Joaquín Díaz

CRÓNICA DE LA VIDA


CRÓNICA DE LA VIDA

El Norte de Castilla - La Partitura

22-08-2009



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EN BLANCO Y NEGRO

La fotógrafa palentina Piedad Isla ha sabido captar la naturalidad de la vida cuando nadie lo necesitaba

La idea de retratar, es decir de quedarnos con la imagen de alguien, es muy antigua. Con ese acto, bien fuese realizado por uno mismo o por otra persona encargada especialmente para ello, se pretendía habitualmente guardar un recuerdo de algún familiar, prolongar en el tiempo alguna escena o fijar en forma de icono a alguien querido o respetado. Aunque hayan cambiado a lo largo de la historia las técnicas, los soportes e incluso los fines, los principios han sido siempre los mismos: recordar, tener memoria de los individuos y de las cosas que les rodeaban o les caracterizaban. En esa intención se encierran, sin embargo, muchas circunstancias, que determinan y hasta califican el hecho: uno puede retratar porque desea guardar vivo el recuerdo de un ser amado, porque quiere fijar en una instantánea algo que se supone que va a dejar de ser o existir inmediatamente, porque pretende captar una expresión o un movimiento de alguna persona en su entorno y esa expresión no se volverá a repetir… Para todas esas cosas y muchas otras que se podrían añadir se requieren dos cualidades en el artista que retrata: arte y técnica.



Con el arte, el retratista es capaz de captar la esencia del modelo y convertirla en un hecho estético cuyas circunstancias –habitualmente buscadas- no volverán a repetirse un segundo después. La belleza de lo retratado no está sólo en la persona a quien se pretende fijar sino en el contexto que le rodea y en la finura y elegancia con que se capta. La otra cualidad, la técnica, se aprende y se mejora, permitiendo al artista trabajar con mayor desahogo y ayudándole a conseguir resultados más convincentes. En cualquier caso, esos resultados son o pueden ser no sólo una evidencia del carácter del retratado sino una manifestación del gusto o de la intención de quien retrata.



Todo este preámbulo viene muy a propósito para definir y apreciar en toda su magnitud la tarea ingente e impagable de Piedad Isla, la inimitable fotógrafa de Cervera de Pisuerga, a quien se ha rendido días atrás un homenaje. Su intuición para recoger en inevitable archivo lo que en unos años desapareció, arrumbado por la desidia general o por un falso sentido del progreso, constituyó una auténtica necesidad para muchas personas sensibles del pasado siglo y tuvo su origen en la inquietud que despertó en esas mismas personas el huracán de la moda, disolvente irreverente del patrimonio propio y una de las causas de la grave crisis que afectó a toda la sociedad. Acaso homenajes como éste sirvan para sacar a la luz y admirar en toda su magnitud a personas que tuvieron la clarividencia de percibir en esas épocas críticas lo mejor del individuo y destacarlo por encima de sus errores para entregar a las generaciones próximas un retrato mejorado de sus cualidades. Piedad Isla retrató la vida –así lo ha confesado en algunas ocasiones– pero además se erigió en fedataria de la misma para que el futuro tuviese conciencia de la importancia y grandeza de determinados momentos y oficios. A Brueghel no se le recuerda tanto por ser uno de los últimos pintores flamencos como por haber sabido captar costumbres y vivencias de los campesinos de su tiempo. De Millet sólo recordamos probablemente el recogimiento de una pareja de labradores que escucha las campanadas del Angelus en actitud ensimismada y casi mística. De Sorolla, a quien se rinde actual tributo por toda España gracias a una oportuna exposición, se admira el conjunto de personajes retratados en sus cuadros de costumbres, que reflejan una identidad y una forma de vivir. Mucho más que por haber sido el creador de los modernos y precisos mapas panorámicos, se recuerda a Heinrich Berann por cuadros dramáticos como “El recogedor de heno en la montaña”, que muestra el esfuerzo humano magnificado por una atmósfera romántica. A Cristina García Rodero, la excelente fotógrafa, se le deben aquellas escenas mejoradas de una realidad que acaso todos tuvimos que vivir y a veces padecer, pero cuyas peculiaridades estéticas y aun éticas sólo supo convertir en retrato –en ejemplo- su visión privilegiada. A Piedad Isla deberán agradecerle todas las generaciones venideras el haber sabido captar la naturalidad de la vida cuando nadie lo necesitaba todavía, es decir antes de que la cultura del individuo se alejara de su casa y volviera disfrazada y enjoyada, como dicen que volvían antiguamente a su tierra los indianos que fracasaban para engañar a sus paisanos y para cubrir su vergüenza.



Todavía es pronto para reconocer el valor de la fotografía etnográfica, particularmente el valor de esa instantánea costumbrista en la que la persona y sus circunstancias superan con creces al interés por las cosas, por las herramientas, por la mecánica, que no serían nada sin el individuo que supo crearlas, usarlas y mejorarlas. En ese sentido el trabajo de Piedad Isla ha abierto un camino y ha marcado un rumbo inmejorable. Su mirada inquieta, su actitud y sus cualidades humanas añadieron valores al entorno en el que se desenvolvió, cuyas horas –las ganadas y las perdidas– convirtió en imágenes. Pero hay algo más: Piedad, como unos pocos –pocos, repito– artistas del siglo XX, hizo de la necesidad virtud y supo usar el blanco y negro de la fotografía para destacar los perfiles de los personajes a los que retrató, perfiles teñidos todos ellos de aquella tristeza que una insensata contienda civil dejó en los rostros de casi todos los españoles y que se acrecentó sobrecogedoramente en la gama de grises. Pese a que el color ya existía en la fotografía desde la década de los sesenta del siglo XIX, muchos fotógrafos prefirieron prescindir durante todo el siglo XX de tonalidades que hubiesen sido ficticias en un tiempo y un país que abandonaba los umbrales de la edad media para adentrarse por los vericuetos de un laberinto fabril tan falso como ingrato. Piedad convirtió todas sus instantáneas aparentemente inocentes, todos sus testimonios aparentemente simples, en complicadas lecciones de antropología que, transcurrido ya un tiempo cómplice, claman por una interpretación necesaria pero sobre todo por un reconocimiento colectivo si no queremos incurrir en la ingratitud y consecuentemente en el error irreparable.