05-09-2009
UN LIBRO DE CARTAS
Un libro recoge las opiniones de Beltrán de Heredia y Maruri
El fallecimiento reciente del profesor Pablo Beltrán de Heredia casi ha coincidido en el tiempo con la aparición de un hermoso libro de Ediciones La Bahía, con prólogo de José María Lafuente Llano y diseño de Tf Media, en el que se recoge la correspondencia entre Beltrán de Heredia y Julio Maruri, gran amigo suyo, poeta y artista, a lo largo de casi medio siglo. Como ese medio siglo (1950-2004) corresponde a una época interesante de la historia reciente de España, el libro se hace ameno e imprescindible desde la primera línea hasta la última. Las opiniones de ambos sobre la situación social y política de nuestro país en ese período, se acercan y se distancian como sus propios exilios –uno hacia América y otro hacia Europa–, creando un original recorrido, cuya singladura aprovechará tanto al lector como a historiadores y a políticos.
Apartados voluntariamente los dos de la banalidad o de la revelación gratuita, Pablo y Julio son asombrosamente clarividentes en sus opiniones sobre la cultura, aunque un permanente toque de melancolía delate la certeza que ambos tenían de que sus soluciones no serían jamás puestas en práctica. Ya desde los años 80 el desánimo era palpable en muchos de sus comentarios epistolares:
"La falta de esperanza es el fenómeno más grave y lo que más diferencia a este tiempo de los inmediatamente anteriores -escribe Pablo en 1980 desde Austin-. Durante los largos años de la dictadura, también coincidíamos casi todos en el diagnóstico de lo que ocurría; pero todos teníamos alguna esperanza puesta en un futuro hipotético. Ese futuro se ha desfondado y los españoles nos hemos quedado sin esperanza".
Para un perfeccionista como él, inquieto y alarmado por el tiempo inútil, la costumbre de que a las once de la mañana toda España estuviese adorando a la tortilla de patata, le exasperaba.
A Pablo le conocí poco antes de mi primer viaje a los Estados Unidos y creo que tuvo algo que ver en el encuentro Federico Sopeña quien se empeñó en que Jesús Aguirre y él fuesen a un concierto que di en Madrid en un Colegio Mayor. Tan pronto como Pablo tomó posesión del cargo de Asesor Nacional de Museos recibí una invitación de la Universidad Menéndez y Pelayo para dar tres recitales en Santander durante el mes de agosto de 1970. Los recitales se repitieron en años sucesivos pero fue precisamente durante ese verano cuando conocí también a Julio Maruri y cuando se tomó la fotografía que acompaña este artículo en casa de Aurelio García Cantalapiedra "Pity", tras haber visitado las cuevas de Altamira. Durante el recorrido, y mientras admirábamos las paredes tratando de encontrar una conexión de nuestras propias sensaciones con todo aquello, Pablo se me acercó y me dijo en un aparte:
-¿Te gustaría dar un recital aquí como el que diste ayer en la Magdalena?
La verdad es que no supe qué responder. Me parecía que la pregunta venía tan cargada de complicaciones, de responsabilidad y de intención, que preferí no contestarle en ese momento y limitarme a decir, también a media voz, como respetando el silencio del entorno:
-Luego hablamos.
Durante el viaje de regreso a Santander fui recordando lo que me dijo Pablo después de escucharme por primera vez en Madrid:
-Aunque no lo quieras, provocas. Un señor encorbatado cantando cosas de pueblo con una voz que va de lo primario a lo cortesano, a la fuerza tiene que provocar. Sobre todo cuando, después de haber contextualizado lo que vas a cantar y habernos convencido de que tiene una razón de ser, acabas alguna de las canciones con ese «ujujú» tan tremendo que rompe la atmósfera racional y nos une con Altamira.
Probablemente era eso lo que más le atraía de la actuación y lo que le hizo pensar en la posibilidad perversa de que alguien que traía del pasado un cuaderno en el que las hojas de lo primitivo y de lo exquisito estaban sujetas con el mismo espiral, volviese a una cueva para gritar que no. O que sí, el caso era llevar la contraria y así parecía entenderlo él que estuvo ligado desde sus comienzos a la llamada Escuela de Altamira, curioso e influyente grupo en el que militaron Ricardo Gullón, Goeritz, Baumeister o Llorens Artigas, entre otros muchos artistas e intelectuales.
Cuando llegamos al Palacio de la Magdalena, y mientras esperábamos a Julio Maruri que nos había prometido una lectura tranquila de alguno de sus poemas, le dije a Pablo:
-¿Era en serio la propuesta de antes en la cueva de Altamira?
-No sé si sería en serio -terció Jesús Aguirre mirándonos a los dos con curiosidad- pero seguro que era algo interesante. Pablo no da puntada sin hilo.
-Le he pedido que diera un recital como el de anoche, en la cueva grande de Altamira.
-Sublime -se anticipó Jesús a mi protesta-. Un viaje al pasado sacando billete en la estación de la Antropología.
-Perdonadme, pero voy a decepcionaros. El pasado que conozco es lo único que tengo y lo único que existe. Cantar en Altamira sería tan arriesgado para la razón como subir en un cohete interplanetario.
-Adorno te hubiese suspendido -intervino Aguirre-.
-Adorno no me hubiese aceptado nunca en su clase -concluí rotundamente-.
-Te equivocas, Joaquín, Adorno te habría propuesto lo que voy a proponerte yo, y no te puedes negar a ello porque privar de una satisfacción a dos amigos en una sola tarde puede ser negativo para tu currículo: me vas a escribir para la colección Cuadernos Taurus un texto sobre tu concepto del folklore, o sea por qué tropezamos en la misma piedra.
Cuando llegó Julio con algunos poemas de Entre Laredo y Holanda estábamos los tres callados y como ausentes. Rompió el silencio Jesús dirigiéndose a Maruri:
-Joaquín me ha prometido sacar partido de Altamira e iluminar lo que tenga de oscuro la tradición.
-Bueno, acabemos con esto -dije-. Para dar gusto a todos me comprometo a escribirlo siempre que Pablo me haga el favor de leerlo y corregirlo.
Así nació mi primer libro, «Palabras ocultas en la canción folklórica», y a Pablo Beltrán de Heredia debo lo mejor del mismo, en forma de sugerencias y correcciones. Durante años recibí todas las navidades sus exquisitas publicaciones que, impresas en Bedia, en Santander, eran el recuerdo delicado en forma de felicitación poética -siempre mandaba poemas o textos de algún amigo- y la demostración palpable de que era posible publicar sin faltas. Estoy seguro de que cuando haya llegado al cielo de las prensas, ese en el que siempre es posible corregir las erratas de la vida, habrá puesto manos a la obra inmediatamente para ayudar a San Pedro, improvisado cajista, a mejorar la edición con su experiencia y sabiduría.