y Elías así hablaban –dice un antiguo apócrifo-, he aquí que sobrevino un hombre muy miserable, que llevaba sobre sus espaldas el signo de la cruz. Y al verle todos los santos le preguntaron: ¿Quién eres? Tu aspecto es el de un ladrón. ¿De dónde vienes que llevas el signo de la cruz sobre tus espaldas? Y él, respondiéndoles, dijo: con verdad habláis porque yo he sido un ladrón y he cometido crímenes en la tierra. Y los judíos me crucificaron con Jesús, y vi las maravillas que se realizaron por la cruz de mi compañero y creí en que es el Criador de todas las criaturas y el rey todopoderoso y le rogué exclamando: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Y acto seguido, me dio este signo de la cruz advirtiéndome: Entra en el Paraíso llevando esto y si su ángel guardián no quiere dejarte entrar muéstrale el signo de la cruz y dile: es Jesucristo, el hijo de Dios que está crucificado ahora, quien me ha enviado a ti».
Se hacían por tanto ciertas las suposiciones, ya advertidas en el Evangelio de San Pedro de que el primero en morir de los tres crucificados sería el buen ladrón a quien los soldados quebraron las piernas en venganza por haberlos apostrofado y afeado su conducta con Jesús. Otras leyendas fabulosas cuentan un encuentro del niño Jesús camino de Egipto con los ladrones; en tal circunstancia, el ladrón bueno, llamado Tito, deja escapar sin daño a la Sagrada Familia por lo que Jesús profetiza que le crucificarán a su lado y que le precederá en el Paraíso. Este mismo tema de Jesús niño, que en cierto modo prevé los episodios de su Pasión, fue difundido y extendido a través del mundo cristiano por los franciscanos, propagadores también de las imágenes del niño Jesús y de devociones como la del Via crucis o Calvario. Desde el siglo XV la imagen de Jesús niño (dormido, despierto, bendiciendo, etc.) al que de forma simbólica se le añadían los símbolos de la Pasión, comenzó a hacerse popular, si bien sería el Barroco el período en que la iconografía se enriquecería –merced a la difusión que los citados franciscanos hicieron de tal devoción- llegando a ser casi agobiante la simbología. Algunas imágenes populares antiguas muestran a un Jesús niño (incluso anteriores a la imagen del niño Jesús de Praga del siglo XVII) bendiciendo con la mano derecha y sosteniendo el mundo en la izquierda. Sobre su túnica se dibujan ya todos los símbolos de su futuro padecimiento: la cruz, la corona de espinas, los clavos, los látigos de la flagelación, la lanza, la esponja con vinagre, los dados que usaron los soldados para sortear sus vestiduras, el martillo, las tenazas, la escalera, la columna, la mano haciendo la higa (o sea insultando), el gallo de San Pedro, etc.
Durante la Cuaresma tenían lugar, en casi toda España, los "calvarios" o Via Crucis, ejercicios piadosos divididos en catorce estaciones, cantadas o rezadas, que se iban recorriendo dentro del templo o, si el tiempo no lo impedía, a lo largo del camino jalonado de cruces de piedra que separaba la iglesia del cementerio, ermita o humilladero cercanos a la localidad.
La tercera semana de Cuaresma se comenzaba a "cumplir con la Iglesia", yendo todos los feligreses a confesar y, sobre todo los mozos y mozas, a ser examinados de sus conocimientos de "doctrina" por el cura párroco. La Iglesia se ocupó desde siempre (públicamente a través de las "misiones" y particularmente por medio de las "cartillas") de instruir a sus hijos en el conocimiento de las bases sobre las que estaba asentada la fe cristiana.