31-10-2009
Durante los años en que realicé con más asiduidad trabajo de campo, entre 1965 y 1978, solía entrevistar a muchas personas que, a su condición de buenos cantores o de eficaces comunicadores, unían la facultad de haber dirigido «comedias» u obras de teatro, representadas, con todas las dificultades que uno pueda imaginarse, en los pequeños salones de baile o en las iglesias de las localidades en las que me aventuraba a preguntar. De ese modo supe cómo se ponían en escena autos populares de gran solera, como por ejemplo los autos de Reyes y los autos de pastores, cómo se obtenían los recursos para solucionar problemas técnicos de sastrería y escenografía o cómo aquel director se las arreglaba para que declamaran textos largos y complicados personas que ni siquiera sabían leer. Aprendí mucho sobre el teatro popular, entendiendo por tal no sólo el que salía de las mentes de los especialistas sino aquel otro que, habiéndose concebido para un espacio escénico y una sala convencionales, venía a representarse finalmente en un escenario inadecuado y en unas condiciones frecuentemente adversas.
A todo esto añadiré que, al charlar con mis interlocutores sobre los textos representados, comenzaban a salir de los cajones de sus cómodas o de los anaqueles desvencijados de sus estanterías una serie de polvorientos papeles –manuscritos algunos e impresos los más- que desvelaban tanto la existencia y uso de textos de autor en el medio rural como unas preferencias muy particulares hacia temas o títulos determinados. Durante los primeros años de recopilaciones copié esos textos a mano -y así conservo la danza del pueblo zamorano de Lobeznos, por ejemplo- pero poco a poco, gracias a los avances técnicos, pude fotografiarlos, escanearlos o, simplemente, llevármelos para coleccionarlos gracias a la generosidad de mis informantes. Comenzó de ese modo a tomar cuerpo una gran colección de pliegos, incrementada a lo largo de los años gracias a casuales adquisiciones y a la generosidad de los amigos, y que ya supera los seis mil, manifestándose tan heterogénea como las personas y lugares de donde procede, pero siendo representativa también de un período concreto de tiempo (casi todos los títulos son del siglo XIX), de un gusto peculiar y de un extenso ámbito que, indudablemente, abarcaba también el medio rural. Hay, hasta superar los 500 títulos, óperas, operetas, dramas, melodramas, zarzuelas, juguetes cómicos, comedias, estampas, églogas, farsas, entremeses, humoradas, guiñoles líricos, fantasías líricas, bocetos líricos, bailes fantásticos, pasatiempos, piezas, revistas, parodias, pasillos, sainetes, etc.
Pero si hay algo, sin embargo, que predomine hasta el extremo de llamar la atención es la superioridad en número de las representaciones cantadas. Parece normal que en un tipo de papeles que se han impreso para mantener vivo el rescoldo de la memoria, destacase una afición popular -la de cantar siguiendo un guión- que además ha constituido a lo largo de los siglos una contrastada fórmula de transmisión de conocimientos. Por otro lado, ¿se habría arriesgado un editor a imprimir algo que no tuviese luego aceptación entre un público numeroso?: descartado. ¿Habría adquirido el público, con lo que se miraban las perras en las fechas de que estamos hablando, algo que no le gustase?: imposible. Luego habría que reconocer, matices aparte, una cierta tendencia a publicar asiduamente textos relativos a representaciones en las que se cantaba y además una predilección en los lectores hacia la adquisición de esos mismos temas, que luego pasarían a un mismo compartimento en la memoria de los individuos, perdiendo, por poco funcional, la adscripción a géneros o a tipos que pudiésemos haberles dado previamente los estudiosos. Los repertorios de los cantores populares se basan más en la selección de temas que responden a su mentalidad o a la idiosincrasia del colectivo al que representan, que a las modas, pero está claro que en un repertorio tipo de un cantor se acumulan, junto a romances y canciones, temas litúrgicos y temas teatrales, de los que el intérprete ha tomado aquellos cantables que le resultan más atractivos porque coinciden con sus gustos o con sus sueños y que pasan a pertenecer a otro contexto, siquiera sea un contexto tan paradójico e incoherente como pueda serlo la vida de una persona.
Cabría decir que con la llegada del siglo XX y el aparente desinterés por las coplas que llevaban los ciegos termina una etapa en la difusión de esa especialidad de teatro musical que era el género chico, pero justamente el año 1911 llega para el género español la época de mayor expansión. En un catálogo de la compañía francesa Gramophone, instalada en España en Barcelona en la calle Balmes, aparecen ya fragmentos y pasajes de más de 200 zarzuelas que seguirán manteniendo una afición -más individualizada, desde luego- hacia los cantables de mayor éxito del género. Entre esa fecha, 1911, en que todavía los discos de ebonita eran un producto bastante caro, y la llegada de la radio (en mayo de 1925 se retransmite por las ondas la primera zarzuela desde radio Madrid, en concreto la Bejarana) hay unos años en que se sigue editando música popular y de zarzuela (recuérdense los extraordinarios de la revista «El Cine») y se prepara un público que, nacido en plena época de creación del género, transmitiría a sus descendientes una pasión por el mismo fuera de toda duda, dando origen además a esa otra generación que, a través de los primeros discos de pizarra y las emisiones de radio escuchadas en la infancia -acrecentadas por la contemplación en directo de alguna que otra función- haría pervivir la afición al género chico hasta nuestros días en que, directores de teatro como Lluis Pasqual, vuelven a revivir éxitos como Chateaux Margaux. Todas las zarzuelas, al menos las que mayor éxito alcanzaron, se manifiestan como un género de extracción popular y de resultados sorprendentes pero reales sobre el repertorio personal de varias generaciones de españoles. Su trayectoria demuestra la validez del contenido, desde la experiencia colectiva que constituyeron las primeras representaciones -recordemos los aplausos, el griterío, la implicación del público como espectador- pasando por el teatro funcional de mediados del pasado siglo (a quien tuviese la oportunidad de asistir a la Antología de Tamayo le sorprenderían un poco aquellas audiencias tan formales) hasta las reposiciones de los nuevos directores que, al estilo de lo que ha hecho Marc Minkowski con las operetas de Offenbach, rescatan lo esencial de las obras, es decir su parte más humana y más valiosa.