27-06-2009
La historia de la ciencia y de la técnica está plagada de episodios en los que aparentes sacrificios proporcionan después, una vez comprendido y asimilado el alcance del altruismo, innegables beneficios. Y esto es así porque la ciencia actúa comúnmente, según las épocas y los designios de la misma sociedad, movida por intereses generales. Cuando Vitrubio, por ejemplo, describe en Los diez libros de arquitectura su interesante teatro ecoico, manifiesta, siguiendo a Diógenes Laercio, que la voz es "un aliento que fluye e hiriendo el ambiente se hace sensible al oído de todos". Según esa teoría, que permite pensar que la voz se transmite por infinitas olas circulares, crea un teatro perfecto para la audiencia en el que la voz, libre de incómodos obstáculos, se mueva gradualmente hacia todos los espectadores. Para mejorar, es decir para amplificar y dar eco a esa voz cuando el medio no fuese perfecto, Vitrubio idea unos vasos de bronce o de cerámica que aumentarían el volumen de la palabra del actor sobre el escenario.
El gran arquitecto romano sólo describe esos vasos, pero Galiani o Athanasius Kircher (1602-1680), siglos después, los dibujan incluso, imaginando su forma y disposición. Este último, por ejemplo, en su Musurgia Universalis, diseña un anfiteatro en el que, sobre una gran escenografía de fondo similar a una plaza semicircular de tres alturas, se construyen 42 vanos con forma de arcada renacentista, cada uno de los cuales habría de contener un vaso o campana que transmitiría la reverberación controlada de las voces de los actores. Para reforzar esa teoría de la difusión y reflexión del sonido, ofrece un dibujo muy curioso de la Villa Simonetta, situada cerca de Milán, dotada de un prodigioso eco producido por la disposición de las alas o edificios laterales que podían repetir hasta 24 y más veces el efecto de la voz emitida.
A esta teoría se opone el sabio francés, coetáneo de Kircher, Marin Mersenne (1588-1648) quien, en su Harmonie Universelle, explica, al escribir el capítulo sobre el eco, que no son necesarios artificios añadidos puesto que la voz siempre encontrará una pantalla –sea cual sea su forma- para reflejarse. Ataca además a quienes dicen poder conseguir que el eco se repita, siete, catorce o veintitantas veces y con ironía termina diciendo que, con tantas y tan espectaculares modificaciones, esos tales van a conseguir incluso que la voz se pueda emitir en francés respondiendo el eco en español. Se excusa asimismo por no haber terminado el tratado de "Ecometría" pero lo achaca al difícil acceso al Eco (ninfa del aire lo llama él, siguiendo la mitología clásica), al que se puede hallar en todas partes y en ninguna, y confiesa que ha terminado sabiendo tanto del eco tras innumerables prácticas que su ánimo se parece al del marinero que busca un nuevo mundo y a quien le convence más el temblor de la brújula que cualquier ruta o guía preconcebida.
Haciendo un breve inciso mitológico, todos conocemos la historia de la escurridiza Eco según nos la narra Ovidio en sus Metamorfosis. La diosa Juno, que ha sorprendido a Júpiter en adulterio con la parlanchina ninfa, la castiga a no poder pronunciar nunca más una frase entera. Narciso –hijo de las aguas del río Cefiso y de la bella Liriope- y la ninfa Eco, se encuentran en un bosque y, pese a la pasión que ésta siente por el bellísimo mozo, la relación es un fracaso por culpa de las titubeantes y recortadas palabras de Eco. Enamorado de sí mismo al verse reflejado en las aguas, Narciso se convierte en rosa y la ninfa llora, rota de amor, su triste destino rodeada de sus hermanas las náyades que gritan inconsolables. "Pues bien –termina Ovidio-, a esos gritos y a esas lamentaciones contestaba Eco, cuyo cuerpo no se pudo encontrar. Y sin embargo, por montes y valles, por todas las partes del mundo, aún responde Eco a las últimas palabras de todo el padecimiento humano".
En cualquier caso, e independientemente de la visión poética de los mitos, parece justificable la posición del jesuita Kircher, pues en épocas en que la difusión del sonido estaba muy lejos de las amplificaciones actuales, cualquiera se podía arriesgar –en nombre de la humanidad y de la comunicación- a mejorar algún invento para hacer llegar las voces más lejos gracias a ingenios curiosos y parecidos a los descritos por él y por otros. A Kircher, sin embargo, le perdía su imaginación y no había maravilla del mundo que se resistiese a cualquiera de sus prolijas descripciones, aunque tal vez se llevase la palma su ingente y pormenorizado trabajo sobre las medidas que tuvo el arca de Noé. Kircher y Mersenne se conocieron y probablemente se admiraron aunque no participasen en todos los casos de las mismas teorías. De hecho, representaron posturas diferentes que defendían principios diferentes. Kircher, a pesar de trabajar y dar clase en el Colegio Romano donde se conocía perfectamente la obra de Bacon Novum Organum que intentaba sustituir la especulación por la experimentación, se inclinaba por una interpretación mágica y mitológica de los fenómenos, mientras que Mersenne, difusor en Francia de la obra de Galileo se declaraba partidario de un tipo de ciencia empírica y sin prejuicios. Les aproxima el hecho de que ambos fueron músicos y escribieron innumerables páginas acerca de los instrumentos musicales y sus principios sonoros, que todavía hoy se respetan. De hecho, la gran recopilación de Kircher de instrumentos musicales que plasmó en una publicación su discípulo y también jesuita Filippo Bonanni todavía se sigue reeditando con éxito notable gracias a la formidable iconografía que la acompaña. De Mersenne, a pesar de su gran prestigio como tratadista musical, tal vez lo más recordado y celebrado en el mundo de hoy sea su descubrimiento de determinados números primos, los famosos "números primos de Mersenne", que han dado origen a un proceso inacabado de 46 hallazgos numéricos, algunos de los cuales sobrepasan los 10 millones de dígitos. Una página de internet, la GIMPS (Great Internet Mersenne Prime Search), es testigo permanente de lo que pueden dar de sí estas elucubraciones entre los matemáticos, confirmación del eco que todavía despiertan entre los curiosos los descubrimientos de dos sabios recordados del siglo XVII.