12-12-2009
La mayor parte de las religiones tienen propensión a considerar la palabra como una fuerza genesíaca
Durante los años en que me dediqué con más intensidad a realizar eso que llaman los antropólogos «trabajo de campo», tuve la inmensa suerte de recibir todo tipo de lecciones, prácticas unas y sentimentales otras, con las que fui esculpiendo en mi mente una imagen del ser humano bastante digna y aceptable. Comportamientos, actitudes, emociones, afectos, conocimientos, contribuyeron a que formase mi propia idea del individuo, de sus sueños y realidades, de sus aciertos y errores.
Una de las frases más escuchadas en el transcurso de aquellas conversaciones con los sabios del pasado, que acabó dándome la impresión de que se parecía mucho a la actitud del torero provocando la embestida del toro, era : ¿No me irá «usté» a grabar, verdad? La frase (pronunciada con cierta sorna en la mayoría de los casos, puesto que todos habían visto que ya estaba grabando) era pronunciada por mis interlocutores en cuanto mostraba de forma clara un interés hacia sus conocimientos, y venía a reflejar, a mi modo de ver, uno de los grandes misterios –tal vez una especie de tabú- de la humanidad a lo largo de los tiempos: el miedo a registrar la voz y encerrarla en algún recipiente.
La mayor parte de las religiones conocidas del universo tienen, en su explicación de la creación del mundo, una propensión a considerar la palabra, la voz, como una fuerza genesíaca que formó, de la nada o de un caos ya existente, los primeros espacios de vida, dando cuerpo a los primitivos seres que los ocuparon. Algunas creencias se establecían sobre la base del poder de la voz, de la fortaleza de su emisión, de la capacidad creativa de un soplo divino; otras, haciendo derivar el origen de todo lo creado de unos conocimientos previos, en poder de los dioses, que se transmitían por medio de la palabra, con la que se designaba a las cosas y se nombraba a las personas. Recuérdese que la actitud de nombrar, de decir, se equipara en algunas religiones al acto de la creación. Tolkien, gran sintetizador y recreador de mitos, hace que Ilúvatar –el único, el Dios- convoque a los Ainur, «vástagos de su pensamiento» para que creen juntos una gran música. Sus voces, «la música y el eco de la música desbordaron volcándose en el vacío y ya no hubo vacío», escribe en El Silmarillion.
En cualquier caso, son muchos los libros considerados como sagrados que inician el relato sobre los orígenes del mundo con una frase similar a la que los cristianos conocemos y pronunciamos tantas veces: «en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios». Palabra frente a la nada, voz contra vacío.
No sabemos en qué momento de la historia –de la prehistoria más bien- el ser humano «se encuentra» con el sonido, es decir, lo descubre y lo reconoce. El estudio con tecnologías actuales de las cuevas habitadas en tiempos remotos habla a favor de que los individuos que vivían en ellas tropezaran casualmente con el eco de sus propios aullidos o con el ruido de las estalactitas al ser golpeadas. Probablemente si Platón hubiese concebido su alegoría de la caverna con un sentido menos político, habría pensado también en la posibilidad de que sus prisioneros mejoraran la situación en que se encontraban gracias a la audición de algunos sonidos procedentes de la propia cueva o del exterior. El romancero español recoge con maravillosa intuición poética el alivio que produce en un cautivo el diálogo entre un ruiseñor y una calandria que todos los días viene a transmitirle el sonido de la libertad, a recordarle que fuera sigue existiendo la vida. En cualquier caso, sorprende que el interés por «captar» la voz o el sonido sea tan antiguo y sin embargo, aparentemente, no haya existido hasta tiempos recientes la necesidad de «reproducir» esa captación.
¿Cuál puede ser la razón por la que el ser humano ha rechazado durante siglos la imitación de su propia voz encerrada en un ingenio? Los egipcios, los griegos, los hebreos, conocieron la física y no sólo llegaron a descubrir signos capaces de representar los sonidos sino que relacionaron éstos con la vibración de determinados cuerpos o materiales. Pero probablemente el individuo tuvo miedo durante siglos de volver a escuchar una voz que ya no era la suya sino un remedo (creación frente a repetición) y dilató prudentemente el descubrimiento del almacenaje y reproducción de los sonidos hasta que otros motivos, ya fuesen mercantiles ya documentales, le convencieron de la poca utilidad de su inocencia largamente conservada.
En el fondo, sin embargo, a cualquier persona curiosa que se relacionara con el sonido o su eco no sólo le preocupaba saber hasta dónde podría llegar la emisión de la voz sino si esa voz era captable físicamente o tenía corporeidad. Es la misma preocupación que llevó a Leon Scott de Martinville a conservar sobre una plancha tiznada los trazos que un brazo había dibujado por efecto de la vibración causada por un sonido. La preocupación era la de «escribir», la de dar forma a aquello que parecía inasible, inmaterial.
Otros sabios, como Herón de Alejandría o Ctesibio, hicieron uso de la física para idear mecanismos capaces de producir sonidos voluntaria y certeramente creados. Galileo o Kepler estudiaron la importancia de la resonancia en la reproducción del sonido, es decir conocieron y usaron la adecuación de las frecuencias y supieron hasta qué punto una oscilación puede ganar en amplitud cuando se aplica una fuerza de determinada manera.
Athanasius Kircher, el famoso jesuita alemán, investigó sobre éste y otros temas hasta el extremo de ser considerado, como Pitágoras y tantos otros conocedores de importantes secretos, un ser extraño, más cercano al ocultismo que a la ortodoxia. Aunque algunos aspectos de los investigados por Kircher no eran novedosos, sí fueron un anticipo de los estudios que después vendrían firmados por Charles Wheatstone, James Maxwell, Hertz o Marconi.
Tampoco sabremos nunca cuáles fueron los propósitos últimos de Charles Cros o de Thomas Edison al diseñar sus artefactos fonocaptores. Ambos, americano y francés, estaban probablemente imbuidos del espíritu de la época, iconoclasta e industrioso, condicionado por la creación de inventos –particularmente los relacionados con nuevas fuentes de energía como la electricidad- que sirvieran para mejorar y hacer más cómoda la vida de las grandes ciudades y de los burgueses que las habitaban y sustentaban. Poco después de haberse divulgado el invento de Edison un periódico español publicaba: «En la capital de Inglaterra, por el módico precio de dos reales y medio, puede oírse un trozo de ópera sin ir al teatro. Una compañía industrial ha establecido en sitio céntrico de Londres una colección de teléfonos a los que puede aplicar el oído durante un cuarto de hora todo el que pague aquella cantidad». ¿Era el fin de la música en libertad o era más bien el inicio de una nueva era en la que la música y la tecnología del sonido iban a caminar por sendas independientes? Jonathan Sterne en su obra The Audible Past. Cultural Origins of Sound Reproduction, escribe que a mediados del XVIII el sonido en sí se convirtió en un objeto de pensamiento autónomo frente a nociones anteriores como la voz o la música. A juicio de Sterne fue esa forma diversificada de apreciar un concepto unívoco, lo que prepararía la gran revolución tecnológica. Sin pretender entrar en tema tan complejo como espinoso habrá que reconocer al menos que no sólo se modificó sustancialmente la funcionalidad de la escucha sino que la voz atrapada se pudo vender en un mercado como si se tratara de un servus del imperio romano. O sea, como un objeto. Poco después ese siervo se emanciparía y conseguiría acumular sobre sí muchos más derechos de los que el propio autor podría no sólo haber imaginado sino conseguido a lo largo de la historia.