11-07-2009
Hasta hace poco tiempo he conservado, no sé si como un recuerdo del tiempo viejo o como una herida de guerra sin curar, uno de los libros de texto que estudié en quinto de bachiller titulado Historia del Arte. El propósito de su autor no era malo: pretendía explicarnos el arte a través del tiempo, siguiendo la evolución del pensamiento y de las tendencias estéticas. El resultado, sin embargo, era una sucesión de fechas y nombres en los que no siempre quedaba claro el criterio de selección de los artistas ni mucho menos se establecía la deseada relación entre personas e ideas. El recorrido, forzosamente somero, por el listado de biografías y corrientes de pensamiento te dejaba la sensación de que el arte era solamente una actividad humana de la que se derivaban unos productos que habían servido para adornar iglesias y palacios. Faltaba cualquier alusión a los sentimientos, las pasiones, las percepciones sensoriales o la necesidad de comunicación que uno sospechaba que debían esconderse detrás del hecho artístico.
Particularmente parco era el paseo por la historia de la música, no sé si porque el autor pensaba que no encajaba muy bien entre las artes principales o acaso porque él mismo hubiese quedado huérfano en su educación de los principios que regían para ese arte tan abstracto (y tan efímero por otra parte, que nada más producirse se extinguía). Con los años he llegado a comprender que la música es una milagrosa vivencia y no una profesión: el profesor no puede explicar esos milagros que afectan a la fe o al sentimiento pero al menos puede ayudar a tener fe y a ordenarlos cronológicamente. La carencia a la que me refiero, sin embargo, era el resultado natural, la consecuencia, de una forma de concebir el arte cuyos principios se habían venido asentando desde el siglo XVIII, el llamado de la Ilustración. En ese período se recuerdan los debates entre Rameau y Rousseau, el primero defendiendo la racionalidad de la música y más proclive el segundo –que fue quien redactó las páginas dedicadas a la música en la famosa enciclopedia de Diderot- a relacionar la voz y el lenguaje con la naturaleza y su imitación: la abstracción de la música, por tanto, frente a la representación más directa, más tangible, fuese en palabras o en imágenes representativas, de otras artes como la pintura o la escultura. Pues en ese período, mientras que en los teatros de Madrid y posteriormente en los de toda España se interpretaban obras de Haydn, Mozart, Stamitz y otros autores de la escuela de Mannheim junto a trabajos de Misón o del Moral, en los ámbitos académicos se dudaba de que la música fuese un arte digno de tener presencia en sus sedes.
La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, por ejemplo, creada en 1749 se llamaba primitivamente «de las tres nobles artes», aludiendo exclusivamente a la arquitectura, la escultura y la pintura. Sólo Tomás de Iriarte en su obra La música en 1779 y Antonio Gil y Zárate en 1859 protestan de dicha ausencia, unánimemente aceptada por la sociedad española y sus más conspicuos representantes. Aún diré más, sabedores los académicos de que se preparaba un decreto ministerial en el que se iba a crear por fin una sección de música en la academia de San Fernando, se alteraron y elaboraron un informe en el que venían a decir que la música era una cosa bien distinta de las artes plásticas y que –transcribo textualmente- «se dirigía exclusivamente al sentimiento, por lo que no era capaz por sí sola de desarrollar una idea moral, sino cuando completaba su pensamiento con la palabra y la poesía». Por fortuna Emilio Castelar desde su altura intelectual y desde su propia cartera ministerial influyó lo suficiente para que en mayo de 1873 el ministerio de Fomento promulgara el decreto por el que se completaba la composición de la Academia de San Fernando con una nueva sección compuesta por 12 nuevos académicos (entre los que estaban Eslava, Arrieta, Barbieri, Inzenga y un etcétera muy considerado). En el decreto se decía taxativamente: «Expresión adecuada y perfecta de los más íntimos sentimientos del espíritu humano, a la vez que instrumento poderoso de educación para los pueblos, la Música, tan desarrollada en nuestros tiempos, tan apreciada por todas las naciones cultas, tan rica en genios ilustres y obras inmortales, es merecedora de la protección de los gobiernos libres vivamente interesados en la prosperidad del arte bello, al que va ligado íntimamente el progreso de la especie humana».
La lectura de este texto podría sugerir a una persona poco avisada que antes de ese momento trascendental no existía interés por la música ni en los gobiernos ni en la sociedad. Evidentemente no era así: la música, como en efecto quería dejar bien claro el autor de mi libro de texto, había existido en las iglesias y en los palacios, había crecido gracias a la esplendidez de los mecenas pero sólo a mediados del siglo XVIII y de forma gradual había comenzado a liberarse de esa situación permitiendo a los autores reproducir y vender sus obras fácilmente gracias a la impresión litográfica y desplazando las audiencias de los salones y las capillas a los teatros, más populares y más exigentes, si bien más rentables para los músicos por la libertad que les daban y las rentas que les dejaban.
Pero así estaban las cosas en el último cuarto del siglo XIX y no podía ser de otra forma cuando ni la creación de un Real Conservatorio en Madrid por María Cristina ni los escasos esfuerzos del ministro Claudio Moyano Samaniego por incluir la música en la Ley de Instrucción pública, promulgada en 1857, habían movido demasiado la opinión de los expertos hacia lo musical como hecho artístico.
«Un Reglamento especial -decía la ley Moyano- determinará todo lo relativo a las enseñanzas de Música vocal e instrumental y Declamación, establecidas en el Real Conservatorio de Madrid».
Ese reglamento se redacta, en efecto, pero un Real Decreto de 15 de diciembre de 1868 disuelve el Conservatorio Superior de Música de Madrid y lo convierte en Escuela de Música.
«Redactado dicho decreto por Severo Catalina, discrimina expresamente la música "cuya naturaleza y aplicación artística –son palabras suyas- se alejan tanto de la organización universitaria como difieren y se alejan los vuelos de la imaginación y las creaciones de la fantasía del procedimiento y discurso de la razón serena».
Con estas opiniones no puede extrañar que durante los siglos XIX y XX la mejor salida para los músicos fuera la frontera de Irún en busca de ese paraíso en el que la fantasía no estuviese prohibida o proscrita.