Joaquín Díaz

LA MÚSICA DEL CAMPO


LA MÚSICA DEL CAMPO

El Norte de Castilla - La Partitura

03-10-2009



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Durante la segunda mitad del siglo XIX era raro el día que no actuaba en este parque vallisoletano alguna banda militar o agrupación musical

El Campo Grande ha sido un espacio en el que todos y cada uno de los vallisoletanos o de los visitantes de Valladolid hemos tenido un escalofrío particular. A veces la emoción habrá venido por el lado de la naturaleza, que tiene en ese espacio una de las cátedras desde la que se explica a la ciudad cómo sobrevivir en un mundo sin atmósfera; en otras ocasiones, la sacudida procederá de los sentidos, que hallan en el solo hecho de traspasar los umbrales del parque un incentivo poderoso; a veces será el recuerdo o la memoria los que hablen en silencio de momentos perdidos y ganados; la historia, por fin, nos comunicará a través de sus datos las incidencias que a lo largo de varios siglos fueron dando forma y sentido a este enorme teatro. Porque teatro o escenario puede llamarse a un espacio que ha servido para que actuara tanta gente para tantos espectadores.



En el Campo Grande ha habido juegos –de guerra y de paz, de mayores y de pequeños, aunque no le fuesen a la zaga en peligrosidad éstos a aquéllos-, ha habido representaciones, misas, máscaras, cosos blancos, desfiles, procesiones, carnavales, circos, exhibiciones, muestras agrícolas, puestos de feria, carreras de vehículos, figuras de cera, museos diversos, títeres, autómatas, corridas de gallos, bolos, rifas, prestidigitación, luminarias, fuegos artificiales, funambulistas, exhibicionistas, despegue de globos aerostáticos, presentaciones (entre todas me quedo con una prueba de un nuevo «matafuegos», una especie de extintor que debía ser tan pesado que tenía que ir colocado en las espaldas de un mozo de cordel), etc. etc. etc. Pero sobre todo ha habido música. Durante el siglo XIX fue tal la afición por las bandas, particularmente en la segunda mitad del siglo, que prácticamente no había día en que no tocase alguna agrupación o banda militar para hacer más ameno el deambular de los visitantes del parque. Fueron suprimiéndose, eso sí, costumbres inciviles que habían obligado a elevar de nivel –de nivel físico- a los músicos y a aislarlos de posibles agresiones. No se trata de ninguna exageración: los músicos tenían que soportar que los niños les tiraran chinitas a la cara o que les apagaran las velas en algún concierto nocturno, o que se acercara tanto la gente a ellos que no les dejara interpretar libremente. Por eso se hicieron los templetes, en los que la música se oía mejor, el intérprete se liberaba de molestos inconvenientes y el Arte con mayúsculas se elevaba al Olimpo soñado por encima de las cosas mortales. El Norte de Castilla lo decía claramente en una gacetilla de 1863: «El ayuntamiento ha decidido hacer un tablado en el Campo Grande para la música militar. Así se evitará el aglomeramiento (sic) de gentes alrededor de la música».

El periodista aprovechaba para recomendar que el tablado se construyera cerca de uno de los faroles del gas y así no necesitaran los músicos llevar hachas de viento. Se quejaba también de la algarabía que producían los niños y avisaba a los padres y a la autoridad para que tomasen las medidas oportunas. Y con humor terminaba diciendo que en uno de los conciertos se había encontrado una liga comprada en Pedroñeras que tenía 44 cms de circunferencia y pensaba que podría pertenecer a un manchego "más feote que el mismo Piscio".

Bromas aparte, la música era, por lo general, uno de los puntos de encuentro de casi todos los visitantes y paseantes del Campo Grande. Era ese lugar común, agradable, entretenido, emocionante, acústico, en el que querían encontrarse todos los vallisoletanos de distintas épocas que circundaban el atractivo escenario de los templetes. Una poetisa anónima desanimada, mandaba al periódico en 1875, en un momento en que, por diversas razones el parque se había quedado sin los sones habituales, un poemita que decía:
«Música, se oye decir / Musica, se oye gritar / y Música... repetir / por el Campo y nada más. / ¿Es ilusión o deseo / esa voz que el pueblo lanza? / Es que perdió la esperanza de escucharla en el paseo /
El paseante:- Si al ayuntamiento llego ¿me darán lo que suplico? / Una voz:- No hay perro chico / para hacer tocar a un ciego.../
Coro general:- Entonces, señor alcalde / el que a tocar no se mueva / lo coge usted y lo lleva / a que nos toque de balde».

No todo eran delicias, sin embargo. Recordaré dos peligros, a cual mayor, para finalizar. Uno, tradicional, los toros. Decía un periódico local a fines del siglo XIX:
«Anteayer, aunque la empresa de la Plaza de Toros no había fijado carteles, ni anunciado función, hubo sus correspondientes corridas, y muy expuestas por cierto, pues a no ser por el valor de un joven paisano hubieran sucedido en el Campo Grande mil desgracias. Y todo porque no se cumplen las ordenanzas no se cuidan de proteger a sus subordinados con la observancia de las mismas. Como a las cinco y media de la tarde y cuando toda la gente salía a paseo, cuando en el Campo Grande había mucha concurrencia y entre ella un número crecidísimo de niños, llevaban por el Campillo un torete al Matadero público, sujeto con una cuerda que amarraba una de las astas a una pata del animal; pero este se acordó de su autonomía, quiso recobrar su libertad, se sublevó contra los conductores y alarmó al público que por la calle de Miguel Iscar iba al paseo del Campo Grande. (...) Finalmente fue degollada en pleno paseo público por un matarife».
Sorprende que hubiese en aquel punto y hora un matarife tan a mano, pero hemos de pensar en la cantidad de cortadores, carniceros y tablajeros que tendrían los mercados vallisoletanos de la época.

El otro motivo de sobresalto llegaba de la mano del progreso, según escribía la Crónica Mercantil:
«Se ha desarrollado tal afición en esta Capital a los velocípedos que son muchas las personas que les usan y se pasean en ellos por todos los sitios sin reparar en la incomodidad que ocasionan al que lo hace a pie. En el salón del Campo Grande hay algunas tardes cuatro o seis que son la alarma constante de las madres que tienen a sus pequeñuelos jugando en este lugar. Para evitar pues cualquier percance, se ruega a la autoridad municipal encargue a sus dependientes prohíban la circulación de velocípedos por paseos tan concurridos como el que nos ocupa».

Por encima de peligros y asechanzas, sin embargo, el Campo Grande ha sido y sigue siendo ese lugar en el que la sinfonía de colores y aromas de la naturaleza se combina con el coro de voces –susurrantes, enamoradas, estentóreas- que personas y animales conjuntamente elevan, desde esa especie de Arca triangular que bien podía haber diseñado Noé, al claro cielo vallisoletano.