08-08-2009
Conmoción por la muerte de María Manuela de Portugal a los pocos días de dar a luz al infante don Carlos
Entre los muchos pliegos que fueron impresos durante el siglo XVI en Valladolid destaca, por su rareza pero también por el interés de lo narrado, el que se titula “La triste y dolorosa muerte de la princesa nuestra señora, agora nuevamente trobada en la noble villa de Valladolid por Antonio de Valcaçar, menestril vecino de dicha villa”. Del pliego, impreso en 1545 y adornado en su portada con un par de grabados y una orla, hay solamente dos ejemplares conocidos, uno en la Biblioteca Central de Barcelona y otro en la British Library. Mariano Alcocer describió un ejemplar en su Catálogo de obras impresas en Valladolid y Rodríguez Moñino lo incluyó en su Diccionario de pliegos sueltos del siglo XVI. Sobre el mismo trabajaron en diferentes épocas el bibliófilo José Sancho Rayón y los profesores Lorenzo Rubio y Víctor Infantes entre otros. Sancho Rayón lo volvió a imprimir en una edición facsimilar en la década de los setenta del siglo XIX mientras que Rubio e Infantes dedicaron su atención, el primero a realizar un estudio minucioso que publicó la Caja de Ahorros Popular de Valladolid hace casi treinta años y el segundo a desvelar detalles bibliográficos de la reimpresión de Rayón en un curioso trabajo titulado Una colección de burlas bibliográficas : las reproducciones fotolitográficas de Sancho Rayón, publicado en Valencia por Albatros en 1982. Por el estudio de Infantes sabemos que Sancho Rayón añadió a la primera impresión de Valladolid un grabado alusivo al tema en el que se podía contemplar en la cuarta hoja un esqueleto humano representando a la muerte, con un ataúd bajo el brazo y una flecha en su mano izquierda, y a cuyos pies yacían calaveras tocadas con tiaras papales, coronas reales y capelos cardenalicios.
Desde luego, nada más apropiado para ilustrar un hecho luctuoso que enturbió la alegría previa del nacimiento de un infante. Antonio de Valcaçar, músico y poeta, cantaba en el pliego la desdichada muerte de la princesa María Manuela de Portugal, primera esposa (y prima carnal) del entonces príncipe Felipe, que reinaría después como el segundo de ese nombre en España. A los pocos días de parir al infante don Carlos se produjo el óbito –según cuenta la leyenda por ingerir la recién parida un melón, fruta tradicionalmente pesada sobre todo por la noche- que llevaría al poeta a establecer una especie de relación dialogada con la Corte –en la que él mismo era músico instrumentista-, con Valladolid –la Villa que le había acogido y de la que era vecino-, con otras ciudades, con la Fortuna –a la que compara con el alcaudón, el ave que atrae a otros pájaros imitando su canto para después matarlos-, y culmina con la narración del nacimiento del infante y la posterior muerte de la madre.
Valcaçar invita en el pliego (no olvidemos la difusión y popularidad que alcanzaban estos papeles ya desde la invención de la imprenta) al llanto general y a la reflexión de todos los que oyeran o leyeran su poema, desarrollado en treinta y tres coplas. Las tres primeras las dedica a convocar al luto:
Con suspiros muy crecidos
Y tristeza muy extraña,
Dando gritos y gemidos
Lloren todos los nacidos
El mal que es venido a España.
Lloren, pues es de llorar,
Desastre que tanto pesa
Sin dejar de suspirar
Pues a ello da lugar
La muerte de la princesa.
Tras lamentar, dirigiéndose a la Corte, que no hubiese sabido poner a buen recaudo la hermosa juventud de María Manuela, se dirige a Valladolid para comparar momentos pasados de esplendor de la Villa con estos otros de dolor:
Y tú, villa de amargura,
Que en Castilla eres el todo
Subida en mayor altura
Ahora en la sepultura
Quedas y puesta del lodo.
Bien puedes llevar bandera
Como quien siente más pena
Y así serás la primera,
La primera y postrimera,
En estar de angustias llena.
La descripción del alborozo popular por el nacimiento del infante incluye, entre otras circunstancias gozosas, el toque de campanas y la suelta de presos:
Luego, sin más dilatar,
Chicos, grandes y mayores
Y la gente popular
Con regocijo sin par
Daban a Dios mil loores.
Las campanas se quebraban
Tañendo con regocijo,
Mil invenciones sacaban,
Los presos todos soltaban
Con el gozo de tal hijo.
Los juegos de cañas y las luminarias se confundirían en la Corredera de San Pablo con el ruido de los fuegos artificiales y con el sonido de trompetas, añafiles y tambores que anunciaba la buena nueva. Las fiestas y celebraciones van a finalizar bruscamente en poco tiempo al conocer las primeras noticias del estado de la infanta. La muerte, como enviada de otro mundo, viene a llamar a la joven parida:
El domingo a las tres dadas
Ya después de mediodía
Vino con fieras pisadas
A dar grandes aldabadas
La muerte con gran porfía.
Entró en el palacio real
Y halló la princesa echada,
Y con semblante mortal
Dijo: flor de Portugal,
Escuchad esta embajada.
La embajada que trae del «gran consistorio» del cielo es que se ha decidido que la princesa pase de esta vida transitoria a la gloria eterna de forma casi inmediata. En palacio, las damas reciben a la muerte con llanto desconsolado y voces destempladas:
Como leonas rabiosas
Las nubes cubren con quejas
Y con sus manos nudosas
Arrancan, sin ser medrosas,
Sus cabellos a madejas.
Tanto es el desconsuelo y tan grave la congoja en todos los vallisoletanos, que el cardenal Tavera –de quien se dice que enfermó al poco tiempo y murió del terrible disgusto– aconseja a Felipe que se retire al Abrojo para no atormentar más su ánimo. Nada más partir el malhadado esposo comienzan los preparativos para el entierro, que reunirá a todas las clases sociales en torno a San Pablo:
Iban con triste concierto
Todos juntos, como hablo,
Con sentido muy despierto
A llevar el cuerpo muerto
A la iglesia de San Pablo.
¡Quién viera la clerecía
venir triste en procesión
y sin mostrar alegría
toda la Chancillería
y la Santa Inquisición!
La descripción del cortejo recuerda, en algunos de sus términos, la que un autor anónimo dejó inmortalizada en aquellos versos que cantaron durante más de cien años todos los niños de España por la muerte de la esposa de Alfonso XII: «Que Mercedes ya se ha muerto, muerta está que yo la vi / cuatro duques la llevaban / por las calles de Madrid»…
Los condes que la llevaban
Metida en el ataúd
Muy grandes suspiros daban;
Y los que detrás quedaban
Lloraban su juventud.
El cardenal, sin tiara,
Todo de luto cubierto,
Arroyos hace su cara
Llorando muy a la clara
Junto cabe el cuerpo muerto.
Destrozado de dolor, el toresano ilustre que habría de alcanzar en vida casi todas las dignidades de su tiempo (Rector de Salamanca, obispo de Ciudad Rodrigo y posteriormente de Osma, presidente de la Chancillería y del Consejo de Castilla, arzobispo de Santiago de Compostela y cardenal de Toledo), llora con todos los vallisoletanos una muerte que anuncia la suya propia y una vez más –cuántas y cuántas– la de las esperanzas de una nación vieja y cansada.