28-11-2009
Numerosos relatos describen con humor el nerviosismo y los sentimientos que provocaba en los fieles la llegada del obispo
La llamada «visita del obispo» siempre constituyó –por su carácter pastoral (al obispo le encargaba la Iglesia el cuidado de las almas de su diócesis) y por ser acontecimiento extraordinario (solía efectuarse como mucho una vez al año)– un hecho insólito que provocaba en los fieles y en el propio prelado, sentimientos muy diversos. Existen innumerables relatos que cuentan en tono humorístico y desenfadado lo que podía acontecer en tales circunstancias como resultado del nerviosismo colectivo o como consecuencia de lo excepcional e irrepetible del hecho. Las preguntas del obispo a los fieles también eran otra fuente inagotable de narraciones y anécdotas -unas serias, otras cómicas-, que, como he dicho, dejaban un sello indeleble en la memoria y en el corazón de las gentes.
Las diócesis fueron creadas por la Iglesia de Roma siguiendo el modelo de las del imperio, aunque, como suele suceder cuando se habla de España, los Reyes de aquí quisieron tener en ocasiones sus propios privilegios más allá de lo que establecía el derecho canónico y a veces se inmiscuían en primera persona o por intermedio de sus delegados –los virreyes americanos, por ejemplo– en cuestiones que no les eran propias.
En cualquier caso, imagínense, si en la península ya era una aventura realizar la visita a esos pueblos de Dios con escasas comunicaciones, lo que supondría efectuar un viaje en América a las poblaciones más alejadas de los núcleos de población. Había que aprovechar la circunstancia, que probablemente se produciría sólo una vez en la vida de las personas, y dejar constancia, en lo posible, de aquellos hechos, costumbres o hábitos –buenos o malos- que afectaban al cuerpo y al espíritu de los fieles. Así debió pensarlo Don Baltasar Jaime Martínez Compañón, navarro de nacimiento y obispo de Trujillo, quien entre 1780 y 1790 se dedicó con verdadero celo y aprovechamiento a visitar la diócesis que le había correspondido. Resultado de aquellos viajes fue su famoso «Trujillo del Perú», obra encuadernada en nueve tomos que se conserva en la Real Biblioteca de Madrid, cuyo contenido (particularmente el iconográfico, ya que no se halló el texto correspondiente) va mucho más allá de lo meramente espiritual. Martínez Compañón ordenó a un dibujante que le acompañaba –cuyo nombre por desgracia se ha perdido- que tomara datos y esquemas de las formas de vida (indumentaria, costumbres, juegos, procesiones, canciones, oficios, etc.) de los peruanos de fines del siglo XVIII, formando una documentación ilustrada de valor incalculable para los estudiosos de la historia, la etnografía o la sociedad peruana de la época. Los americanistas Giménez de la Espada (1881) y Ballesteros Gaibrois (1935) habían mencionado ya la obra, cuya importancia y alcance fue puesta de relieve también por artículos de Corpus Barga, Porras Barrenechea o Loayza. En 1935 el bibliotecario Jesús Domínguez Bordona inició la publicación de una parte de los dibujos (interrumpida por la guerra civil) tras realizar la catalogación de los manuscritos americanos existentes en la Real Biblioteca. Por último, el Centro Iberoamericano de Cooperación decidió en 1978 la edición del impresionante trabajo.
Destacan especialmente, por ser documentos únicos, las canciones que el obispo mandó transcribir y que le fueron interpretadas o bailadas por los músicos y danzantes que aparecen en las acuarelas. Algunos de los temas anotados, por su belleza y profundidad, merecerían destacar en una antología de textos dieciochescos americanos:
De bronce debo de ser,
de diamante o de rubí,
o a mí me teme la muerte
o no hay muerte para mí.
Pero además de la belleza de textos y melodías se puede apreciar en los dibujos un abundante repertorio de danzas, cantadas unas e instrumentales otras, que por un lado marcan la relación incuestionable con la lejana España y por otro indican a las claras el uso de un repertorio propio. Lo mismo sucede en el caso de los instrumentos musicales cuya presencia y uso reflejan una riquísima actividad musical, tanto en la vida cotidiana como en las festividades más señaladas del año. Arpas, vihuelas, flautas, tamboriles, panderos, sikus, marimbas, violines y cuernos aparecen una y otra vez en los extraordinarios cuadros de costumbres mostrando a unos intérpretes que desgranan desenfadadamente sus melodías para que unos bailarines –unas veces ataviados a la usanza europea, otras al estilo del país- marquen sus pasos y evoluciones.
En los dos grabados que acompañan este artículo se pueden observar escenas bien diferentes. En el primero (folio 159 del primer tomo, titulado «Danza del Chusco»), el artista ha reflejado algo que se mantuvo en grandes áreas de América y que es propio de un criollismo inevitable: tres músicos interpretan un tema en la parte superior del cuadro mientras que dos parejas, en la parte inferior, lo bailan. De los músicos, dos de ellos tocan respectivamente un arpa y una vihuela –probablemente usada para puntear, no como instrumento de rasgueo- mientras un tercero golpea la base de la caja del arpa para obtener un ritmo más fácilmente bailable. Los danzantes masculinos van ataviados al modo europeo del momento –casaca con botones, calzones, medias, sombrero y cabello largo- mientras que las mujeres que bailan llevan falda de lana negra, camisa blanca y una wak´a o rebozo tejido en rojo y negro, mucho más autóctono.
El segundo grabado (al folio 83 del primer tomo, titulado «Yndia pastora pariendo») muestra con toda crudeza la dificultad del trabajo en el campo: una pastora, mientras cuida de su rebaño está trabajando con la rueca y el huso, y en un momento dado –el transcurso del tiempo está reflejado en una sola imagen- le viene el parto de una criatura, circunstancia que sobrelleva con asombrosa naturalidad. Parece algo primitivo y desusado, pero para quienes hayan nacido y vivido en pueblos de León y Zamora este hecho no les será ni extraño ni peregrino: las mujeres realizaban labores en el campo e iban a la faena embarazadas hasta el mismo momento del parto en que, agarradas fuertemente –casi colgadas- de una rama, echaban al mundo al hijo, tan deseado como necesario.
La obra «Trujillo del Perú», imprescindible para el estudio de la etnomusicología en una amplia zona de América, es también, como decía antes, un maravilloso cuadro de costumbres sobre cuyas escenas pueden trabajar conjuntamente historiadores del arte, antropólogos y sociólogos, para analizar la vida peruana a la luz de una interdisciplinariedad que ofrezca una nueva visión del trabajo y la diversión en el siglo XVIII.